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El portador de equipajes

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Madre e hija ya llevaban más de una hora intentando convencerse mutuamente de sus respectivas posiciones sobre un tema que las tenía enfrentadas, desde que la hija, Julia, empezó a descubrir, lo que llamaríamos, la espiritualidad y el esoterismo. Julia era una ferviente creyente en el “más allá” y estaba intentando demostrar a su madre que, desde aquel lugar, sus moradores siguen en contacto con nosotros, pero lo que sucede, es que no nos damos cuenta.

Por el contrario la madre, la Sra. Aranzazu, era totalmente escéptica respecto a la forma de pensar de su hija. Viuda desde hacía más de 15 años, se había acostumbrado a vivir sola y lo que era aún más interesante, a viajar con sus amigas, todas en la misma situación familiar que ella. ¡Qué no le viniera su hija con tonterías! Sólo creía en lo que palpaba con sus manos, veía por sus ojos o escuchaba por sus oídos.

—Mira hija mía, si esto que me dices fuera así, por qué tu padre, con el que estaba muy unida y que me costó mucho aceptar su muerte prematura, nunca se ha “dignado” hacer ningún tipo de contacto conmigo desde ese lugar que dices al que iremos todos. Además, ¿dónde está ese lugar? Lo que sí sé es donde van a parar nuestros restos... ¡al cementerio o al crematorio! ¡Allí se deshace nuestro cuerpo y no quedan más que las cenizas!

—Madre, ese lugar del que te hablo es de paso, donde se quedan los que o bien todavía no han sabido encontrar el camino de la luz o los que aún no pueden acceder porque tienen deudas a pagar —le respondió su hija en tono conciliador, pero al mismo tiempo segura de sí misma.

—Julia, parece mentira que seas hija mía y que te hayas licenciado en Filosofía y Letras. ¿De qué te ha servido aprender a pensar? Además, si fuera así, ¿cómo establecen contacto con nosotros? Es muy fácil decir que lo hacen a través del pensamiento o los sueños, como si tuviéramos que hacer caso de todas las fantasías y pensamientos que nos pasan por la cabeza o de lo que soñamos mientras dormimos.

Esta discusión se estaba produciendo en el salón de la casa de la Sra. Aranzazu, que está en el Casco Viejo de Bilbao, donde había ido su hija a pasar el día con motivo de su 85º aniversario. Julia es hija única y reside en Barcelona, donde está casada, sin hijos y ejerce de profesora de instituto. Aunque el tono de la discusión era fuerte, en ningún momento había ninguna señal de enfrentamiento ni de desprecio por la forma de pensar de la otra. Además, no se sabe bien por qué, pero siempre o la una o la otra sacaba el tema de conversación cada vez que se veían, circunstancia que se producía tres o cuatro veces al año.

—Está claro que la forma de contactar con nosotros no es la convencional. Hay que estar receptivo a determinadas señales, de tal forma que cuando nos damos cuenta de ellas, las sabemos distinguir nítidamente de las ordinarias —le respondió la hija.

—Pero ¿de qué señales me hablas? ¿Telepatía? ¿Mesas que se mueven en sesiones de espiritismo? ¿Apariciones de fantasmas? ¡Vamos hija, por el amor de Dios, que ya soy un poco mayorcita para creer en estas cosas!

—No madre no se trata solamente de eso. Sería muy fácil si fuera así. Creo que cada uno tiene una forma especial y única de establecer, por decirlo de un forma comprensible, contacto con esa otra realidad que sólo es una continuación de la que nos encontramos ahora. Para unos será a través de los sueños, otros necesitarán la ayuda de un “especialista” o bien vivirán una determinada experiencia, a todas luces ilógica, pero que tendrá significado. Lo que hay que ser es consciente de esta vivencia. Todo el mundo, en algún momento determinado, tiene alguna. Lo que sucede es que la mayoría de veces no las valoramos como es debido o bien, sencillamente, nos negamos a aceptarlas. Piensa un poco, mamá —añadió Julia— ¿nunca te ha sucedido nada especial que desafiara la razón o que no tuviera ningún tipo de explicación racional?

—Hija mía, no sé qué pensar. No tenemos suficiente con los problemas de este mundo que sólo nos falta preocuparnos por los del “otro mundo”. Supongo que sí que nos suceden cosas que, aparentemente, no tienen explicación, pero también, quizás, es que no nos hemos fijado en todos los elementos que entran en juego y por tanto, difícilmente los podemos valorar en toda su magnitud.

