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Despedida desde el autobús

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Hace más de cuatro años que sucedió y parece que sólo hayan pasado diez minutos ¡Está tan vivo el recuerdo que guardo en la memoria!

Me llamo Sonia, tengo 25 años recién cumplidos y estoy estudiando el último curso de “telecos” en la UPC de Barcelona. Soy natural de una capital de comarca, localidad que está bastante lejos del lugar donde estudio, lo que me obliga a compartir piso con cuatro personas más, dos chicos y dos chicas, todos ellos compañeros de universidad, aunque de facultades diferentes.

Teóricamente, los fines de semana y en vacaciones vuelvo a mi casa. Digo teóricamente, porque esta situación de alejamiento temporal de casa de mis padres me está ayudando a emanciparme de ellos. La mayoría de fines de semana “paso” de ir a verles, unas veces porque tengo que trabajar y otras, porque me lo monto con mis colegas y nos vamos de marcha. Las lamentables condiciones en que me encuentro después de estas juergas me hacen estar impresentable ante mis padres que, al ser de otra generación, aunque tolerante y liberal, no acaban de entender la forma que tenemos de divertirnos los jóvenes de hoy en día. No quiero ser una excesiva carga económica, así que trabajo en un restaurante de comida rápida. Hago turnos, cosa que representa que uno de cada cuatro fines de semana tengo que ir a trabajar. Además, la causa de este distanciamiento es que mi abuelo, con el que habíamos vivido siempre juntos y al que estaba muy unida sentimentalmente, murió hace unos tres años y medio; a finales de mayo del 2002.

Mi abuelo tenía la costumbre de salir a pasear por el campo cada día, lloviese o no, a primera hora de la mañana, justo después de amanecer y antes de hacer la primera comida del día.

—Me gusta ver y vivir cómo se despierta el campo —me decía cuando yo le preguntaba de dónde venía con los ojos aún llenos de legañas, tras levantarme de la cama.

—Los que viven en ciudades nunca podrán disfrutar de este regalo que nos da la naturaleza —solía añadir antes de que yo le contestara.

En aquella época yo no podía apreciar el alcance de sus palabras. Ahora ya me estoy acostumbrando a ser una “urbanita” más y entiendo lo que me quería decir.

Recuerdo que cuando todavía era una niña, que no tenía más de siete u ocho años, paseábamos juntos las tardes de verano, cuando las golondrinas vuelan acrobáticamente por los campos y su susurro acompaña la despedida del sol.

—Ahora es la hora que el campo se va a dormir y todos se despiden hasta mañana —me decía muchas veces mientras me levantaba con sus poderosos brazos alimentando mi fantasiosa mente infantil.

Después, una vez volvíamos a casa y hasta la hora de cenar, él me contaba mil y una historias, algunas de ellas reales y otras quizás no tanto, de cuando era joven y trabajaba la tierra de sol a sol, sin los recursos técnicos actuales.

De mayor, en mi pubertad, se convirtió en mi paño de lágrimas. Me consolaba en los primeros fracasos que me daba la vida: los fiascos de amores fallidos, las broncas con mis padres, los desengaños con las amigas,... Sin embargo, nunca se saltó la autoridad de mis padres, aunque no estuviera de acuerdo en la forma que tenían de ejercerla.

La primavera de aquel maldito año fue muy extraña. Días de calor propios de la canícula del verano, eran seguidos por días fríos más propios del mes de febrero. El caso es que a principios de mayo, durante uno de sus acostumbrados paseos, al atravesar un arroyo, por donde pasaba siempre, ya fuera debido a la humedad de las piedras o que sencillamente puso mal el pie, resbaló y además del correspondiente golpe, cayó al agua, quedando totalmente empapado como si se hubiera tirado vestido a una piscina. No tardó mucho en regresar a casa. Explicó a mis padres lo que le había sucedido, como si fuera una anécdota divertida y recibió la consiguiente bronca por parte de mi madre:

—Ya es bastante mayorcito ¿no?... ¡A ver si escarmentamos de una vez! Sáquese inmediatamente la ropa y antes de vestirse de nuevo, pase por la ducha y estése un buen rato bajo el agua caliente. No sea que se nos haya constipado, que con este tiempo y su edad, hemos de tener mucho cuidado.

Mi abuelo, por lo que me explicaron después, se fue en silencio a su habitación con el rabo entre las piernas, igual que un niño pequeño al que le acaban de reñir y lo dejan castigado sin postre.

