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4 Adverbios
ОглавлениеMORITZ SCHLICK
Número de Registro: AC-68-15
Quiere que sea la novela perfecta.
Por eso ha tardado tanto en escribirla. Toda una vida ha tardado en escribirla. Hoy ha puesto la última coma y le ha dado a imprimir. Se ha bebido una cocacola mientras iban saliendo los folios unos encima de otros. Ha aplastado el bote del refresco hasta rajar la hojalata y la impresora seguía escupiendo papel. Ha tenido que cambiar el cartucho de tinta y el mazo de folios para que las páginas continuaran amontonándose. Finalmente, allí estaba su novela, tan voluminosa que cuando la ha levantado en el aire a punto ha estado de salir volando y desperdigarse como en aquella película de Woody Allen en la que al escritor se le cae al agua la única copia, página por página.
Quiere que sea perfecta, pero no quiere leer ni una sola palabra más de su novela. La reescritura del borrador ha sido dolorosa y sabe que si ahora la lee volverá a cambiarla. Probablemente deshaga algunos de los últimos cambios que luego rehará en otra relectura y así sucesivamente. Eso supondrá volver a darle a imprimir y beber una cocacola y rajar la lata y cambiar el cartucho y el mazo de folios.
Escribir es lo único que sabe hacer, aunque le duela. Escribir le ha dejado sin amigos porque se ven reflejados en sus relatos y no se gustan. Las mujeres que se acostaron con él no quieren que se vean sus rarezas, y todas las tienen. No les gusta identificarse en las partes más oscuras del relato, aunque lo hacen y siempre aciertan. Hasta ahora ninguna se ha equivocado. Y eso que no da nombres a sus personajes. Los hombres que le contaron con quién se acostaron también se enfadan porque no quieren que sus mujeres los descubran, aunque lo hacen y siempre aciertan. Lo insultan y amenazan como en aquella película de Woody Allen en la que su cuñada blande un revólver contra el escritor por haber contado que se la comió delante de su abuela ciega.
Al menos le queda un amigo, el único ahora, al que le da igual si cuenta algo sobre él; el único que le anima a que siga escribiendo aun con el dolor que le provoca. Es un hombre de mundo, que se acuerda de él y le escribe y le cuenta sus historias de asesinos y nunca lo hace desde la misma ciudad.
Escribir le duele porque las ideas vuelan de su cabeza como los folios de la película si no las plasma pronto sobre el papel. Si le surge una idea, puede dejarte con la palabra en la boca y marcharse corriendo a sentarse junto al ordenador, la cocacola de lata y el cartucho de repuesto. A menudo cuando le hablas está ausente y contesta con adverbios que no encajan en la conversación. Le dices: «Cuántas horas tardas en coche hasta allí». Y él te responde: «Sí». Le dices: «Te vas a acabar el cruasán». Y él te contesta: «Más». Le dices: «Estás escribiendo algo ahora». Y él te replica: «Bien». Luego echa a correr junto a su ordenador y cocacola y cartuchos.
Escribir le duele aunque es lo único que sabe hacer. Está obsesionado con que le plagien como en aquella película de Woody Allen en la que el escritor le plagia una novela al amigo que cree muerto y resulta que solo está en coma. Por eso cada vez que termina un relato, y es capaz de hacerlo a diario, se apresura en ir al registro de la propiedad intelectual y espera allí en la puerta a que abran a primera hora de la mañana. Y el funcionario lo ve y suspira y le dice que por qué no junta varios relatos y los lleva agrupados y así no tiene que ir todos los días. Y él le contesta que, claro, así le dará tiempo a alguien a robarle las ideas. Y eso es lo que le responde cuando no está concentrado en un nuevo relato y simplemente le dice «mucho» o «todavía» o cualquier otro adverbio y se marcha corriendo a escribir a su casa. Y el funcionario piensa que está loco.
