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12 Suite n.º 1

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MORITZ SCHLICK

Pon la Suite n.º 1 de Bach para chelo en un cedé o será imposible que puedas escuchar esta historia.

PRELUDIO. Me había cansado de oírla en casa. Comenzaba con un «tarará rarará...» y ella dibujaba con la mano izquierda el gesto de pisar las cuerdas y con la derecha movía un arco imaginario sobre el puente imaginario de un violonchelo imaginario. Sentada en camisón en el borde de la cama, arqueaba las piernas como si abrazara la caja con ellas. Sus muslos tensos señalaban el camino a la estimulante visión de sus bragas, pero cualquier acercamiento era repelido con un puntapié, en el mejor de los casos.

—Déjame, imbécil, esto también son ensayos.

Entonces detenía el cedé y lo volvía a poner desde el principio. «Tarará rarará...».

En solo unas horas debuta como solista en el teatro al que la llevé la noche que empezamos a salir y, aunque no es más que un auditorio de provincias, supone un paso importante en su carrera. El paso siguiente a miles y miles de horas de ensayos de la Suite n.º 1 de Bach.

ALLEMANDE. Los ensayos la dejan agotada: las noches las pasa en vela tocando un chelo imaginario, durante el día se duerme sobre el chelo real.

Hace dos días la encontré tirada en el sofá, mientras el voluminoso instrumento, mal apoyado en la pared, no se quebraba contra el suelo por alguna matemática del equilibrio que no alcanzaba a comprender.

—He tenido una sensación horrible —me dijo—, estaba despierta pero no podía moverme, solo los ojos, el diafragma, la respiración. Era como estar muerta pero viva, la muerte que más temo: no tener cuerpo, solo cerebro durante la eternidad.

Le dije que tenía que dormir más y la acaricié con caricias que no rechazó hasta que me aproximé a su sexo. Sus miembros recuperaron entonces la firmeza y la fuerza perdidas y volvió a poner el cedé donde lo había dejado. «Tarará tarará...».

COURANTE. Por la tarde está de mejor humor mientras tomamos un café aguado y bromeo con ella. Estoy lavando las tazas en la cocina, no sé lo que digo que le hace gracia. Cuando no está ensayando suelo resultarle gracioso. Esta vez se ríe con ganas y al momento se desploma con violencia sobre la mesa y empieza a sangrar por una brecha en la frente. Me asusto porque la sangre es oscura y abundante, unas gotas incluso se precipitan sobre las baldosas, pero con algodón y alcohol soy capaz de detener la hemorragia, y la herida se queda en un huequito que no notaría ni el más avispado de los espectadores de la primera fila del teatro. Le digo que son los nervios. Le digo que duerma un rato, cariño.

La miro mientras duerme. Es una preciosidad, sin duda la mujer más hermosa con la que he estado. Con el pelo negro cortado a la taza, tupido y suave, con los ojos verdes, redondos y prominentes, que siempre miran fijamente, con los dientes perfectos, grandes y alineados, entre los que introduce la lengua cuando ríe (de hecho temí que al golpearse con la mesa de la cocina se la mordiera), con el cuerpo de Proserpina esculpido por Bernini en mármol blanquísimo. Me encapriché de ella cuando la escuché tocar en el húmedo túnel de una estación de metro, y la conseguí. Admito que tengo la habilidad de seducir a las mujeres y el don de echarlo luego todo a perder. Una vez un amigo me dijo: «Duras entre las piernas de las mujeres lo que tardan en recorrer la cicatriz de tu rostro». Entre las piernas de Proserpina, en todo este tiempo, el chelo siempre ha tenido preferencia.

Mientras duerme tararea en sueños la Suite n.º 1 de Bach, que me adormece con sus arrumacos. «Tarará rarará...».

SARABANDE. Me despiertan sus gritos un par de horas más tarde. Me pregunta muy enfadada cómo la he dejado dormir todo ese tiempo a tan pocas horas de la actuación. ¡Tenía que estar ensayando! Brama que me importa una mierda su carrera. Repite: «Es increíble, increíble, increíble». Cuando la beso para tranquilizarla levanta el brazo con la intención de descargar un puñetazo sobre mi hombro, pero no llega a bajarlo porque de nuevo cae dormida sobre el sofá. No más de diez o doce segundos. Aterradores segundos para ella. ¿Qué me pasa? ¿Qué es esto? ¿Por qué me duermo? Las lágrimas brotan de sus ojos verdes y se deslizan con la velocidad con la que el agua se desliza por el mármol pulido. Está claro, le digo, que debes evitar las emociones fuertes, pero tampoco puedes quedarte en reposo absoluto porque te dormirás: se trata de mantener un equilibrio, una armonía. Armonía, esa es la palabra.