A pesar de que se quitó la ropa rápidamente y se dio la ducha que le dijo mi madre, no habían pasado ni diez minutos cuando empezaron los estornudos y pasadas un par de horas, apareció la fiebre que fue aumentando hasta llegar a casi cuarenta grados.

Avisaron al médico de la familia de toda la vida, que enseguida se presentó y dio un diagnóstico demoledor: lo que era un sencillo resfriado se había convertido en una neumonía. Todo fue en vano, a pesar de todos los esfuerzos del doctor, que desde el primer momento fue consciente de la gravedad de la situación. Aquella neumonía pasó a ser una insuficiencia cardiorespiratoria que lo mató a las tres semanas justas del accidente, con los pulmones encharcados de agua.

En aquella época yo me encontraba en plena fase de exámenes de fin de curso y mis padres creyeron que lo mejor era no decirme nada de la enfermedad de mi abuelo, para no distraer mi concentración y sobre todo, para ahorrarme el sufrimiento, pues eran conscientes del especial vínculo que me unía a él. Estaban seguros de que lo hubiera plantado todo para estar a su lado. Cabe añadir que, por primera vez, me quedé tres fines de semana seguidos sin subir a casa y sin apenas llamar. Quería aprovechar el tiempo al máximo, para asegurarme que superaría con éxito el primer curso de mi incipiente carrera universitaria. El éxito acompañó al esfuerzo, pero pagué un precio del que fui consciente después, ante el cadáver de mi querido abuelo: ¡No me había podido despedir de él, ni él de mí! ¡Nunca me lo perdonaría ni se lo perdonaría a mis padres!

La misma noche del último examen, un jueves, recibí la llamada de mi madre en la que, además de preguntarme cómo me habían ido los exámenes me comunicaba el estado de mi abuelo.

—Está muy grave —me dijo cuando yo, medio llorando, le pregunté por su estado. La realidad era que en aquellos momentos la rigidez de la muerte había invadido su cuerpo.

No fue hasta el día siguiente, a media mañana, que pude volver a casa, gracias a un compañero de piso que se brindó a llevarme en su coche. Aún tenía la esperanza de encontrarlo con vida, ya que sentía la imperiosa necesidad de darle el último beso, decirle que lo quería muchísimo y devolverle todo el amor que él me había dado a mí.

Cuando finalmente lo pude ver, los de la funeraria ya lo habían preparado para la última ceremonia. Había tenido la suerte de morir en su casa y no en el hospital. Sentí una profunda tristeza y lo único que fui capaz de hacer fue llorar desconsoladamente. No aceptaba las explicaciones que me daban mis padres y tampoco las motivaciones por las que me habían escondido los hechos hasta el último instante. Sencillamente no habían querido interrumpir mi actividad académica.

—Y si su muerte se hubiera producido hace diez días, ¿lo habríais enterrado sin decirme nada? ¿Sabéis lo que representa para mí el no haberme podido despedir de él en vida?

No respondieron. Un abismo gigantesco me separó de mis padres al mismo tiempo que una profunda amargura se instaló dentro de mí de tal forma, que casi no recuerdo como pasaron esos meses. Sólo un pensamiento presidía mi mente: el amor que sentía por él y la tristeza que sentía por no haberle dado un último beso en vida. Siempre había creído que los vínculos del amor entre los seres humanos se mantienen más allá de nuestra realidad física. No me preguntéis, lo intuía y ya está. Pero ahora sé que es real debido a lo que a continuación relataré.

No fue hasta finales del primer trimestre del curso siguiente, o sea a mitad del mes de diciembre, que, como cada día al salir de clase, cogí el autobús de la línea 7. Lo cogía al principio de su recorrido, muy cerca de la facultad, hasta la calle Balmes esquina Diputación, donde estaba mi piso. Ese día en cuestión, iba más vacío de lo habitual, pues si no recuerdo mal, había fútbol en la tele. Como casi cada día, me acompañaba Eva, una compañera de clase que bajaba dos paradas antes que la mía.

La mayor parte del trayecto lo hacíamos en silencio, ella con sus auriculares puestos escuchando música y yo absorta en mis pensamientos. Esta circunstancia me permitía fijarme bien en la fisonomía de los otros pasajeros. Me había aficionado mucho a contemplar, discretamente, las caras de las personas e imaginarme qué estaban pensando, cuál sería su vida, qué problemas tenían o cuáles eran sus ilusiones y esperanzas. Bueno, hacía un poco la cotilla. La verdad es que en más de una ocasión, capté cosas no muy agradables y otras veces, simplemente me dejaba llevar por mis propias fantasías.

