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10 Haz lo que quieras
ОглавлениеLa prueba era la siguiente: Karl debía irse a una habitación con los tres, uno por uno, y ellos tenían que regresar al salón con una erección que luego el resto de los jugadores aprobaría o no. No había transcurrido un mes desde su noche con Mofeta y de nuevo las erecciones se inmiscuían en el camino de Karl.
Estaban en el apartamento que el padre de Rudolph había alquilado para él en el ensanche de Santiago, un piso de estudiante que parecía cualquier cosa menos un piso de estudiante, más bien una galería de arte o la vivienda piloto de una urbanización de lujo. Rudolph asumía con naturalidad su posición acomodada y no hacía gala de ella, salvo en el emblema de sus camisas y cuando se trataba de invitarles a algo; entonces decía que invitar era lo mismo que condescender, que lo mejor era que cada uno se pagase lo suyo.
La noche de las erecciones se sentaron sobre la alfombra alrededor de una mesa baja en el salón discretamente amueblado. Fotografías en blanco y negro recubrían dos paredes, de otra colgaban las guitarras, la Fender blanca y negra y la Rickenbacker color madera, Rudolph se ofendía si las confundías. En un cojín se movía nerviosa la prima del anfitrión, que estudiaba Medicina y compartía residencia con Asun y Karl. Aunque se llamaban primos el uno al otro, en realidad no los unía ningún parentesco, sus madres eran solo viejas amigas. Saltaba a la vista que estaba enamorada de Rudolph desde niña, desde siempre, igual que era obvio que él la ignoraba, que para él era la prima molesta a la que tienes que sacar de paseo para contentar a tus padres.
Era una chica alta, de piernas largas, pelo pajizo recogido en una cola y ojos verdes muy brillantes. La afeaba un visible defecto, dolorosamente visible: las encías engullían sus dientes, minúsculas piezas amarillas, más que dientes uñas de cerdo (Uñas de cerdo era como la llamaba a sus espaldas Asunción, que tenía una agudeza especial cuando se trataba de burlarse de los defectos físicos de los demás). Intentaba no abrir mucho la boca y eso le restaba naturalidad; tampoco era lo suficientemente brillante para los estándares de Rudolph, de hecho, había suspendido todas las asignaturas del primer cuatrimestre. Años más tarde comprendió que lo suyo no era la Medicina, sino el arte. Nunca habría pasado de pintora mediocre si «Unos cuantos piquetitos» no se hubiese cruzado en su camino. No fue el contenido del cuadro de Frida Kahlo (un marido que asesina a su mujer con un punzón) lo que cambió su vida, fue el uso que la pintora hace del marco, lleno de manchurrones de sangre roja y agujeros de punzón pequeños y profundos. Esos agujeros fueron la puerta que Uñas de Cerdo aprovechó para huir de la Medicina: empezó a ampliar sus pinturas utilizando no solo el marco, también las paredes, tres metros de mural rodeando un pequeño cuadro de 75 x50, un punto de partida sobre el que construir su obra, más vistosa que brillante, diferente en cada exposición temporal, obligando a galerías y museos a repintar las paredes al finalizar.
Asun era la otra invitada a la fiesta; acudió a regañadientes, aunque Asun lo hacía todo a regañadientes.
Visto con la perspectiva que dan los años, la escena es ridícula, casi bochornosa, pruebas adolescentes en las que pagar prendas, Asun en bragas tapándose con un cojín, Karl convertida en la Virgen de las Erecciones. Ahora no le cuesta darse cuenta de que detrás de los esfuerzos del Círculo por parecer diferentes había solo unos adolescentes como ellas dos que jugaban a beso-verdad-condición, adolescentes suscritos a revistas de literatura americanas que se creían más maduros que el resto por hablar de Foster Wallace o Palahniuk antes de que los editaran en España, adolescentes a los que todo les recordaba a tal o cual película de culto, adolescentes que manejaban datos, datos a raudales, pero datos al fin y al cabo, datos que no les aportaban madurez: sabían de la vida tan poco como ellas. La vida entonces se reducía casi exclusivamente al sexo. La promesa del sexo no realizado. La búsqueda del sexo que pedía a gritos una vía de escape. La cultura, la erudición forzada, preparada en casa ante el espejo, no era más que eso, una vía de escape para el sexo, plumas de colores, un ritual de apareamiento. ¿Y ellas? Ellas eran todo indirectas, nervios, rubores, antipatías fingidas, sonrisas de encías carnívoras... Qué ridículo le parece todo ahora. ¿Por qué tantas vueltas? ¿Para qué tantos desvíos? ¿Por qué inventaban juegos para follar? ¿Por qué no follaban simplemente?