Pasa el resto de la tarde ensayando con un humor sombrío hasta que es la hora de subirnos al coche. De camino, en el cedé suena la Suite n.º 1, «tararará tararará...», y mientras ella mueve el arco imaginario con su mano derecha, yo utilizo la mía para acariciarle la pierna, pero me detiene, ¡imbécil!, porque está ensayando y yo le digo que tenemos que hablar. Que no es normal que me rechace todo el tiempo. Que no es normal que llevemos un siglo sin practicar sexo.

—¿Y a ti te parece que este es el momento de hablarlo, cuando tengo un concierto en el que me juego la vida? Es increíble, increíble, increíble.

Le digo que también es increíble que tenga que masturbarme en el baño a diario pensando en mi novia que está en la habitación de al lado, que no me acostumbro al rechazo, que en los viajes para la revista en que trabajo se presentan oportunidades que esquivo por ella, pero niega con la cabeza.

—Sabes que no me gusta hablar de esto, que lo odio, que me ruborizo solo con oírte decirlo, que no quiero escucharlo precisamente hoy. Es increíble, increíble, increí...

No llega a decir el ble final porque antes se queda dormida. Ni me molesto en despertarla hasta que llegamos al auditorio. Somos el primer coche en el aparcamiento.

MINUETO. Comienza su interpretación. Sentada sola en mitad del escenario, Proserpina es aún más pequeña; su blancura, más brillante a la luz de los focos. «Tarará tarará tararará tararará tarararararara...». Con los ojos cerrados, la ejecución me parece perfecta, idéntica en mi cabeza a los cedés que he escuchado continuamente, dulce como Jacqueline du Pré antes de la esclerosis. A pesar de que no tengo la menor idea de música, de que no sé distinguir un mi de un do sostenido, la cuerda de la de la cuerda de re, la clave de sol de la clave de fa, un arpegio de un contrapunto, conozco todas las notas de la Suite n.º 1, que para mí se resumen en dos sonidos: ta y ra. Me bastan para saber que está llegando ya al final del preludio, cuando la composición se agita tras un breve letargo, pero el sonido que escucho no es un ta ni un ra, sino un golpe seco. Abro los ojos. La silla está vacía; Proserpina, desplomada con el violonchelo entre sus piernas; el arco, en cambio, ha ido a parar a varios metros de distancia como si se hubiese escabullido por su cuenta. Nadie mueve un dedo, salvo yo, que me abalanzo al proscenio y me la llevo en brazos aún dormida.

GIGA. En el coche, de vuelta a casa, ya no suena la Suite n.º 1, solo su llanto silencioso. Sincopado. Hipado. Una sucesión de notas mal ejecutadas. «Ta. Ra. Ta. Ra.». No sé qué decir, cualquier palabra será interpretada como un insulto. «Increíble, increíble, increíble». Querría decirle que tendrá otra oportunidad, pero qué oportunidad va a tener. Querría decirle que durante dos minutos y medio su violonchelo sonó como una escultura de Bernini, pero sé que en vez de responder aumentarán las notas graves de su llanto, así que sigo aferrándome al volante.

Al llegar a casa ella pone el cedé de la Suite y me dice:

—Quiero que me folles.

Hoy soy yo y no el violonchelo quien cabalga con todas mis fuerzas sobre sus piernas arqueadas, hinco los dedos en el mármol blanco, me duele al hacerlo y supongo que a ella también le está doliendo, pero no se queja, al contrario, llegado el momento se corre a gritos antes de desplomarse.

No dejo de embestirla recordando la muerte en vida de sus desmayos, procurando que se lleve a la otra vida esa sensación increíble, increíble, increíble.

El cedé de la Suite n.º 1 de Bach para violonchelo parece no acabar nunca. «Tararará rarará». ¿No lo oyes?

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