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¿La ciencia puede explicar la esperanza?

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Cuando Jane y yo acordamos trabajar en un libro sobre la esperanza, investigué un poco sobre el campo relativamente nuevo de los estudios sobre el tema. Descubrí, con sorpresa, que la esperanza es muy distinta de los deseos o las fantasías. La esperanza conduce al éxito, pero las ilusiones no. Si bien ambas cosas implican pensar sobre el futuro con gran detalle, sólo la esperanza lleva a una acción dirigida a lograr la meta, algo que Jane subrayó varias veces durante las reuniones que siguieron.

Cuando nos concentramos en el futuro, hacemos una de tres cosas. Fantaseamos, es decir, básicamente tenemos grandes sueños por diversión y entretenimiento; nos mortificamos, es decir, nos concentramos en todas las cosas malas que pueden pasar —éste es el pasatiempo oficial de mi ciudad natal—, o nos esperanzamos, es decir, imaginamos el futuro al tiempo que reconocemos que los cambios son inevitables. Resulta interesante notar que las personas más esperanzadas pueden anticipar los contratiempos en el camino y trabajar para superarlos. Aprendí que la esperanza no es una estrategia ingenua para evadirse de los problemas, sino una manera de enfrentarlos. Sin embargo, siempre había pensado que las personas esperanzadas y optimistas nacen así, y quería saber si Jane estaba de acuerdo.

—¿Es cierto que algunas personas simplemente tienen más esperanza y optimismo que otras?

—Pues, tal vez —respondió Jane—, pero la respuesta tiene que ver con la diferencia entre la esperanza y el optimismo.

—¿Cuál es esa diferencia?

—No tengo ni la más pálida idea —respondió con una carcajada.

Esperé, consciente de que a Jane le encanta la investigación y el debate científicos. Me daba cuenta de que estaba sopesando la idea.

—A ver, creo que una persona es optimista o no lo es. Es una disposición o una filosofía de vida. Como optimista, siempre piensas: “Ah, todo va a salir bien”. Es lo opuesto a un pesimista, que siempre siente: “Ay, nada me va a funcionar”. La esperanza, por el otro lado, es una determinación férrea de hacer todo lo que puedas para que aquello funcione, y espero que se pueda cultivar y cambiar a lo largo de nuestras vidas. Por supuesto, es mucho más probable que alguien con una naturaleza optimista tenga esperanza, ¡porque ven el vaso medio lleno y no medio vacío!

—¿Será que nuestros genes —pregunté— determinan si somos optimistas o pesimistas?

—Según lo que he leído —respondió Jane—, existe evidencia de que una personalidad optimista puede ser, en parte, resultado de la herencia genética, pero sin duda pueden prevalecer los factores ambientales, del mismo modo que aquellos que nacen sin una tendencia genética hacia el optimismo pueden desarrollar un talante más optimista y autosuficiente. Sin duda, esto subraya la importancia del entorno y la educación temprana de los niños. Un entorno familiar favorable puede tener un efecto fundamental. Yo tuve suerte con el mío, en especial gracias a mi madre. Pero tal vez habría sido menos optimista de haber nacido en una familia menos comprensiva. Recuerdo haber leído en algún lado que un par de gemelos idénticos criados en entornos distintos tenían, a pesar de todo, personalidades similares. Pero como dije, también es cierto que el entorno puede afectar la expresión de los genes.

—¿Has escuchado el chiste sobre la diferencia entre un optimista y un pesimista? —pregunté—. El optimista cree que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y el pesimista teme que el optimista tenga razón.

Jane rio.

—Pero no sabemos qué va a pasar, ¿cierto? Y no podemos quedarnos sentados sin hacer nada y esperar que todo salga bien.

La actitud pragmática de Jane me hizo recordar una conversación que tuve con Desmond Tutu, que debió sobreponerse a muchos retrocesos trágicos y a terribles adversidades en su lucha por liberar Sudáfrica del régimen racista del apartheid.

—El arzobispo Tutu —le conté a Jane— me dijo una vez que el optimismo puede convertirse rápidamente en pesimismo cuando cambian las circunstancias. Pero me explicó que la esperanza es una fuente de fortaleza mucho más profunda, prácticamente indestructible. Cuando un periodista la preguntó a Tutu por qué era optimista, él respondió que no era un optimista sino un “prisionero de la esperanza”, citando al profeta bíblico Zacarías. Dijo que la esperanza es ser capaz de ver que hay luz a pesar de la oscuridad.

