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¿Alguna vez has perdido la esperanza?

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Jane posee una rara combinación de cualidades: la disposición inquebrantable de enfrentar los hechos concretos de la científica y el deseo de entender las preguntas más profundas de la vida humana de la exploradora.

—Como científica, tú… —comencé.

—Me considero naturalista —me corrigió.

—¿Cuál es la diferencia? —siempre había pensado que un naturalista era sencillamente un científico que trabaja en el campo.

—El naturalista —explicó Jane— busca la sensación de maravilla en la naturaleza; escucha la voz del mundo natural y aprende de la naturaleza al tiempo que trata de entenderla. Una científica, por su lado, está más concentrada en los hechos y el deseo de cuantificación. Para una científica, la pregunta es. “¿Por qué esto resulta adaptativo? ¿Cómo contribuye a la supervivencia de la especie?”.

”Como naturalista debes tener empatía e intuición. Y amor. Tienes que estar preparada para ver una parvada de estorninos y maravillarte por la asombrosa agilidad de estas aves. ¿Cómo pueden volar en una bandada de varios miles de individuos sin tocarse unos a otros y, sin embargo, mantener formaciones tan cerradas y girar y lanzarse en picada todos juntos, casi como si fueran uno solo? ¿Y por qué lo hacen? ¿Por diversión? ¿Por placer? —Jane alzó la mirada hacia unos estorninos imaginarios, y sus manos bailaron como si fueran una parvada de aves ondulando en el cielo.

De pronto, Jane me pareció una joven naturalista llena de maravilla y asombro. Al comenzar a caer una pesada lluvia que nos obligó a hacer una pausa en la conversación, no fue difícil imaginarla en esos primeros días, cuando sus propios sueños y esperanzas parecían tan lejanos y difíciles de alcanzar.

Cuando la lluvia cesó, pudimos retomar nuestra charla. La pregunté a Jane qué recordaba de su primer viaje a África. Ella cerró los ojos.

—Fue como un cuento de hadas —respondió—. En esos días, no había aviones que hicieran esa ruta (era 1957), así que llegué en barco, el Kenya Castle. Debería haber tardado dos semanas, pero terminó tomándonos un mes, porque había una guerra entre Inglaterra y Egipto, así que estaba cerrado el canal de Suez. Tuvimos que rodear todo el continente africano, bajando hasta Ciudad del Cabo y subiendo nuevamente a lo largo de la costa de Mombasa. Fue un viaje mágico.

Jane iba decidida a cumplir su sueño de estudiar animales en estado salvaje, un sueño que nació de niña, cuando leía las historias del Doctor Doolittle y Tarzán.

—Está claro que Tarzán se casó con la Jane equivocada —ella bromeó.

La inverosímil vida de Jane ha inspirado a muchas personas en todo el planeta. En esa época, las mujeres no viajaban a medio mundo de distancia para vivir en la selva con animales salvajes y escribir libros sobre ellos. Como Jane dijo: “¡Ni siquiera los hombres lo hacían!”.

Le pedí que me contara más sobre aquellos primeros días.

—Me fue muy bien en la escuela —recordó—, pero cuando me gradué, a los dieciocho años, no había dinero para la universidad. Tuve que encontrar trabajo, así que tomé un curso de secretaria. Era muy aburrido. Pero mi mamá me dijo que tendría que trabajar muy duro, aprovechar las oportunidades que tuviera y nunca rendirme.

”Mi mamá siempre decía: ‘Si vas a hacer algo, hazlo bien’. Creo que ha sido una piedra angular en mi vida. Si no quieres hacer algo, déjalo por la paz, pero si lo vas a hacer, pon lo mejor de ti.

La oportunidad de Jane llegó cuando un amigo de la escuela la invitó a visitar la granja de su familia en Kenia. Y fue durante esa visita que escuchó hablar del doctor Louis Leakey, el famoso paleoantropólogo que había pasado su vida buscando los restos fosilizados de nuestros ancestros más antiguos en África. Por ese entonces era curador del Museo Coryndon (ahora Museo Nacional de Nairobi).

