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La abuela del Turo Park

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Sandra y Mónica son, hoy en día, dos mujeres casadas y con hijos, que están en la plenitud de su vida. El relato que sigue a continuación se refiere al período de su adolescencia, hace ya más de veinte años, cuando el teléfono móvil todavía no era una herramienta fundamental de comunicación ni tampoco el correo electrónico, o los “chats”, o Facebook o el Twitter; cosa que facilitaba más el contacto físico para contarse lo que sólo puede tratarse de forma confidencial, como en el caso que nos ocupa.

Estas amigas tenían la costumbre de quedar siempre en un mismo lugar, un determinado banco del Turo Park (un pequeño parque con mucho encanto, situado en la parte alta de Barcelona) El banco estaba y sigue estando situado, justamente en la parte sur del lago, una zona bastante apartada en la que se puede hablar con tranquilidad, lejos de miradas indiscretas y de la algarabía que hacen los niños correteando y jugando en otras zonas del parque. A raíz de los hechos que a continuación narraré, nunca más volvieron a aquel rincón, silencioso y solitario.

Un martes del mes de mayo, poco después de comer, Mónica recibió una llamada de su amiga Sandra que le decía que tenía “cosas” que contarle sobre el pasado fin de semana, pero que no podía contárselas por teléfono porque sus padres estaban en casa.

—Tú ya me entiendes, ¿verdad? —le dijo Sandra a su amiga, en un tono de complicidad.

—¡Claro que sí, Sandra! —le respondió Mónica, al mismo tiempo que imaginaba de qué le gustaría hablar. Seguramente, del “último ligue” surgido en la apasionante salida a la disco.

—¿Te parece quedar mañana a las seis, después de salir del instituto, en el mismo lugar de siempre, en “nuestro banco” del Turo Park? —le propuso Sandra.

—De acuerdo, pero sé puntual, porque a las siete y media tengo que estar en el Instituto Norteamericano. Ten go examen de nivel y no puedo llegar tarde —le respondió su amiga.

Al día siguiente, hacía una tarde esplendorosa y tal como habían quedado, cuando aún faltaban un par de minutos para las seis en punto, Mónica estaba sentada en el banco, testigo silencioso de tantas confidencias. ¿Qué le habrá pasado?, se preguntaba, pues recordaba un cierto tono de excitación e inquietud en la voz de su amiga y el hecho de que no le hubiera querido adelantar nada por teléfono, le daba un cierto aire misterioso al encuentro.

Habían pasado casi diez minutos y Sandra aún no había aparecido.

—Vaya, ya empezamos como siempre. Quedamos a una hora y siempre acaba llegando tarde. ¡A ver qué excusa me pondrá hoy! —se dijo para sí misma, al tiempo que contemplaba las aguas tranquilas del lago.

—¿Te has dado cuenta qué tarde más preciosa hace? —escuchó de repente.

Mónica giró su cabeza hacia la derecha y vio que aquella pregunta se la hacía una señora muy mayor, que estaba sentada junto a ella en el banco, al mismo tiempo que una sonrisa le llenaba de luz su cara. No entendía cómo había llegado allí, ya que estaba totalmente segura que el banco estaba vacío cuando llegó y no había visto llegar a nadie. En ese momento comenzó a fijarse mejor en aquella mujer, que si bien por un lado parecía mucho mayor que su abuela, por otro, su voz y la energía que desprendía dificultaban el ponerle una edad determinada. Igual podía tener casi setenta como pasar de los ochenta largos. De cara redonda y con el pelo corto, de color gris, unos ojos vivos de color azul y con muchas arrugas al lado de los ojos, las famosas “patas de gallo” propias de personas que ríen con facilidad. El resto de la cara la tenía lisa y bien cuidada. No llevaba ningún tipo de maquillaje, pero tampoco le hacía falta, ya que su piel se veía tersa y brillante. Vestía de una forma sencilla, pero con personalidad. Una blusa de color marfil, con los dos botones superiores desabrochados, falda lisa de color marrón y una chaqueta de punto sin abrochar, que permitía ver un collar de perlas de río, que le daba un cierto aire de distinción. De pronto, recordó que se había dirigido a ella, pero no recordaba el porqué.

—¿Perdone, qué me dice señora? —le respondió Mónica. —Que si te has fijado en la tarde más maravillosa que hace —repitió aquella mujer.

—Sí, le respondió la chica. Si se mantiene este tiempo pronto podremos ir a la playa —añadió Mónica con un tono amable y jovial.

—¡Ay la juventud! ¡Qué etapa más maravillosa de la vida! Una época en la que crees que el mundo está a tu alcance, pero que muchas veces el mismo impulso y las ganas de vivir te impiden disfrutar de las cosas maravillosas que nos ofrece la vida, porque no te das cuenta de ellas. Por ejemplo, ¿te has fijado qué flores más bonitas hay en el estanque?, y ¿te has fijado que el canto de los pájaros es una exaltación al renacimiento de la vida en esta época del año?