—Sí —respondió Jane—. La esperanza no niega las dificultades y los peligros, pero éstos no la detienen. Existe mucha oscuridad, pero nuestras acciones crean la luz.

—Así que podemos cambiar nuestra perspectiva para ver la luz y trabajar para crear aún más.

Jane asintió.

—Es importante pasar a la acción y darnos cuenta de que podemos marcar la diferencia. Esto animará a otros a actuar, y entonces nos daremos cuenta de que no estamos solos y de que la suma de nuestras acciones de verdad construye una diferencia aún mayor. Así es como propagamos la luz. Y esto, por supuesto, nos da aún más esperanza a todos.

—Siempre me muestro un poco escéptico —dije— de los intentos por cuantificar algo tan intangible como la esperanza, pero al parecer hay algunas investigaciones interesantes que muestran que la esperanza tiene un profundo impacto sobre nuestro éxito, nuestra felicidad e incluso nuestra salud. Un metaanálisis de más de cien estudios encontró que la esperanza lleva a un doce por ciento de aumento en el desempeño académico, a un catorce por ciento de incremento en los resultados laborales y a un catorce por ciento en la felicidad. ¿Qué piensas de esto?

—Estoy segura de que la esperanza representa una diferencia significativa en muchos aspectos de nuestras vidas. Repercute en nuestro comportamiento y en las cosas que podemos lograr —respondió Jane—. Pero también creo que es importante recordar que si bien las estadísticas pueden ser útiles, las historias impulsan a la gente a actuar más que los números. ¡Muchas personas me agradecen por no usar estadísticas en mis conferencias!

—¿Pero no queremos que la gente conozca los datos? —pregunté.

—Pues pongámoslos al final del libro, para quienes quieran conocer todos los detalles.

—Muy bien, podemos incluir una sección de “Fuentes recomendadas” para quienes quieran saber más sobre las investigaciones que mencionemos en la conversación —respondí, y luego le pregunté a Jane sobre la naturaleza comunitaria de la esperanza—: ¿Cuál crees que sea la relación entre la esperanza que la gente siente en sus propias vidas y su esperanza hacia el mundo?

—Digamos que eres una mamá —respondió Jane—. Esperas que tu hijo reciba una buena educación, que obtenga un buen trabajo, que sea una persona decente. Esperas que, en tu vida, logres obtener un buen trabajo y mantener a tu familia. Eso es para ti y tu vida. Pero obviamente, tus esperanzas se extienden hacia la comunidad y el país en el que vives. Esperas que tu comunidad pueda luchar contra un proyecto que va a contaminar el aire y afectar la salud de tu hijo. Esperas que los líderes políticos que elijas sienten las bases para que tus esperanzas se hagan realidad.

Está claro que, como Jane explicaba, cada uno de nosotros tiene sueños y esperanzas para nuestras vidas y sueños y esperanzas para el mundo. La ciencia de la esperanza ha identificado cuatro componentes fundamentales para tener una sensación duradera de esperanza en nuestras vidas, y tal vez también en nuestro mundo: debemos tener metas realistas a las cuales aspirar, así como vías realistas para obtenerlas. Además, necesitamos tener confianza en que vamos a alcanzar estas metas, y apoyo para superar las adversidades que surjan por el camino. Algunos investigadores llaman a estos cuatro componentes el “ciclo de la esperanza”, porque cuanto más tenemos de cada uno, más se potencian entre sí y más esperanza infunden en nuestras vidas.

La ciencia de la esperanza era interesante, pero yo quería saber qué pensaba Jane, sobre todo, acerca de cómo podemos tener esperanza en épocas difíciles. Pero antes de que pudiéramos explorar esta pregunta, el doctor Anthony Collins, colega de Jane en Gombe, fue a avisarnos que el equipo de grabación de National Geographic la necesitaba. Nos detuvimos por el día y acordamos retomar a la mañana siguiente, para conversar sobre la esperanza en épocas de crisis. No podía saber que para la noche siguiente la esperanza se volvería aún más urgente —y esquiva—, durante una crisis personal.

El libro de la esperanza

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