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Whisky y salsa suajili de frijoles

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Era la noche previa a que comenzáramos nuestros diálogos. Estaba nervioso, porque había mucho en juego. El mundo parecía necesitar la esperanza más que nunca, y en los meses que transcurrieron desde que me puse en contacto con Jane por primera vez para preguntarle si quería compartir en un libro sus razones para conservar la esperanza, el tema predominaba en mis pensamientos. ¿Qué es la esperanza? ¿Por qué la tenemos? ¿Es real? ¿Puede cultivarse? ¿En verdad hay esperanza para nuestra especie? Sabía que mi papel era formular todas las preguntas que nos hacemos cuando enfrentamos adversidades e incluso cuando nos sentimos desesperados.

Jane es una heroína mundial que lleva décadas viajando por el mundo como abanderada de la esperanza, y yo estaba ansioso por entender de dónde viene su confianza en el futuro. También quería saber cómo ha conservado la esperanza durante los desafíos que ha enfrentado en su propia vida como pionera.

Mientras preparaba mis preguntas lleno de entusiasmo y un poco de ansiedad, sonó el teléfono.

—¿Te gustaría venir a cenar con la familia? —preguntó Jane. Yo acababa de aterrizar en Dar es Salaam, y le respondí que estaría encantado de acompañarla y de conocer a su familia. Era una oportunidad no sólo de estar frente a este ícono, sino también de verla en su papel de madre y abuela, de compartir con ella el pan y, sospechaba, unos tragos de whisky.

No es fácil encontrar la casa de Jane, porque no tiene nada que pueda considerarse realmente una dirección; se encuentra al final de varios caminos de tierra, junto a la amplia residencia de Julius Nyerere, el primer presidente de Tanzania. El taxi no lograba encontrar la entrada correcta en el vecindario tapizado de árboles, y temí llegar tarde. El rojo disco del sol se ocultaba rápidamente y no había postes de luz para guiarnos.

Cuando dimos con la casa, Jane me recibió en la puerta con una sonrisa cálida y ojos grandes y penetrantes. Llevaba el pelo canoso atado en una cola de caballo y usaba una camisa verde de botones y pantalones color caqui, casi como el uniforme de un guardia forestal. En la camisa llevaba el logo del Instituto Jane Goodall (JGI, por sus siglas en inglés) con los símbolos de la organización: un perfil de Jane, un chimpancé parado en cuatro patas, una hoja que representa el medio ambiente y una mano que simboliza a los humanos que, ahora lo sabe, también necesitan protección.

Jane tiene ochenta y seis años, pero inexplicablemente parece no haber envejecido mucho desde la primera vez que fue a Gombe y adornó la portada de National Geographic. Me pregunté si la esperanza y el sentido de propósito tienen como efecto mantenerte joven por siempre.

Pero lo que más destaca de Jane es su determinación. Irradia de sus ojos color avellana como una fuerza de la naturaleza. Es la misma determinación que la llevó a mudarse a medio mundo de distancia para estudiar animales en África y que la ha hecho viajar sin pausa durante los últimos treinta años. Antes de la pandemia pasaba más de trescientos días al año dando conferencias sobre los peligros de la destrucción ambiental y la pérdida de hábitats. El mundo por fin ha comenzado a escucharla.

Sabía que a Jane le gusta tomarse un whisky vespertino, así que le llevé una botella de su favorito, Johnnie Walker Etiqueta Verde. Lo aceptó con elegancia, pero más tarde me dijo que debí haber comprado el Etiqueta Roja, más barato, y donar el resto a su organización ambiental, el Instituto Jane Goodall.

En la cocina, Maria, su nuera, había preparado un platillo vegetariano típico de Tanzania: arroz con coco servido con una cremosa salsa suajili de frijoles, lentejas y guisantes con un toque de maní triturado, curry y cilantro, y espinacas salteadas. Jane dice que a ella la comida le da igual, pero a mí no, y se me hacía agua la boca.