Mónica estaba en silencio y le siguió la conversación, no sólo por educación sino porque todo aquello que le contaba la mujer le parecía interesante ya que, anteriormente, nunca le había prestado atención. Por primera vez se dio cuenta que los nenúfares estaban a punto de florecer, que un grupo de cotorras llamativas pasaban volando hacia una palmera mientras un ruiseñor soltaba su hermoso canto; escuchó como una rana croaba al mismo tiempo que unas golondrinas, las primeras que se veían ese año, volaban a ras del agua, seguramente para pillar alguna mosca o algún mosquito, y vio como el sol se reflejaba de una forma especial sobre el lago provocando una luminosidad espectacular. Contempló también, medio sorprendida, como los peces del estanque hacían extrañas piruetas, algunas de ellas saltando fuera del agua. Era como si de repente, otro mundo se abriera ante sus ojos.

—Sí que es bonito todo esto —se dijo a sí misma en una voz a medio tono.

Era como si por primera vez hubiera visitado ese lugar que teóricamente, se sabía de memoria.

De pronto, recordó que el motivo por el que estaba en aquel lugar era verse con su amiga Sandra y aún no había aparecido. Miró el reloj y se dio cuenta que eran las siete menos cuarto. ¡Había pasado casi una hora y había perdido la noción del tiempo! Tenía la sensación que no habían transcurrido ni cinco minutos desde que aquella señora se había dirigido a ella. ¿Dónde estaba su amiga?

—Dispense señora, pero la tengo que dejar. Tengo que ir a llamar a una persona y tengo el tiempo justo —le dijo Mónica a aquella mujer, que no dejaba de mirarla sonriente.

—Vete hija. Y recuerda lo que te he dicho. ¡Casi nunca nos fijamos en la cantidad de cosas hermosas que nos ofrece la vida gratuitamente!

Mónica se levantó y dio una vuelta por el parque, para ver si su amiga se había confundido y la estuviese esperando en otro banco. Como era de esperar, no la vio por ninguna parte y salió del recinto, no sin antes pasar de nuevo por delante del banco donde se habían citado y que en ese momento ya estaba vacío. Aquella señora mayor ya no estaba.

Se dirigió a una cabina de teléfono situada en el Paseo Pau Casals, para llamar y averiguar qué había sucedido.

—Diga —escuchó Mónica al otro lado del aparato, al mismo tiempo que reconocía la voz de la madre de su amiga. —¿Que se puede poner Sandra?, soy Mónica.

—¿Mónica? ¿Eres Mónica Puig? —le preguntó la madre de Sandra—. ¡Pero si mi hija me ha dicho que había quedado contigo! ¡Ya me ha vuelto a enredar de nuevo! —continuó la madre sin darle tiempo a contestar.

—¡No! espere, déjeme explicarle —le dijo Mónica—. Estése tranquila que Sandra le ha dicho la verdad. Habíamos quedado a las seis para vernos, pero el caso es que no ha llegado todavía y por eso la llamaba, no fuese que nos hubiésemos confundido de lugar y hora.

—Pues ahora aún me haces sufrir más, porque mi hija ha salido ya hace más de una hora y ya tenía que haber llegado de sobras. ¡A ver si ahora habrá sufrido un accidente! —añadió con un tono aún más enérgico y con un cierto contenido de angustia. —No se preocupe, señora Mercedes —le dijo Mónica—. Ya verá como todo ha sido fruto de una equivocación sin importancia. Dígale que la llamaré a la hora de cenar y lo aclararemos todo. Buenas tardes —dijo a la vez que colgaba el auricular cuando el aparato ya estaba a punto de tragarse la última moneda.

Tal como había convenido con la madre de Sandra, poco después de cenar, hacia las diez de la noche, Mónica llamaba nuevamente a su amiga, pero ahora estaba estirada en su cama, dispuesta a pasar un buen rato de charla. Quería aclarar la confusión de la tarde y averiguar cuál había sido el motivo por el que el encuentro no se había producido.

—¿Sí? —escuchó Mónica al mismo tiempo que reconocía la voz de su amiga.

—Hola Sandra, soy Mónica. ¿Qué te ha pasado esta tarde que no has venido?

—¡Mira tía, tienes un morro que te lo pisas! —le dijo Sandra a su amiga, con un tono de voz alto y agresivo. Mónica se quedó casi sin voz, tanto por lo que decía como por el tono que utilizaba su amiga.

—¿Cómo dices? —preguntó Mónica, con un tono más serio. —¡Que sí bonita, que tienes un morro que te lo pisas! Si no ibas a venir porque tenías que ir a hacer “posturitas” con tu “profe” de inglés para aprobar el examen, habérmelo dicho y hubiéramos quedado para otro momento. Pero el plantón que me has dado no te lo perdono y además, has tenido la cara dura de llamar a mi madre preguntando por mí —dijo como una ametralladora.