—Pero ahora que lo dices —continuó la madre después de una breve pausa— una vez me sucedieron un par de cosas que me impresionaron mucho porque no le supe encontrar una explicación razonable, pero poco a poco, las fui arrinconando en el lugar del olvido que hay en mi mente. Ahora me las haces recordar de nuevo. Es más, ahora recuerdo que cuando fui consciente de lo que acababa de vivir me dije a mí misma que hubiera sido mejor que te hubieran pasado a ti, ya que crees en estas cosas.

—Soy toda oídos, madre —le dijo su hija, adoptando una actitud entre interesada e incrédula por lo que su madre iba a contarle.

—Como sabes hija, me gusta viajar mucho y siempre que puedo lo hago en avión, pero hay tres aeropuertos que no soporto: el de Madrid, el de Barcelona y el de Palma de Mallorca. Son gigantescos y demasiado grandes para mí, de tal forma que, cuando he tenido necesidad de ir a uno de estos sitios, lo he hecho en autocar o en barco. Como las dos veces que fui a Mallorca, por ejemplo.

—Hará unos catorce años (¡cómo pasa el tiempo de rápido!) quise ir a Madrid, con mi amiga Consuelo, a ver una exposición antológica, ahora no sé de quién, en el Museo del Prado. Era la primera vez que iba a la capital desde la muerte de tu padre y mi amiga quiso acompañarme.

—Recuerdo —continuó la Sra. Aranzazu— que aquel día me había dormido e iba con el tiempo más que justo, teniendo en cuenta que el autobús de línea era extremadamente puntual a la hora de salir. Por suerte, ya tenía el billete (lo había reservado por teléfono) y el taxi fue puntual. Sólo faltaban diez minutos para la salida y después de prometerle una buena propina al taxista, hicimos el trayecto en ocho. Tenía el tiempo justo para bajar del coche, pagar al taxista, poner la bolsa en el maletero, subir al autocar y rehacerme de la tensión del momento. Esperando el cambio del taxista, no me di ni cuenta, pero un hombre muy bien vestido y muy apuesto, por cierto, se acercó a mí y me dijo: “No se preocupe señora, ya le pongo su bolsa en el maletero”. Entre que cogía el cambio del taxista, me lo ponía en el monedero e iba rápidamente hacia la puerta del autocar, no pasaron ni diez segundos. Cuando me di cuenta aquel hombre ya había desaparecido de mi campo visual. Lo primero que me vino a la cabeza fue que me había robado la bolsa de viaje, pero inmediatamente me tranquilicé al verla pulcramente puesta en el maletero, tal como me había dicho. Acto seguido, pensé que se debería tratar de otro pasajero, muy amable por cierto, y que ya me lo encontraría en el autocar.

Justo cuando acabé de subir, el conductor me dio prisa para que ocupara mi asiento, pues íbamos a salir inmediatamente. El autocar iba lleno y no tuve tiempo de fijarme en la cara de todos los pasajeros. Sólo veía la cara de mi amiga que me hacía señales desde la quinta o sexta fila, donde teníamos nuestros asientos.

—Ya estaba sufriendo —me dijo Consuelo—. Hasta que no te he visto bajar del taxi he estado muy intranquila pensando que quizás te había pasado algo, pues no es habitual en tí llegar con el tiempo tan justo.

La Sra. Aranzazu le explicó todo lo que le había sucedido, el retraso, la carrera en taxi y el señor tan amable que le había ayudado a poner su bolsa en el maletero.

—Seguramente es otro pasajero que debe haber subido al autocar poco antes que yo. Tengo ganas de saludarle y darle las gracias por su gentileza —añadió la Sra. Aranzazu.

—¿Estás segura Zazu?, así la llamaban sus amigas. Los últimos en subir han sido esta pareja que está sentada dos filas delante de nosotras y luego ya has subido tú. Me ha parecido que no quedaba nadie en tierra, pero no me hagas mucho caso, porque como estaba preocupada por tu retraso, he estado todo el tiempo mirando por la ventana... Al igual ha subido por la puerta del medio. Cuando hagamos la parada en Burgos, tendrás oportunidad de saludarle.

