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La abuela invisible

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Nunca hubiera creído que la frase de Saint Exupery: “Lo invisible es lo esencial”, tuviera un significado tan real, a raíz de una extraña situación que viví con un buen amigo, Enric. Por poco no acabamos mal debido a una simple foto familiar.

La amistad con Enric viene de los lejanos días de la infancia: compartimos escuela durante muchos años hasta el momento en que él se decantó por el BUP y yo por la Formación Profesional. Después, volvimos a compartir las fatigas del Servicio Militar como soldados de reemplazo, dos años antes de que la incorporación al Ejército dejara de ser obligatoria. Fue en este período cuando nuestra relación se convirtió en una auténtica amistad, por la cantidad de ratos buenos (pocos) y los de muy malos (muchos), que compartimos a lo largo de quince meses que estuvimos juntos en el C.I.R. nº 14 de Palma de Mallorca. Una vez “licenciados”, yo fui el primero en casarme, tres años después de recuperar mi condición de ciudadano de este país. Invité a mi amigo a la ceremonia, que en aquellas fechas aún estaba libre de cualquier compromiso y no parecía haber ningún indicio de que la situación cambiase; todo lo contrario, estaba muy contento porque esta situación le permitía “volar” y hacer lo que realmente quería, sin ataduras de ningún tipo. Aunque no venga al caso, sólo tengo que añadir que al cabo de un año ya le habían recortado las alas y éramos nosotros los testigos de su nuevo estado. Un estado aparentemente feliz ya que era obligado por las circunstancias, al no haber sido muy previsor en sus aventuras íntimas y su novia estaba de tres meses de embarazo el día de la boda.

Ya fuera por el cambio de mi circunstancia personal o porque nuestras orientaciones profesionales se habían ido encarrilando en direcciones muy diferentes —él, como economista de un importante gabinete de asesoramiento fiscal y yo como técnico en electrónica—, nuestra relación se fue distanciando. Disminuyó la frecuencia de vernos y de salir de marcha. Sin embargo, dos o tres veces al año, siempre quedábamos una tarde para charlar y para ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas. Fue en la última ocasión en que nos vimos, cuando él, la mar de contento, me enseñó una foto:

—Mira Toni, te quiero enseñar la foto de la que ha conseguido poner el primer eslabón de la cadena con la que muy gustosamente voy a perder mi actual situación de libertad provisional. Se llama Sonia, tiene veintitrés años, acaba de licenciarse como abogada y acaba de incorporarse al departamento jurídico del gabinete donde trabajo. Al mismo tiempo que me decía esto, me enseñaba una foto donde aparecían ellos dos, que había sido hecha en un día de excursión al campo.

—¡Ostras zorro, todos los ladrones tienen suerte! —le dije al ver que se trataba de una chica muy atractiva y que, por lo que se desprendía de la foto, también era muy simpática y todo apuntaba a que entre ellos dos había auténtica química, tanto por la manera en que se cogían, como por la forma en que ella lo miraba según aquella instantánea.

—Bueno, no hay que exagerar tanto. Tú tampoco te puedes quejar de nada con tu Irene —al mismo tiempo que me decía esto, hizo el gesto para volver a tomar la foto. Entonces es cuando yo le pregunté:

—¿Quién es esa señora mayor que está a tu lado, vestida de una forma propia del tiempo de nuestros abuelos?

Enric cogió rápidamente la foto, se la miró y al cabo de unos segundos respondió con un tono más serio:

—¿Te haces el gracioso o qué? ¿A qué vieja te refieres capullo? —me dijo en tono burlesco.

—Perdona Enric, pero me parece que no nos entendemos. Quiero decir esta señora que te está mirando, detrás tuyo, a tu derecha, al otro lado de donde está tu chica, a la que tienes cogida con tu brazo izquierdo. Me parece que me explico alto y claro, ¿no?