—Alguien me dijo que si me interesaban los animales tenía que conocer a Leakey —dijo Jane—. Así que hice una cita para verlo. Creo que lo impresionó lo mucho que sabía sobre animales africanos; había leído todo lo que había podido sobre ellos. Y adivina qué: dos días antes de conocerlo, su secretaria se había ido sorpresivamente, y necesitaba un reemplazo. Ya ves: ¡ese aburrido curso de secretaria rindió sus frutos después de todo!

Jane fue invitada a acompañar a Leakey, a su esposa Mary y a Gillian, otra joven inglesa, a su excavación anual en la garganta de Olduvai, en Tanzania, en busca de antiguos restos humanos.


Con el doctor Louis S. B. Leakey, el hombre que hizo mis sueños realidad (Instituto Jane Goodall / Joan Travis).

—Cuando se acercaba el fin de nuestra estancia de tres meses, Louis comenzó a hablar de un grupo de chimpancés que vivía en los bosques que bordean la costa este del lago Tanganika, en Tanzania, que por entonces aún se llamaba Tanganika y se encontraba bajo el régimen colonial británico. Me dijo que el hábitat de los chimpancés era remoto y agreste, y que habría animales peligrosos; los chimpancés mismos son cuatro veces más fuertes que los humanos. Ay, ¡qué ganas tenía de emprender una aventura como la que Leakey imaginaba! Dijo que estaba buscando a alguien con amplitud de miras, con pasión por el aprendizaje, que adorara a los animales y dotada de una paciencia inagotable.

Leakey pensaba que entender el comportamiento en estado salvaje de nuestros parientes más cercanos podría arrojar luz sobre la evolución humana. Quería que alguien se ocupara de este estudio porque, si bien podemos aprender mucho sobre el aspecto de una criatura a partir de su esqueleto, y de su dieta gracias al desgaste de los dientes, la conducta no se fosiliza. Creía que debía existir un antepasado común, una criatura entre simio y humano, que vivió hace unos seis millones de años. Si los chimpancés modernos (con quienes compartimos casi noventa y nueve por ciento de la composición de nuestro ADN) mostraban conductas similares (o idénticas) a las de los humanos modernos, argumentaba Leakey, éstas podrían haber estado presentes en ese antepasado común y formar parte de nuestro repertorio a lo largo de nuestras rutas evolutivas divergentes. Pensaba que esto lo ayudaría a deducir con más precisión el comportamiento de nuestros ancestros de la Edad de Piedra.

—No tenía idea de que estaba pensando en mí como candidata —dijo—, ¡y casi no lo pude creer cuando me preguntó si estaba lista para la tarea! —Jane sonrió al recordar a su mentor—. Louis era un verdadero gigante —afirmó—, en genialidad, visión y estatura. Y tenía un enorme sentido del humor. Le tomó un año obtener los fondos. Al principio, la administración británica se negó a concederle el permiso, horrorizada por la idea de que una joven blanca se internara en la espesura, pero Leakey insistió y terminaron por acceder, siempre y cuando no fuera sola y tuviera un compañero “europeo”. Louis quería alguien que me ayudara en segundo plano, no que compitiera conmigo, y decidió que mi mamá sería perfecta. No tuvo que retorcerle mucho el brazo: le encantaban los desafíos y la expedición no habría sido posible sin ella.

”Bernard Vercourt, el botánico del Museo Coryndon, nos llevó hasta Kigoma (el pueblo más cercano a Gombe) en un Land Rover sobrecargado y de batalla corta, por caminos de tierra llenos de agujeros y de baches. Más tarde reconoció que al dejarnos, no esperaba volver a vernos con vida.


Mi mamá me ayudaba a prensar las plantas que yo recolectaba tras observar que los chimpancés las comían, así como a secar cráneos y otros huesos que hallaba. Nos encontramos en la entrada de nuestra vieja tienda militar de segunda mano (Instituto Jane Goodall / Hugo Van Lawick).

A Jane, sin embargo, le preocupaba más cómo cumplir su misión que los posibles peligros. Jane hizo una pausa, y la invité a que continuara.