Pero ahora no son relatos, ahora está escribiendo una novela, la primera, y quiere que sea perfecta, por eso ha tardado una vida en escribirla. Y le ha enviado el primer borrador a su amigo, el único del que se fía, el que viaja por el mundo y le cuenta historias y no le importa que se sepan. Porque los otros, si no quieren que se sepan, ¿para qué se las cuentan? Y si ellas no quieren que se sepa que se han acostado con él, ¿para qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene hacer nada que no se pueda contar después? Y si las amigas de ellas son capaces de identificar lo que han hecho en la cama, tal vez sea porque ellas mismas se lo han contado. Así que ellas sí pueden decírselo a una amiga, pero él no puede escribirlo. Además, ¿de qué quieren que escriba? ¿Hay alguien que escriba que no lo haga sobre su vida? ¿Hay alguien que sea capaz de hacer tabla rasa y escribir como si no viviera en este mundo? Admite que quizá sea posible en escritores de ciencia ficción, pero él no escribe ciencia ficción. ¿Cómo puede escribir alguien sobre sexo sin practicar sexo? ¿Cómo puede alguien escribir bien sobre el sexo que no ha practicado? O, en el peor de los casos, sobre el sexo que no le han contado. Y su amigo que tiene mundo porque viaja, le entiende. Tiene mundo y se nota, y buen gusto, porque le ha dicho que su novela le ha emocionado hasta la lágrima. Y eso que solo ha leído el primer borrador porque las reescrituras son mejores, aunque ahora no sabe si deshacer los cambios y volver a imprimir.
En cualquier caso, mañana a primera hora estará en la puerta del registro, a pesar de que al funcionario no le gusta que espere sentado en el portal, y luego irá a celebrarlo con su amigo que, aunque viaja mucho, está aquí desde ayer para hacer una gestión que no le ha explicado. O puede que sí se la haya explicado y no haya prestado atención y le haya contestado «quizás» o «desde luego» o «estupendamente».
Lleva consigo dos copias de la novela que él mismo ha encuadernado en espiral, aunque lo ha hecho con los ojos entornados para no leer ni una palabra más y no tener que hacer más cambios porque ya ni siquiera le quedan cartuchos de tinta para poder imprimir. Sí le quedan cocacolas y ahora tiene una en la mano mientras espera por el funcionario que cuando lo ve suspira, saca las llaves del registro y le pregunta qué va a ser hoy. Luego se acomoda en la silla de oficina y él le entrega dos copias de la que quiere que sea la novela perfecta. El funcionario enciende el ordenador y teclea el nombre del escritor, que sabe de memoria, entra en su archivo y desciende con el ratón, relato tras relato, hasta imprimir la yema en el botón izquierdo. Al llegar al final del archivo le pregunta el título de la obra que quiere registrar esta vez. Cuando se lo dice, lo mira fijamente. Lo mira con sorpresa. Lo mira con perplejidad. Algo va mal. Está tardando demasiado en volver a teclear. Le ha dado tiempo a terminarse la cocacola. El funcionario le dice que eso no puede ser. Le dice que ayer estuvo allí ese famoso hombre de mundo, ya sabe, ese que viaja tanto. Le dice que registró una novela con el mismo título. El mismo. Le dice que la tiene allí encima de la mesa. Le dice que, aunque no suele hacerlo, la ha estado leyendo por ser de ese hombre con tanto mundo. Le dice que le ha emocionado hasta la lágrima.
Y realmente la novela se parece mucho a la suya. Se parece tanto como la última reescritura al primer borrador. Mientras aplasta la lata de cocacola hasta rajar la hojalata, se acuerda de lo que le dijo ayer su amigo. Le dijo que, como viaja mucho, van a tener que pasar un tiempo sin verse. Le dijo que su avión sale hoy a mediodía.
Qué va a hacer entonces, le pregunta el funcionario. Él le responde «a menudo» mientras le secciona la yugular con la lata de cocacola. Mira el reloj. Aún está a tiempo de ir a casa de su amigo. Parece que finalmente la novela va a tener un último cambio, pero no le importa, él lo que quiere es que sea perfecta.