—Oye tío, ¿qué te enrollas, me lo quieres explicar? No tiene ninguna gracia lo que dices. ¿Se puede saber qué vieja estás viendo? ¿Qué te has metido un par de carajillos por la vena antes de vernos? ¿Se puede saber cómo es esta vieja que te estás imaginando? —me dijo con un tono burlesco y sarcástico que presagiaba, por momentos, que nuestra conversación podía acabar como el rosario de la aurora.

La verdad es que yo no entendía nada, ni mucho menos aquella actitud suya de negarse a hablar de esa tercera persona que aparecía nítidamente a su lado.

—Mira, si te quieres hacer el gracioso me parece cojonudo, pero que además me quieras tomar el pelo o hacerme pasar por idiota, eso no me gusta nada. ¡Tú sabrás por qué no te gusta que haya salido en la foto! ¡Si era la “carabina”, pues mala suerte! Otro día os vais los dos solitos y santas pascuas —le contesté en un tono duro y decidido. Él, se me quedó mirando fijamente.

—¿Quieres hacer el favor de describirme cómo es esa vieja que sólo ven tus ojos? —me preguntó en un tono más agresivo, que me molestó mucho.

—Me refiero a esta mujer, de unos setenta u ochenta años, de cara redonda, un poco gordita y sin muchas arrugas, con el pelo blanco recogido que, seguramente, lleva un moño detrás de la cabeza, que lleva unos pendientes que parecen unas perlas gruesas de color negro y lleva un traje oscuro, estampado, de una sola pieza, con cuello blanco y con una cinta de la misma ropa. Está derecha, con las manos recogidas, una sobre la otra, te está mirando con una actitud que no denota ni alegría ni tristeza, pero tiene una media sonrisa dibujada en la cara. ¿Te basta con esta descripción? —le respondí en tono desafiante.

—Mira, me respondió Enric, si no fuera porque eres mi amigo te diría que te fueras a hacer puñetas, pero como lo eres, sólo te diré que “te lo hagas mirar”. Al mismo tiempo que me decía esto, metió la maldita foto en su cartera y añadió:

—Bueno, es mejor que lo dejemos aquí. Ya no tengo más tiempo para perderlo en tonterías como ésta. Cuando hayas ido al oculista, llámame y ya quedaremos otro día. ¡Adiós!

Mientras se giraba de espaldas y se iba, con paso rápido, me quedé de una pieza. ¿Qué mosca le había picado para mantener esa actitud y negar la evidencia de la vieja de la foto? Bueno, —me respondí— algún día me lo explicará y sino, como decimos los catalanes: ‘bon vent i barca nova’1. ¡Sólo me faltaba esto, que me tomara por loco o por idiota!

Pasaron unas tres semanas y ese asunto, casi kafquiano, fue quedando relegado a un rincón de mi memoria donde, acto seguido, pasaba a ocupar el cajón del olvido cuando una tarde recibí una llamada. Descolgué el aparato, y antes de poder decir el habitual “Dígame”, oí desde el otro lado del auricular:

—¿Toni? —Era un tono de voz que me parecía muy familiar, pero por el nerviosismo y la impaciencia que denotaba, en aquellos momentos no acababa de ubicarme. —¿Sí, quién eres? —pregunté.

—Soy Enric y en primer lugar quiero pedirte disculpas si el otro día quizás utilicé un tono un poco inadecuado. ¿Nos podríamos ver mañana por la tarde en el Zurich de la Plaza Cataluña? Es muy importante y está relacionado con nuestra última reunión. ¿Te va bien a las 7 de la tarde?

—De acuerdo Enric, mañana a las siete en el Zurich. ¿Me puedes anticipar algo? ¿Te ha ocurrido algo grave? Es que me dejas muy intrigado.

—Ahora no puedo decirte nada, porque estoy a punto de entrar en una reunión importante. Pero estate tranquilo. ¡Hasta mañana!

La verdad es que esa llamada aún me dejó más perplejo que la última vez que nos vimos y que realmente casi acaba con nuestra amistad. Estuve recordando su tono de voz por si podía deducir algo más y sólo recordaba que no tenía nada que ver con el utilizado el día de la foto. Más bien escondía algo de ansiedad, como si en nuestro próximo encuentro pudiera aclarar algo que le estaba inquietando. No quise hacer más elucubraciones y volví hacia mi aparato de música que acababa de pararse tras poner un CD recopilatorio de Luis Eduardo Aute.