El caso es que cuando hicimos la parada prevista, aquel hombre no apareció entre los pasajeros del autocar. Me pareció bastante extraño, sobre todo teniendo en cuenta lo que me había dicho mi amiga, que no había nadie fuera del autocar. Pero poco a poco, le fui quitando importancia al asunto y lo reduje a una simple anécdota. Siempre me quedaría la imagen de aquel señor, de unos cincuenta años, rostro amable y sonriente, apuesto y con una elegancia casi natural que tuvo aquella gentileza conmigo.

—¡Todavía quedan caballeros! —pensé.

Después de media hora de descanso, reemprendimos nuevamente la marcha. Iba sentada junto a la ventana, centrada en mis pensamientos, que como te puedes imaginar hija mía, todos ellos estaban relacionados con tu padre y una cierta melancolía se apoderó de mí.

Suerte de mi amiga, que al darse cuenta de mi estado, me empezó a dar conversación y se puso a hacer planes de lo que haríamos las dos en Madrid, además de ver la exposición.

El trayecto se hizo mucho más corto y entre cotilleos, chistes y recuerdos de vivencias comunes, nos plantamos en la estación de autobuses de Chamartín. Estaba lloviendo y todo indicaba que habría para rato. Cuando habíamos parado, poco antes de que abrieran las puertas del autocar, me di cuenta, que entre las personas que estaban esperando, en primera fila, estaba ese hombre. Me estaba mirando fijamente a los ojos y me sonreía. —¡Es él —me atreví a decir medio temblorosa y pasmada. —¿Qué dices? —me preguntó mi amiga al mismo tiempo que se dirigía rápidamente hacia la puerta de salida. ¡Venga, baja y coge el equipaje! ¡En momentos como éste es cuando desaparecen las cosas! Pocos instantes después, ella ya estaba bajando por las escaleras sin haber prestado atención a lo que le acababa de decir. Poco después bajé yo a tierra, con el corazón que me salía por la boca por la emoción de lo que estaba viviendo. Entonces, escuché a Consuelo que me dijo en voz alta: —Voy pasando para coger un taxi, porque con este tiempo podemos tener problemas.

Me giré y allí estaba él. Con la misma sonrisa que tenía en el momento de la salida. No llevaba paraguas y no parecía estar mojado. Se acercó y me dijo:

—No se preocupe señora, ya le llevo la bolsa.

Sin apenas tiempo para decirle nada, cogió la bolsa y me la llevó justo al lado del equipaje de mi amiga, que en aquellos momentos estaba haciendo señas a un taxi para que se acercara. Acto seguido, como por arte de magia, materialmente se fundió y desapareció de mi campo visual. ¡Si en aquel momento me pinchan, no me sacan ni una gota de sangre!

Mi amiga se giró hacia mí, quedándose sorprendida de que los equipajes estuviesen juntos, cuando yo aún no había llegado a su lado.

—Sí que te has dado prisa en traer el equipaje, con lo lenta que eres a veces. Y ¿de dónde vienes ahora? —añadió medio en broma sin darse cuenta de lo que había pasado.

Y cuando ya estábamos camino del hotel, mi amiga me preguntó:

—Oye, ¿a quién me decías que habías visto en el autocar? Perdona que no haya estado por ti, pero ya sabes que con lo de los equipajes me pongo muy nerviosa, ya he tenido un par de experiencias desagradables y no quiero que se repitan.

—Nada, nada. Una confusión. Creía que había visto a un conocido, pero no ha sido así —respondí al mismo tiempo que me preguntaba qué pensaría de mí si le contase lo que me había sucedido.

Julia permanecía callada, esperando que su madre hiciese algún comentario más sobre esta experiencia. No obstante, unos segundos después la Sra. Aranzau añadió:

—Pero esto no es todo hija mía. En cuanto volví a casa después de aquel viaje, tanto como en el siguiente, cuando una semana después vine a verte a Barcelona, un gran pájaro de colores, totalmente desconocido para mí y que no he sabido encontrar en las enciclopedias, se puso en el marco de la ventana del comedor y picoteó el vidrio.

—¿Y qué piensas de todo esto, madre? —le preguntó la hija. —Pues ahora que me lo preguntas, no lo sé. Ya te he dicho que no creo en “cosas extrañas”, pero sí te diré lo que pensé en aquel momento: “Parece que hay alguien que me quiere proteger”. No me preguntes porqué, pero eso fue lo que pensé.

Septiembre del 2006.

Señales 2.0

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