El juego exigía tres erecciones para no pagar prenda. El primero en meterse en la habitación con ella fue Moritz. Karl le dijo: «Haz lo que quieras». Él se sorprendió por la generosa oferta y, tras un segundo de duda, metió la mano bajo el elástico de su falda y le acarició las nalgas con una ternura insólita en el cínico que era. Muy pronto, como si quisiera responder a lo que de él se esperaba, sin soltarle el trasero, la atrajo hacia sí de un tirón. Al chocar sus cuerpos, ella sintió una extraña y cilíndrica opresión por debajo del ombligo y comprendió que había superado la prueba. El segundo fue Rudolph, con quien repitió la operación: «Haz lo que quieras». Aún no había terminado de pronunciar la última palabra cuando él ya le había llevado la mano al bulto del pantalón. Después de liberarlo, Karl cerró el puño alrededor del miembro y se maravilló de lo rápido que cobraba vida y de cómo la obligaba a ahuecar la mano. Cuando regresaron al salón junto al resto de los jugadores, la magnífica erección de Rudolph le valió el aplauso de Moritz y Asun, mientras la prima se mordía el labio inferior con sus pequeños incisivos. Hans cerraba el juego. De nuevo «Haz lo que quieras». No hizo nada. Carraspeó, la miró a los ojos como queriendo decir algo, pero no acertó a abrir la boca. Estaba tenso como Amara al abrazarla, incómodo como si le sobraran los brazos, como cuando duermes acurrucado con alguien y darías lo que fuera por ser manco, erizado como un gato que detecta la cercanía de un bebé. «Haz lo que quieras», repitió Karl, pero se dio cuenta de que no era necesario, que bajo el pantalón el objetivo parecía cumplido. Más o menos cumplido. Con lo que no contaban era que de camino al salón, en silencio y con pasos cortitos, cohibidos por lo que había pasado, por lo que no había pasado, el bulto se deshincharía, y al llegar a la meta la erección apenas perceptible sería recibida con compasivos abucheos ante el sonrojo de Hans, que se encogió de hombros como si dijera qué se le va a hacer.
Si Karl tuviera que elegir el instante preciso en el que se encaprichó de él, diría que fue en aquella habitación, rodeada de láminas de Richard Rauschenberg y Jasper Johns, en una casa de diseño antes de que se popularizaran las casas de diseño, esperando a que Bartleby el escribiente le metiera mano.
Desde aquel día procuró tropezarse con él más de lo normal, lo rozaba con sus piernas cuando se sentaban cerca, se apoyaba en él y aplastaba sus pechos contra la espalda de Hans para explicarle cualquier cosa, el contacto físico casual, antes inexistente, se convirtió en más frecuente de lo habitual. Él debía de notarlo. Tenía que notarlo. A no ser que sufriera una enfermedad de la médula espinal que ella ignoraba. Pero no hizo nada. Siguió sin hacer nada. Paradójicamente, esa inacción, en vez de disuadir a Karl, la atraía más y más. Su timidez llevada al extremo, su inseguridad, su «preferiría no hacerlo» lo convirtieron pronto en su preferido de entre los tres.
Pero la noche de las erecciones su plan era otro, tan premeditado que aún hoy resulta vergonzoso, tan simple que era imposible que fallase. Una cartera escondida (no un pañuelo ni nada prescindible, sino un objeto que fuera necesario volver a buscar después de marcharse, bien escondido para que nadie lo viera antes de salir, bien escondido para que luego tuvieran que buscarlo los dos palmo a palmo), y de camino a la residencia llevarse las manos a la cabeza y decir ¡la cartera! Y total para qué, si a Asun no la podía engañar y la prima creía que todas querían acostarse con él. Tantos esfuerzos para disimular lo que todos sabían. Y, en el fondo, qué le importaba a Karl lo que supieran, fingir era parte del juego del sexo, otra vuelta, otro desvío, una prueba para no pagar prenda. Y les dijo que se fueran y llamó al timbre y el día que diría que se encaprichó de Hans fue el día que por fin pasó a mayores con Rudolph.