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Gramsci y el hombre nuevo
ОглавлениеEn su prisión mussoliniana, Antonio Gramsci se mantiene informado de los cambios políticos y sociales y toma la distancia necesaria para un filósofo. En su artículo «Americanismo y Fordismo» (1934), muestra cómo la industria automotriz americana había requerido una mano de obra con las prácticas regulares, estabilizada y disciplinada para ensamblar en serie los automóviles en la fábrica de Rivière Rouge en Detroit. Para reducir una tasa de rotación de los obreros que alcanzara 300% anual, Henry Ford propuso duplicar sus salarios; el efecto es inmediato y la tasa de rotación cayó rápidamente a unos cuantos porcentajes. Pero como lo recuerda Benjamin Coriat, no todos pueden beneficiarse de Five Dollars a Day (FDD)[1]. Están excluidos:
los obreros que no tienen por lo menos seis meses de antigüedad;
los jóvenes menores de veintiún años;
las mujeres: Ford espera que las jóvenes se casarán.
Además, se exigen condiciones «de buena moral»: «propiedad y reserva eran cualidades clave; prohibido el uso del tabaco y del alcohol»; incluso «el juego estaba proscrito como estaba prohibido frecuentar bares, en especial bares de hombres» (Coriat, 1979: 96).
Para asegurarse de la calidad y de la disciplina de sus obreros, Ford recluta expertos provenientes de la universidad (sociólogos, psicólogos, psicotécnicos) y crea un Departamento de Sociología[2] con un cuerpo de inspectores cuya misión esencial es «controlar, desplazándose a los hogares de los obreros y los lugares que frecuentan, cuál es su comportamiento general y, en particular, de qué forma gastan su salario» (ibid).
Si en los Estados Unidos de principios del siglo xx, «el trabajo en la cadena requería una disciplina de fábrica superior a la que caracterizaba a la masa de trabajadores no calificados en esa época» (Bleitrach y Chenu, 1979: 50) –en especial entre los inmigrantes provenientes de las regiones rurales europeas pobres– Ford también construye esta disciplina en el espacio en que se reproduce la fuerza de trabajo. El «salario alto» de cinco dólares diarios es:
el instrumento de Estado que sirve para seleccionar una mano de obra adaptada al sistema de producción y de trabajo, y mantenerla estable. Pero el salario alto es un instrumento de doble filo: es necesario que el trabajador gaste «racionalmente» su salario más alto, con la finalidad de mantener, de renovar y, si es posible, de acrecentar su eficiencia muscular y nerviosa, y no para destruirla o aminorarla. Resulta que la lucha contra el alcohol, el factor más peligroso de destrucción de las fuerzas de trabajo, se vuelve un asunto de Estado (Gramsci, 1975: 700).
Más allá del alcohol y de su prohibición por una política estatal, Gramsci cuestiona, además, la irregularidad de la sexualidad que sería el segundo enemigo de la energía nerviosa necesaria para la buena ejecución del trabajo en la fábrica:
La «caza de la mujer» exige demasiados tiempos libres. En el obrero de tipo nuevo, uno verá repetirse, de otra manera, lo que se produce en los campesinos en los pueblos. La relativa constancia de las uniones sexuales campesinas está estrechamente ligada al sistema de trabajo en el campo. El campesino que regresa a su casa en la tarde después de una larga y agotadora jornada de trabajo desea «el amor fácil y siempre a su alcance», del que habla Horacio; no está dispuesto a ir a rondar mujeres que encuentre al azar; ama a su mujer porque está seguro de ella, porque ella no se irá, no se hará del rogar y no pretenderá actuar la comedia de la seducción y de la violación para ser poseída. Parece que así la función sexual se mecaniza; pero en realidad se trata del surgimiento de una nueva forma de unión sexual despojada de los colores «deslumbrantes» y del oropel romántico propios del pequeño burgués y del «bohemio» desocupado. Parece que el nuevo industrialismo quiere la monogamia, quiere que el trabajador no desperdicie su energía nerviosa en la búsqueda desordenada y excitante de la satisfacción sexual ocasional: el obrero que llega al trabajo después de una noche de «libertinaje» no es un buen trabajador; la exaltación pasional no puede ir a la par con los movimientos cronometrados de las acciones de la producción ligadas a los automatismos más perfectos (Gramsci, 1979: 701)[3].