Justo cuando marcaban las siete en el reloj del que había sido la sede del Banco Central de la Plaza Cataluña y ahora está ocupado por unos grandes almacenes, llegaba a la cafetería Zurich. Enric había sido más puntual que yo y estaba sentado en una mesa junto a la pared. Llevaba unas gafas oscuras y tan pronto se dio cuenta de mi presencia, se levantó de la silla, se quitó las gafas con la mano izquierda y levantó la derecha para hacerme saber dónde se encontraba; al mismo tiempo, me hacía una sonrisa, medio forzada, medio sincera, de oreja a oreja.

—¡Hola Toni! —me dijo al mismo tiempo que nos dábamos un fuerte apretón de manos—. Te agradezco que hayas venido. La verdad es que no las tengo todas conmigo, sobre todo desde nuestro último encuentro en el que me mostré demasiado duro y sarcástico contigo.

—Bueno, no tiene importancia. Un mal día lo tiene todo el mundo —le respondí para suavizar la tensión del momento—. La verdad es que no le di más importancia —añadí mintiendo y utilizando una falsa seguridad que se veía a leguas—. Tú dirás, cuál es la urgencia. Me llamas y me dices que es muy importante que nos veamos y que está relacionado con nuestro encuentro… Espera, déjame que pida una cerveza, porque con este calor estoy sediento.

Una vez el camarero me trajo la birra y habiendo dado un primer trago largo para intentar matar la angustia que llevaba en la garganta, me quedé mirando a mi amigo a la espera que me desvelara lo que ya me estaba empezando a intrigar demasiado. —¡Tú dirás, soy todo oídos!

—Verás Toni, la última vez que nos vimos te enseñé una fotografía donde aparecía con Sonia, mi novia. Era una foto que nos habíamos hecho un mes antes, en ocasión de una excursión hecha a Camprodón. No la he vuelto a traer porque me da “yuyu” por el motivo que a continuación te explicaré y que es el motivo que nos hayamos encontrado, por mi parte, con cierta urgencia. El hecho es que esa misma noche, cuando encontré a Sonia, le comenté con tono jocoso y burlesco nuestro encuentro y, la verdad sea dicha, le mostré la fotografía que ya conocía y hice un poco de coña respecto a que según tú, se veía una vieja, a mi lado derecho, detrás de mí. Espera y déjame terminar todo lo que tengo que decir —añadió al ver mi intención de querer interrumpirle—. El caso es que Sonia, que es muy fantasiosa y cree en cosas extrañas, me advirtió muy seria, que a veces estas cosas pasan con las fotografías y que no tenía porque dudar de lo que habías visto, a pesar de que ni ella ni yo la pudiésemos ver. Viendo el tono que tomaba la conversación y como no me quería enfadar con ella lo dejé correr y escogimos una peli para ir al cine después de cenar. Aunque fui dejando el tema de lado, no me pude sacar de la cabeza ni tu seguridad ni la descripción de la presunta vieja que habías visto detrás de mí en esa maldita foto. El caso es que el domingo pasado fuimos a comer a casa de mi madre y no sé cómo, pero el hecho es que salió el tema de la foto y de la vieja que sólo veían tus ojos. No sé por qué, pero me acordaba muy claramente de la descripción que me hiciste de aquella señora mayor. Mi madre me escuchó en silencio y una vez terminé con mi descripción me dijo:

—Enric, ¿tú te acuerdas de tu abuela Rosario? Era mi madre y murió justo cuando acababas de cumplir los tres años.

—La verdad es que no mamá. ¿Y qué tiene que ver esto con la foto de las narices? —le respondí yo.

—Bueno hijo mío, es que por la descripción que me haces se parece mucho a tu abuela. ¿Tú crees que si le enseñaras a tu amigo una foto suya la podría reconocer? —me contestó ella.