Fue en la parada del Boulevard de Pedralbes, junto a “El Corte Inglés” de María Cristina, cuando vi que subía un señor mayor, con los cabellos muy blancos y bien peinados. Vestía americana de pana de color gris marengo, pantalones grises, chaleco de punto, camisa y corbata. El corazón se me aceleró porque iba vestido igual que mi abuelo, tenía la misma mata de pelo blanco e iba peinado de la misma manera. No le podía ver del todo bien la cara, ya que otro señor situado delante suyo me la tapaba parcialmente. Yo estaba sentada justo en el asiento que está al lado de la puerta de salida del autobús, por lo que la escena de la entrada me quedaba un poco lejos, pero la controlaba perfectamente ya que como he dicho, el autobús iba casi vacío. Se sentó en el asiento que está, justamente, al lado de la articulación móvil que une los dos vagones del autobús, al otro lado del corredor. Se dedicó a mirar por la ventana todo el rato y yo sólo le podía ver, parcialmente, el perfil.

Desde un primer momento no le saqué el ojo de encima. ¡Me recordaba tantísimo a mi abuelo! Incluso estuve tentada en levantarme y preguntarle su nombre, no fuera que se tratara de algún familiar lejano, que yo no conociera, ya que con su familia, sobre todo la materna, apenas había habido relación a causa de la guerra civil y, sobre todo, de la posguerra. Habían luchado en bandos contrarios y nunca habían terminado de hacer las paces. En seguida rechacé la idea por incongruente, pues si mi abuelo cuando murió ya superaba de largo los ochenta años, ¿qué edad debería tener un pariente suyo de la rama materna…?

Sea como sea, tenía la mirada clavada en aquel hombre, estaba hipnotizada. Cuanto más lo contemplaba más veía en él a mi abuelo, tal como era cuando yo era pequeña. Tal era mi atención puesta sobre él, que incluso mi compañera de viaje se fijó en él y me preguntó qué era lo que me pasaba.

—Nada, cosas mías —le respondí para no perder tiempo en explicaciones que en aquel momento no venían a cuento.

De pronto, aquel hombre percibió que le estaba mirando, giró la cabeza, lentamente, y me miró fijamente a los ojos, aguantándome la mirada mientras me hacía una media sonrisa; la misma que me hacía el abuelo, cuando de lejos, le contemplaba al acercarme a él. Evidentemente no se trataba de mi abuelo, pero su cara, o mejor dicho, su semejanza global era idéntica. Aquella extraña situación se me hizo eterna, pero no pasó tanto tiempo, ya que en aquellos momentos, el autobús dejaba la Diagonal para coger la calle Balmes.

Entonces el hombre se levantó hacia la puerta de salida y sin quitarme la mirada de encima ni perder la sonrisa se acercó hacia donde yo estaba. Faltaba poco para llegar a la parada. Yo tenía el corazón desbocado y de un momento a otro, imaginariamente, me saldría por la boca. No sabía que hacer. Tenía la situación totalmente descontrolada y me sentía paralizada. ¿Por qué? No lo sé. Lo que sí recuerdo perfectamente, es lo que me dijo:

—Estate tranquila. Me encuentro muy bien, como no me he encontrado nunca. Siempre recordarás este momento. ¡Adiós! Y sin tener tiempo para decirle nada, el autobús paró y el hombre bajó tranquilamente, dirigiéndose hacia la Diagonal. Fue el único pasajero que bajó en esa parada. Inmediatamente después de que abandonara mi campo visual, giré la cabeza y miré por la ventana con la intención de verlo por última vez, pero no lo conseguí. No había nadie por la calle, por más que miré en todas direcciones... ¡Había desaparecido como si se hubiera evaporado en el aire!

Mi compañera de viaje se giró hacia mí y me preguntó:

—¿De qué conoces a este señor? ¿Qué te ha dicho? —No, no le conozco de nada. No le he entendido muy bien. Seguramente me ha confundido con otra persona —le respondí para zanjar el tema. Mi interior hervía como un volcán.

Por más que lo he intentado, no he podido (o no he querido, para decirlo claro) encontrar explicaciones lógicas a esa vivencia. ¿Fue real o fue fruto de mi desbordante imaginación? Lo que vale es lo que oí y lo que significó para mí, pues fue una plasmación, como decía más arriba, que los vínculos con los seres queridos se mantienen y traspasan la realidad física ordinaria.

Enero del 2006.

Señales 2.0

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