—¿Pero qué tonterías estás diciendo, guapa?, —le respondió Mónica un poco cabreada por el tono de voz de su amiga—. Yo llegué puntual y hasta las siete menos cuarto no me moví del lugar. Es más, estuve charlando todo el rato con una viejecita que estaba sentada en el mismo banco sobre diversos aspectos del parque y del lago.

—Espera, Mónica, para el carro que no sé de que me estás hablando. ¿Dices que estuviste hablando con una vieja sentada en el banco? Es lo mismo que estuve haciendo yo. Reconozco que llegué diez minutos tarde, pero cuando llegué, tú aún no habías llegado. Me senté y estuve casi una hora charlando con una anciana sobre las mismas cosas que tú. Me fui poco antes de las siete viendo que no venías. Por cierto, de muy mal humor por tu poca palabra.

—Vamos a ver. ¿Me quieres hacer creer que estuvistes en el mismo lugar que yo y también estuvistes hablando con una vieja de las mismas cosas que yo? ¿Qué te estás burlando de mí? —le respondió Mónica, ahora sí con un tono enojado e igualmente agresivo.

—No te quiero hacer creer nada, es así. No tengo porque decirte otra cosa. Como te he dicho, yo llegué diez minutos después de las seis y en el banco, donde siempre hemos quedado, no había nadie. Me senté y aún no habían pasado ni un par de minutos cuando me di cuenta que, sin saber de dónde había salido, había una señora muy mayor en el banco, muy simpática por cierto, con la que estuve charlando casi una hora, más o menos sobre los mismos temas que tú me dices.

Durante los tres minutos siguientes Sandra y Mónica se hicieron preguntas, mutuamente, sobre aquella mujer con la que habían hablado casi una hora y sobre lo que habían hablado, coincidiendo en todo. Se produjo un silencio sepulcral entre las dos chicas que se podía cortar con un cuchillo y que duró un eterno minuto.

—¿Sandra? —preguntó Mónica, al sentir que aquel angustioso silencio le hacía erizar los pelos de la nuca—. ¿Estás aquí? —añadió.

—Sí —respondió Sandra, con un tono de voz entre gélido y tembloroso.

—Mónica —continuó Sandra—, ¿me juras por lo más sagrado para tí, que no me estás engañando? ¿Estás segura de que fuiste al mismo banco de siempre? ¿No estarás confundida?

—Eso mismo quería preguntarte yo a ti. Mira, esto tiene muy mala pinta. Te propongo una cosa: volveremos a hacer una descripción, pero por escrito, lo más exacta posible, de aquella señora y de todas las cosas que hablamos. Mañana a las seis quedamos nuevamente en el mismo banco y nos intercambiamos los papeles. Si coincidimos, es que algo extraño nos ha pasado, pero si no coincidimos, eso querrá decir que una de las dos miente, con lo que...

—De acuerdo —le respondió Sandra con decisión—. Mañana nos vemos a las seis y aclaramos lo que pasó.

Al día siguiente, puntuales como un clavo, las dos estaban en el mismo banco donde deberían haberse encontrado el día anterior. Se intercambiaron los escritos donde habían hecho la descripción de la vieja con la que habían estado en ese mismo lugar, justamente veinticuatro horas antes. Los dos escritos coincidieron punto por punto. También coincidió la temática de la que habían hablado con pequeñas, pero lógicas diferencias. La esencia era la misma: la vida ofrece muchas cosas bonitas, que no nos cuestan nada, para poder disfrutar de ellas.

No entendieron nunca lo que había sucedido. Mónica y Sandra habían estado en el mismo lugar a la misma hora y habían estado charlando del mismo tema con la misma persona, pero ¡no se habían visto! Se abrazaron emocionadas. Primero, por haber superado el peligro de romper su amistad y segundo, porque se sintieron protagonistas de una vivencia insólita e irrepetible.

Una vez se calmaron, después de tanta emoción, la alegría propia de su edad presidió la conversación. Eso sí, decidieron que nunca más quedarían en aquel lugar, ni volverían a pasar por allí. A partir de aquella experiencia acordaron que sería mejor citarse en un bar, como hace casi todo el mundo, por ejemplo en la cafetería La Oca (hoy ya desaparecida) de la bulliciosa plaza Francesc Macià, a sólo quinientos metros de aquel lugar.

Tampoco le quisieron buscar una explicación lógica, porque no la había; más bien lo quisieron olvidar rápidamente. No ha sido hasta ahora, cuando Sandra ha leído una historia similar en un libro cuyo título es ‘Señales’, la que hablaba de una viejecita que se apareció a una pareja cuando caminaban deprisa por una solitaria calle de Madrid, cuando ha recordado a la abuela del Turo Park y ha dado crédito a lo que había vivido, hace ya muchos años.

¡Caramba con las viejecitas que aparecen y desaparecen cuando quieren!

Abril del 2006.

Señales 2.0

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