—Cuando estuviste en Gombe, le escribiste una carta a tu familia que decía: “Mi futuro es totalmente ridículo. Me la paso de cuclillas como chimpancé, sobre las rocas, sacándome púas y espinas, y río al pensar en esta desconocida señorita Goodall que dice estar haciendo investigación científica en algún lejano lugar”. Cuéntame sobre esos momentos de esperanza y de desesperación —le pedí, ansioso por entender la incertidumbre y la falta de confianza que experimentó, sobre todo al tratar de hacer algo que nunca se había intentado antes.

—Hubo muchos momentos de decepción y de desesperanza —explicó Jane—. Todos los días me levantaba antes del amanecer y trepaba las empinadas colinas de Gombe en busca de chimpancés; de vez en cuando avistaba alguno por mis binoculares. Me arrastraba y gateaba por el bosque, exhausta, con las piernas y los brazos arañados por los arbustos, hasta que finalmente llegaba hasta un grupo de chimpancés. El corazón me daba un vuelco, pero antes de que pudiera observar cualquier cosa, me dirigían una rápida mirada y escapaban en el acto.

”El dinero de mi investigación sólo alcanzaría para seis meses y los chimpancés huían de mí. Las semanas se convirtieron en meses. Tenía claro que a la larga me ganaría la confianza de los chimpancés. Pero ¿tenía tiempo? Sabía que si las cosas no salían bien, decepcionaría a Leakey, que había depositado tanta confianza en mí, y el sueño llegaría a su fin. Pero lo peor —continuó Jane— era que jamás podría entender a estas fascinantes criaturas o lo que pueden decirnos sobre la evolución humana, que es lo que Leakey esperaba comprender mejor.

Jane no era una científica consolidada. Ni siquiera tenía un título universitario. Leakey quería a alguien que estuviera libre de prejuicios académicos y nociones preconcebidas. Tal vez los importantes descubrimientos de Jane, en especial aquellos sobre las emociones y las personalidades de los animales, no habrían sido posibles si la hubieran predispuesto a negar que los animales las poseían, como era normal en las universidades por entonces.

Por suerte para Jane, Leakey creía que las mujeres podían ser mejores investigadoras de campo, más pacientes y empáticas hacia los animales que estudiaban. Tras mandar a Jane al bosque, Leakey ayudó a otras dos jóvenes a cumplir sus sueños: consiguió financiamiento para que Dian Fossey estudiara gorilas de montaña y Biruté Galdikas, orangutanes. Las tres terminarían por ser conocidas como “las Trimates”.

—Cuando vi el terreno agreste y montañoso del parque —recordó Jane—, me pregunté cómo diablos iba a encontrar a esos esquivos chimpancés. Y no fue fácil. Mi mamá desempeñó un papel muy importante. Yo volvía al campamento deprimida porque los chimpancés habían vuelto a huir de mí, pero ella me decía que había aprendido más de lo que pensaba. Había descubierto un pico en el que podía sentarme y dominar dos valles con la mirada. Y a través de mis binoculares, los había visto construir nidos para dormir en los árboles y viajar en grupos de diferentes tamaños. Descubrí qué comían y sus diferentes llamados.


Instalé una cámara en un árbol y me tomé una foto con temporizador buscando señales de los chimpancés (Instituto Jane Goodall / Jane Goodall).

Pero Jane sabía que ésta no era suficiente información para que Leakey consiguiera más dinero al llegar el fin de su subvención para seis meses.

—Le escribí muchas cartas a Leakey —recuerda Jane— cuando los chimpancés huían de mí: “Depositaste toda tu fe en mí y no puedo hacerlo”. Y él me respondía “Yo sé que tú puedes”.

—El apoyo de Leakey debe haber sido muy importante para ti.

—De hecho, empeoraba las cosas —insistió Jane—. Cada vez que me decía “Yo sé que puedes hacerlo”, yo pensaba: “Pero si no, le habré fallado”. Esto era lo que más me preocupaba. Él puso el cuello para obtener dinero para esta jovencita desconocida. ¿Cómo se sentiría si lo defraudaba?