—Mira mamá —le dije en un tono seco—. ¿Me estás diciendo que tú también crees en esta tontería de la vieja de la foto y que además se trata de mi abuela, que por cierto ni me acuerdo de ella?

Mi madre se limitó a levantarse de la mesa y fue a su dormitorio de donde volvió, pasados unos diez minutos, con una foto que, según me dijo, era la última que le hizo unos cinco años antes de morir (dos o tres antes de que yo viniera a este mundo). Era una foto en blanco y negro y se veía a una señora mayor, de buena presencia y que coincidía mucho con la de tu descripción. El hecho es que la llevo encima y es el motivo de nuestro encuentro. ¿Te importaría darle un vistazo y decirme si se parece o no a la que tú veías en la foto? La verdad es que no entiendo nada ni tengo nada a perder, pero no quisiera que un hecho aparentemente inexplicable llevara a pique nuestra amistad. Te vuelvo a pedir disculpas por mi comportamiento del otro día y, si no te importa, ahora te enseño la foto.

En un primer momento mostré una cierta perplejidad por la irrealidad del tema y de la situación, ya que tampoco soy muy crédulo con cosas que desafían nuestro mundo lógico y racional, pero la verdad es que a raíz de la vivencia de esa foto, en que sólo yo veía nítidamente a una señora mayor detrás de mi amigo, ya no sabía que pensar.

—Si tiene que servir para acabar con malentendidos y con una situación cada vez más surrealista, adelante: ¡Enséñamela y salgamos de dudas de una vez por todas!

Enric no se hizo de rogar y en un abrir y cerrar de ojos tenía la foto de la misteriosa dama en mis manos. En un primer momento no vi nada especial. Era la típica foto de un matrimonio adulto, en blanco y negro, hecha en casa del retratista, típica de finales de los años sesenta o comienzos de los setenta. Los dos estaban de pie y ella le tomaba el brazo derecho a él. Estaban los dos sonrientes (él más que ella) y mirando hacia delante, pero no directamente a la máquina de fotografiar. Él iba mejor vestido, con un traje de americana y pantalón propios de las ocasiones importantes. Ella también llevaba traje de falda y chaqueta, con el pelo recogido, seguramente con un moño y llevaba unos pendientes tipo perla Majorica que destacaban en aquella cara redonda.

Enric estaba en silencio, observando el gesto de mi cara, mientras yo hacía mi “trabajo” analizando esa foto. A medida que pasaban los segundos notaba su creciente inquietud. A medida que me iba fijando más, más “recordaba” la imagen que vi nítidamente en la foto de la discordia. Me concentré en la cara y después de un larguísimo minuto, finalmente, le dije:

—Amigo mío, en un tema tan rocambolesco como éste sé que no se puede estar del todo seguro, sobre todo cuando, aparentemente, sólo yo soy el que ve la imagen de una mujer que los demás no ven, pero estoy casi seguro que se trata de la misma persona. La que sale en esta foto que me enseñas, por eso, es un poco más joven que la que veía en la otra. Lo que me ha hecho decidir que se trata de la misma persona es, en primer lugar, la forma de la cara y el peinado y en segundo lugar, la mirada y la media sonrisa de su expresión que son casi idénticas a las de la otra foto. En cuanto al resto, como el vestido, la verdad es que no lo recuerdo. En definitiva, amigo Enric, estoy cada vez más convencido de que se trata de la misma persona. ¿Tienes suficiente con esto? Te has quedado medio jodido, pero yo también, porque ninguno de los dos creemos más allá de lo que vemos o percibimos por los sentidos o justificamos por la razón. ¿Y ahora qué? ¿Qué sacas de todo esto, si se puede saber?

—Pues algo tendremos que replantearnos. Al menos yo, porque ahora entiendo a mi madre cuando me comunicó lo que había dicho mi abuela poco antes de morir: “Me sabe muy mal morirme antes de tiempo y no poder ver crecer a mi nieto para protegerlo hasta el día que sea un hombre hecho y derecho”.

Agosto del 2003.

1 ¡Buen viaje!

Señales 2.0

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