Puso mi regalito sobre el mostrador, junto a una gigantesca botella de cuatro litros y medio de whisky Famous Grouse. Era una sorpresa de los nietos adultos de Jane, que explicaron que era mucho más barato comprar a granel, y que seguramente le duraría todo el tiempo que pasara con ellos. Sus nietos viven en la casa de Dar es Salaam a la que Jane se mudó cuando se casó con su segundo esposo, aunque por esos días pasaba la mayor parte de su tiempo en Gombe. Hoy en día, Jane sólo va a la casa durante sus cortas visitas semestrales a Tanzania, apenas por unos pocos días a la vez, y también vuelve ocasionalmente a Gombe y a otros pueblos de Tanzania.

Para ella, un vasito de whisky en la noche es un ritual y una oportunidad para relajarse y, cuando es posible, brindar con amigos.

—Todo empezó —me explica— porque mamá y yo siempre compartíamos “una copita” en las noches cuando estaba en casa. Así que nos acostumbramos a alzar el vaso para brindar juntas a las siete de la noche, en cualquier parte del mundo en que me hallara.

También descubrió que cuando se le cansa mucho la voz de tantas entrevistas y conferencias, un pequeño sorbo de whisky tensa las cuerdas vocales y le permite proseguir.

—Además —explica Jane—, cuatro cantantes de ópera y un famoso cantante de rock me han dicho que esto también les funciona.

Me senté junto a Jane al aire libre, en la mesa del pórtico en la que ella y su familia reían y compartían anécdotas. Las frondosas bugambilias a nuestro alrededor nos hacían sentir como si estuviéramos bajo el dosel del bosque, a la luz de las velas.


Con mi familia en Dar es Salaam. De izquierda a derecha: mi nieto Merlin; su medio hermano Kiki, hijo de Maria; mi nieto Nick, medio hermano de Merlin; mi nieta Angely mi hijo Grub (Instituto Jane Goodall / Cortesía de la familia Goodall).

Merlin, su nieto mayor, tenía veinticinco años. Años atrás, cuando tenía dieciocho, tras una noche loca con amigos, se echó un clavado en una alberca vacía y se rompió el cuello. La lesión lo llevó a cambiar su vida: dejó la juerga y, como su hermana Angel, siguió a su abuela en el camino de la conservación de la naturaleza. Jane, la discreta matriarca, se sentó a la cabecera, evidentemente orgullosa de su familia.

Jane se untó repelente de mosquitos en los tobillos, y bromeamos sobre la falta de vocación vegetariana de estos animales.

—Sólo las hembras chupan sangre —señaló Jane—. Los machos viven de néctar.

A los ojos de la naturalista, los mosquitos chupadores de sangre no eran más que madres tratando de obtener alimento para sus crías, aunque su explicación no me reconcilió para nada con estos históricos enemigos de la humanidad.


Angel trabaja en nuestro programa Raíces y Brotes, y Merlin ayuda a desarrollar un centro educativo en antiguos remanentes de bosques cerca de Dar es Salaam (K 15 Photos / Femina Hip).

Cuando se abrió una pausa en la conversación y en las anécdotas familiares, quise hacerle a Jane las preguntas que me habían estado consumiendo desde que decidimos colaborar en un libro sobre la esperanza.

Debo admitir que, como típico neoyorquino escéptico, el tema de la esperanza me provocaba un poco de recelo. Me parecía una respuesta débil, una aceptación pasiva: “esperemos que todo salga bien”. Sonaba a panacea o a fantasía. Una negación deliberada o una fe ciega a la cual aferrarse, a pesar de lo inequívoco de los hechos y la sombría realidad de la vida. Temía albergar falsas esperanzas, esas impostoras engañosas. De cierta forma, hasta el cinismo parecía más seguro que arriesgarse a tener esperanza. El miedo y la rabia se sentían como respuestas más útiles, listas para hacer sonar las alarmas, en especial durante épocas de crisis como la nuestra.

También quería saber cuál era la diferencia entre esperanza y optimismo, si Jane alguna vez había perdido la esperanza y cómo hacer para conservarla en tiempos aciagos. Pero estas preguntas tendrían que esperar a la mañana siguiente, porque se hacía tarde y todos se iban a la cama.

El libro de la esperanza

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