Le escribió una y otra vez, desesperada:

—No está funcionando, Louis —le decía—. Y a vuelta de correo, él respondía: “Yo que puedes hacerlo”. Y en su siguiente carta la palabra “SÉ” era más grande y estaba subrayada. Y yo me sentía cada vez más desesperada.

—Debió haber algo en esa confianza hacia ti que también te impulsaba a volver a salir —sugerí.

—Sí, probablemente me alentó a trabajar aún más duro, aunque no sé cómo podría haber trabajado más, porque cada día salía a las cinco y media de la mañana a arrastrarme por el bosque o a observar desde mi cumbre hasta que casi oscurecía.

Esos primeros días suenan peligrosos, llenos de desafíos y obstáculos. Pero al parecer Jane no se inmutaba. Me contó que una vez se sentó en el suelo y observó a una serpiente venenosa deslizarse sobre sus piernas. Y que sentía que ningún animal iba a lastimarla, como si estuviera “destinada” a estar ahí. Creía que los animales de algún modo sabían que ella no pretendía dañarlos. Leakey fomentó esta certeza, y hasta ahora ningún animal le ha hecho daño.

Ahora bien, por más importante que fuera esta certidumbre, lo cierto es que Jane también sabía cómo conducirse cerca de animales salvajes. Sabía, en particular, que lo más peligroso es interponerse entre una madre y su cría, o confrontar a un animal herido o alguno que hubiera aprendido a odiar a los humanos.

—Leakey aprobó mi reacción en Olduvai una tarde en la que, tras un día de trabajo duro bajo el sol ardiente, Gillian y yo regresábamos al campamento y sentí algo a mis espaldas: un joven león curioso —cuenta Jane—. Tenía el tamaño de un adulto, pero su melena apenas comenzaba a crecer. Ella le dijo a Gillian que debían alejarse lentamente y subir por la ladera de la garganta hasta llegar a la planicie elevada.

”Louis dijo que fue una suerte que no hubiéramos corrido, porque el león podría habernos perseguido. También aprobó mi reacción cuando nos encontramos a un rinoceronte negro macho. Dije que debíamos quedarnos absolutamente quietas, pues los rinocerontes no tienen buena vista, y por suerte pude sentir cómo el viento soplaba hacia nosotras y supe que llevaría nuestro olor lejos de él. El rinoceronte sabía que pasaba algo extraño y corrió de un lado a otro con la cola en el aire, pero finalmente se alejó trotando. Creo que estas reacciones (y mi afición por desenterrar fósiles ocho horas al día) deben ser la razón por la que Leakey me ofreció la oportunidad de estudiar a los chimpancés.

Jane perseveró en Gombe, y poco a poco se ganó la confianza de los chimpancés. Conforme los iba conociendo, les puso nombres, del mismo modo que bautizó a todos los animales que ha tenido u observado. Más tarde le dijeron que era más “científico” identificarlos con números. Pero Jane, que nunca fue a la universidad, no lo sabía; de hecho, me confió que, de haber ido, está segura de que les habría puesto nombres de todos modos.

—David Barbagris, un chimpancé muy apuesto con un elegante mechón de pelo blanco en el mentón, fue el primero que confió en mí —contó Jane—. Era muy tranquilo, y creo que su aceptación poco a poco persuadió a los otros de que no era tan peligrosa después de todo.

David Barbagris fue al primero que Jane observó usar tallos de plantas como herramienta para sacar termitas de un termitero (sus nidos de tierra). Luego lo vio quitarle las hojas a una ramita para adaptarla para el mismo propósito. Por entonces la ciencia occidental pensaba que sólo los humanos éramos capaces de fabricar herramientas, y que ésta era una de las principales características que nos distinguían del resto de los animales. Nos definíamos como “el hombre, el fabricante de herramientas”.

Cuando se reportaron las observaciones de Jane, esta amenaza a la singularidad humana causó sensación. El famoso telegrama de Leakey a Jane decía: “¡Ah! ¡Ahora debemos redefinir al hombre, redefinir las herramientas o aceptar a los chimpancés como humanos!”. David Barbagris con el tiempo fue proclamado por la revista Times como uno de los quince animales más influyentes de la historia.


