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11 Tercera parte del testimonio de un asesor

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Los hechos no ocurren solos, no suceden, no se producen. Los acontecimientos no acontecen: los acontecimientos se desencadenan. Uno lleva al otro, el otro al siguiente, y el siguiente conduce a este testimonio. Para que se me entienda, hoy no estaríais leyendo estas palabras si yo no hubiese acabado sin pantalones en el baño de la Consejera, y eso no habría sucedido si no me hubiese ardido la entrepierna, y mi entrepierna no habría entrado en combustión si la secretaria de la Consejera no tratara de combatir el envejecimiento del útero con ejercicios de Kegel, etcétera, etcétera. No imagináis hasta qué punto, aquella tarde de hace dos meses, me tenía hasta la coronilla con los dichosos ejercicios. Es decir, me parece perfecto que quiera fortalecer su suelo pélvico, pero teniendo en cuenta que trabaja a media jornada, bien podía hacerlo en su casa. Llega a mear cinco o seis veces en cuestión de un par de horas, luego se sienta en la mesa delante del despacho de la Consejera y contrae y relaja la vagina, aprieta y suelta, estrecha y dilata, comprime y afloja. No es que me enseñe el sexo mientras lo hace, ni que me lance pelotas de ping pong, ni que escriba su nombre en tinta roja con el coño como en un espectáculo en Bangkok, pero no es difícil interpretar en su rostro cada movimiento de sus músculos vaginales, como si hiciera los ejercicios de Kegel también con los músculos faciales. Inspira y espira, suelta el aire con fogosidad, casi un gemido, luego se ruboriza, no de vergüenza, que tiene poca, sino por el esfuerzo. La ejercita tanto que apostaría que puede cascar una nuez con la vagina, lo cual sería, por otra parte, el mayor mérito de su jornada laboral. Las competencias de Kegel —llamémosla así a partir de ahora— se limitan a coger el teléfono y tomar nota de la llamada. El teléfono suena —está comprobado— cada vez que Kegel está en el escusado vaciando la vejiga y cada vez que prepara en el cubículo que usamos como office una infusión para llenar de líquido su tracto urinario. Hacer té-Beber-Mear-Contraer Vagina-Relajarla. Ese es el trabajo por el que Kegel cobra su sueldo. Fijaos en ella: otra vez va al baño. «Óscar, cariño, cógeme el teléfono si suena, por favor, cielo», grita desde el extremo de la oficina. Y yo sé que va a sonar, que es matemático, que alguna fuerza cósmica une el tránsito de la orina por la vagina de Kegel con el invento infernal de Alexander Graham Bell. ¿Podéis oírlo? Ahí está el timbre de nuevo, no han transcurrido ni treinta segundos. Secretario de la secretaria, a eso se ha reducido mi carrera profesional. Me he quedado hasta tarde para adelantar un par de discursos, pero Kegel no para de interrumpirme. Ya solo permanecemos los dos en el Gabinete, vacío y oscuro. Es un viernes de febrero y ni la luna casi llena da un respiro a la negrura exterior. Cuando entré a trabajar era de noche, cuando salga será de noche. Cruzo el despacho de prensa. Al otro lado de un pequeño patio está la parte en la que trabajan los funcionarios, las luces llevan apagadas ahí desde poco después de las tres, hace más de cinco horas. El último en marcharse fue el encargado de mantenimiento, al que he escuchado llamar con desprecio temporeros a los asesores en más de una ocasión. «Os dais aires, pero sois como los yogures, con fecha de caducidad», le dijo un día a Americanas. Tiene razón, pero ahora los yogures damos las órdenes que los funcionarios cumplen con parsimonia y displicencia. Cojo el teléfono: es la Consejera. Sobre la mesa de Kegel humea una de sus infusiones. «Ahora mismo no está, jefa, está en el baño». En ese instante, cuando aún estoy pronunciando la eñe, aparece Kegel de vuelta del váter corriendo con pasos cortos y arrastrando los pies. Me arrebata el auricular de la mano mientras golpea con su trasero achatado como una manzana la taza hirviendo que se derrama sobre mi pantalón a la altura de los testículos. Quema. Escuece. Duele. Pienso: si por lo menos colgase de una puta vez, podría gritar a gusto. Pero ni eso. La única solución que encuentro plausible es bajarme los pantalones hasta la rodilla. Por suerte el líquido abrasador no ha alcanzado los calzoncillos: la situación ya es bastante embarazosa. Cuando Kegel termina de hablar por teléfono, pide disculpas pero parece divertida. Me dice que me quite los pantalones porque les va a dar con agua y jabón en el baño del despacho de la Consejera. Así es como llegamos a estar los dos frente al espejo, con las cremas antiarrugas de la jefa esparcidas en una bandeja junto a un cepillo de dientes de cerdas gastadas y una caja de laxantes con el prospecto desenrollado. Veo el reflejo sonriente de Kegel frotar con fuerza agitando sus extensiones negras de crin de caballo. Veo a una Baby Jane con el lunar en la mejilla equivocada. Veo a una adolescente de casi sesenta años recién liberada de un secuestro sexual donde la han mantenido media vida alimentada a base de muesli y zumo de arándanos. Veo una muñeca Barbie rescatada demasiado tarde del fuego como para salvar su firmeza, sus turgencias; ahora está medio deshecha, fláccida, llena de pellejos. Y me veo también a mí mismo, ya en declive, un puñado de años antes de cumplir los cuarenta —Kegel podría ser mi madre si se hubiese dado prisa—. Veo una nueva verruga, apenas perceptible, muy molesta a la hora de afeitarme, veo una mancha del sol en la piel que se expande con el paso de los días, veo venas rotas que se bifurcan una y otra vez como afluentes rojos sobre mi nariz, veo pelos enquistados que se enroscan sobre sí mismos creciendo ad infinitum en su madriguera y originando purulentas cápsulas en el exterior, veo mis incisivos inferiores separarse y montarse uno sobre otro milímetro a milímetro. Lo que me preocupa es lo que no veo: ¿no estará ahora formándose un minúsculo tumor, como esa pequeña verruga, en alguno de mis órganos, puede que en el hígado o seguramente el colon porque siempre he tenido digestiones difíciles? ¿No estará enquistándose un cálculo en el riñón, disponiéndose a obstruir el paso de la orina y generar un grave fallo renal, tal vez una infección mortal? ¿No estará el páncreas cansándose de segregar insulina y simplemente dejará de hacerlo provocándome el coma diabético? ¿No estarán mis arterias, rebosantes ya de colesterol y triglicéridos, preparadas para causar una angina de pecho, un infarto, un ictus? Envejecer para mí es más esa sensación de pudrirme por dentro que las manchas, las venas rotas o los pelos en las orejas; no es la virulencia de las resacas, ni siquiera la calidad menguante de las erecciones, menos duras, menos prolongadas, menos espontáneas, que me obligan a un parón en mi incesante monólogo interior bajo la amenaza de ablandamiento instantáneo, y aunque eso no sea un problema en el uso doméstico —para que nos entendamos, vivo solo—, podría llegar a serlo en el uso, digamos, a domicilio. Pero aquella tarde de febrero el uso a domicilio lleva inactivo desde tiempos inmemoriales. Desde el episodio de Lengua Rugosa. ¿Y cuánto hace de eso? Siete, ocho años. Eso pienso delante del espejo esa tarde malhadada: que no follo desde hace siete años. Kegel sigue frotando y contrayendo los músculos de la cara en una sonrisa un tanto forzada. Seguro que está aprovechando para ejercitar el suelo de su vagina.

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