La construcción del hombre nuevo se hace en gran medida en su vida privada, bajo la vigilancia del empleador que desea estar seguro de su buena moralidad. La disciplina exigida en el trabajo forma un todo con la de la vida doméstica y, además, se prepara en el espacio familiar. Gramsci va todavía más lejos, con una visión premonitoria cuando escribe que:
este equilibrio [psicofísico del trabajador] no puede ser sino puramente externo y mecánico, pero podrá volverse interno, si es propuesto por el propio trabajador y no impuesto desde afuera, si es propuesto por una nueva forma de sociedad con medios apropiados y originales (idem: 699).
Planificando ya la sociedad de consumo, incluso el hombre unidimensional, plantea el asunto de la armonía o del equilibrio entre espacio de producción y espacio de consumo, no desde el punto de vista económico como lo hará la Escuela de la Regulación cuatro décadas más tarde (Aglietta, 1977), sino desde el punto de vista moral y disciplinario. Él establece una relación intrínseca entre las exigencias de la producción y del trabajo, y su preparación por parte de los obreros en la vida cotidiana. Lejos de nosotros está la idea de adoctrinamiento o de adiestramiento social de los obreros con objeto de que respondan a las necesidades de la industria. En especial, porque los individuos pueden escapar «del sistema» rechazando entrar en él o salir de él –es cierto en qué condiciones ¡si este paga un salario doble!–. Sin embargo, cierto funcionalismo podría transparentarse en el análisis gramsciano si se le hace decir que el capitalismo produce las reglas de vida obrera para desarrollarse mejor o para fortalecerse. Como si la mano invisible de la libre competencia o un gran Organizador planificara la producción ideológica y moral de la sociedad capitalista para hacerla perdurar mejor en una producción eficaz, lisa y sin contratiempos. Por el contrario, presenciamos más una especie de ajustes sucesivos, por pruebas y errores, incluso una suerte de autopoiesis o de autoorganización (Varela, 1998: 61), que es una serie de resoluciones de antinomias críticas sin que las contradicciones fundamentales sean tratadas; de ahí la sucesión de crisis más o menos agravadas de las que habla este libro como telón de fondo en cuanto al escenario del trabajo. Dicho de otra forma, si esta interpretación funcionalista no se produce, debemos en cualquier caso constatar cuánto se ha preparado el hombre nuevo, en Ford y luego en sus sucesores, para la producción por su modo de vida: prohibición del alcohol, vida sexual más o menos regulada por el matrimonio, regularidad de los horarios, tiempos de sueño controlado, etcétera.
El mérito de Gramsci es haber percibido, desde principios del siglo pasado, el estrecho vínculo entre un tipo de industria (la industria masiva) y la orientación del control de la moralidad y del psiquismo de los obreros. Otro pasaje del mismo texto destaca por ejemplo el cinismo brutal de Frederick Winslow Tylor que tiende a deshacerse de las cualidades profesionales de los obreros (activa participación de la inteligencia, de la imaginación y de la iniciativa del trabajador) en el momento en que las operaciones de producción se reducen a su solo aspecto físico y maquinal. Dicho de otra forma, pone en evidencia la estrecha relación entre las condiciones de la producción y la vida cotidiana, doméstica y en el barrio que, a través de un control estricto, preparan a los obreros para adoptar cierto comportamiento, el de la estabilidad. Aquí se podría hablar de un habitus fordiano para caracterizar el establecimiento, en ocasiones muy acelerado, de las disposiciones indispensables para mantenerse en el empleo. En condiciones semejantes, aunque más tardías, Danielle Bleitrach y Alain Chenu (1979: 45) muestran que la estabilidad permite capitalizar la experiencia o adquirir la destreza necesaria para los rendimientos esperados. Así es como el obrero fordiano es el «gorila amaestrado» en el que Taylor pensaba algunos años antes de que Ford creara las condiciones de su aparición. Por lo tanto, si «la hegemonía nace de la fábrica» como lo escribe Gramsci, el nacimiento de un trabajador estable, sobrio, monógamo y disciplinado se vuelve un «acto de civilización»; nosotros encontramos esta problemática antropológica de las preparaciones diferenciadas de los hombres, según los periodos históricos, en la producción y en el consumo, o también su transformación en el tiempo.