David Barbagris sobre un termitero con una herramienta de pasto en la boca. La fotografía fue tomada inmediatamente después del primer avistamiento de la captura de termitas (Instituto Jane Goodall / Judy Goodall).

—David Barbagris y su uso de herramientas fue el momento que lo cambió todo —recuerda Jane—. National Geographic accedió a financiar mi investigación cuando se acabó la primera subvención, y mandaron a Hugo a filmarlo todo.

Hugo van Lawick, el cineasta holandés que registró los descubrimientos de Jane, terminaría por convertirse en su primer esposo.

—Se lo debo a Louis por recomendar a Hugo, y a National Geographic por estar de acuerdo —explica Jane, refiriéndose al romance que siguió.

—¿Así que Louis fue el casamentero?

—Sí. De hecho yo no buscaba un “compañero”, pero Hugo aterrizó allí, en mitad de la nada, y pues estábamos los dos. Ambos éramos razonablemente atractivos. Ambos adorábamos a los animales. Ambos amábamos la naturaleza. Así que resulta bastante obvio que aquello tenía que funcionar.


Aquí se muestra el pesado equipo que Hugo debía cargar por todos lados, una vieja cámara Bolex de 16 mm. En la playa de Gombe (fotografía publicitaria de ABC News).

Jane rememora su primer matrimonio con la ecuanimidad que le dan casi cinco décadas desde su divorcio, en 1974. Volvió a casarse con Derek Bryceson, el director de parques de Tanzania, pero lo perdió a causa del cáncer menos de cinco años después, cuando ella apenas tenía cuarenta y seis.

Cuando Jane llegó al bosque con sus propios sueños y esperanzas, no tenía idea de que justamente la esperanza terminaría por convertirse en un tema central de su trabajo.

—¿Qué papel desempeñó la esperanza en esos primeros días?

—De no haber tenido esperanzas en que con el tiempo podría tener éxito, me habría dado por vencida. No habría tenido sentido. Sabía que con el tiempo podría ganarme la confianza de los chimpancés.

Jane hizo una pausa y miró hacia abajo.

—Por supuesto, me hacía insistentemente la misma pregunta: ¿Tenía tiempo? Supongo que es un poco como el cambio climático. ¿Tendremos tiempo? Sabemos que podemos desacelerarlo; lo que nos preocupa es si tenemos suficiente tiempo para revertirlo.

Ambos nos quedamos en silencio, sintiendo el peso de la pregunta de Jane. Incluso antes de que se conociera ampliamente la crisis climática, su interés por los chimpancés y por el medio ambiente fue lo que la llevó a irse de Gombe.

—Durante mis primeros días en Gombe estaba en mi propio mundo mágico, aprendiendo constantemente nuevas cosas sobre los chimpancés y el bosque. Sin embargo, en 1986 todo cambió. Por entonces, ya había varios otros sitios de campo por toda África, y ayudé a organizar una conferencia para reunir a estos científicos.

Fue en esta conferencia donde Jane se enteró de que en todos los lugares donde se estudiaba a los orangutanes en su estado salvaje, sus poblaciones se reducían y sus bosques estaban en destrucción. Los cazaban por su carne, los atrapaban con trampas y eran expuestos a enfermedades humanas. Les disparaban a las madres para apresar a sus crías y venderlas como mascotas o a los zoológicos, para que las entrenaran en los circos o las emplearan para la investigación médica.

Jane me contó cómo logró obtener financiamiento para visitar seis países distintos, siguiendo la distribución de los chimpancés en África.

—Aprendí mucho sobre los problemas que enfrentaban los chimpancés —di­jo—, pero también sobre los que enfrentan las poblaciones humanas que viven en los bosques de los chimpancés y en sus alrededores. La pobreza abyecta, la falta de educación y de instalaciones de salud de calidad, y la degradación de la tierra conforme crecen las poblaciones.

”Cuando llegué a Gombe, en 1960 —narró—, era parte del gran cinturón de bosques ecuatoriales que cruzaba África de lado a lado. Para 1990 se había convertido en un diminuto oasis de árboles rodeado por colinas peladas. Vivía allí más gente de la que podía sostener la tierra, demasiado pobre para comprar comida en otro lado y luchando siempre por sobrevivir. Se habían talado los árboles para sembrar comida o producir carbón.

”Me di cuenta de que si no podíamos ayudar a la gente a encontrar una forma de ganarse la vida sin destruir el entorno, no habría manera de salvar a los chimpancés.


Cuando estábamos en Dar es Salaam, Derek y yo nos comunicábamos con Gombe todos los días por el radioteléfono que se ve en la mesa. Nuestro perro adoptado es Wagga (Instituto Gane Goodall / Cortesía de la familia Goodall)

Sabía que Jane llevaba tres décadas luchando. Luchando por los derechos de los animales, la gente y el medio ambiente, y me sorprendió oírla añadir:

—Ahora el daño que hemos hecho es innegable.

Finalmente me armé de valor para hacerle a Jane una pregunta más personal, que había dudado en formular.

—¿Alguna vez perdiste la esperanza?

No sabía si el ícono mundial de la esperanza admitiría haberla perdido alguna vez. Ella hizo una pausa y reflexionó. Sabía que su enorme impulso y resiliencia lo hacían improbable, pero también que había sufrido sus propios momentos de crisis y sufrimiento. Finalmente, exhaló:

—Tal vez, por un tiempo. Cuando Derek murió. La tristeza puede hacerte sentir desesperanza.

Esperé a que Jane siguiera explorando sus recuerdos difíciles.

—Nunca voy a olvidar sus últimas palabras. Dijo: “No sabía que era posible sentir tanto dolor”. Trato de olvidar lo que dijo, pero no puedo. Aunque algunas veces no sentía dolor y estaba bien, nada borra estas últimas palabras de mortificación. Es horrible.

Imaginé el dolor de escuchar a tu pareja sufriendo un dolor tan insoportable.

—¿Cómo pudiste afrontarlo?

—Tras su muerte, me ayudaron muchas personas. Volví a mi santuario en Inglaterra, en Birches —dijo Jane—. Una de las perras me ayudó mucho también. Dormía en mi cama, proporcionándome el consuelo que siempre obtengo de la compañía de un perro amoroso. Y luego volví a África y fui a Gombe. Lo que más me ayudó fue el bosque.

—¿Qué te dio el bosque?

—Me dio una sensación de paz y de intemporalidad, y me recordó el ciclo de vida y muerte que todos experimentamos… Y me mantuve ocupada. Eso ayuda.

—No puedo imaginarme lo difícil que fue —respondí. Yo todavía no había perdido a nadie tan cercano como una pareja o un progenitor, pero me conmovió el dolor en sus palabras, que seguía resonando décadas después.

Bugs bostezó y se bajó de un salto del regazo de Jane. Su siesta había terminado y estaba listo para su siguiente comida o su siguiente aventura.

—¿Alguna vez perdiste la esperanza en el futuro de la humanidad? —pregunté, consciente de que la desesperanza puede ser tanto profundamente personal como de alcance planetario, sobre todo cuando tantas cosas parecen ir en la dirección incorrecta.

—En ocasiones pienso: “Bueno, pero ¿por qué demonios siento esperanza?”. Porque los problemas que enfrenta el planeta son colosales. Y si los analizo con cuidado, a veces parecen absolutamente imposibles de resolver. Así que, ¿por qué siento esperanza? En parte, porque soy muy necia. Simplemente no me doy por vencida. Pero por otro lado, tiene que ver con que no podemos predecir exactamente el futuro. No podemos y punto. Nadie sabe cómo van a salir las cosas.

Por alguna razón, escuchar cómo la esperanza de Jane había sido puesta a prueba y cuestionada la hizo más inspiradora e incluso, de un modo extraño, más fidedigna.

Y sin embargo, me pregunté por qué algunas personas se recuperan más rápidamente de la tristeza o el desconsuelo. ¿Existe una ciencia que pueda explicar la esperanza, por qué algunos tienen más esperanza que otros y, tal vez, cómo todos podemos recurrir a ella cuando la necesitamos?

El libro de la esperanza

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