Читать книгу Toque de queda - Jesse Ball - Страница 15
ОглавлениеWilliam se dirigió a su primera cita del día. Se imaginó cómo lo verían: un hombre con una larga chaqueta de tweed, con un bastón bajo el brazo, con bombín y un par de robustos zapatos negros. Luego se insertó en esa imagen, como lo haría un actor.
Así llegó, vestido con ese ropaje real e imaginario.
—La señora Monroe está en el jardín.
Un sirviente lo guió por un pasillo con mosaicos. Los mosaicos representaban escenas bucólicas: vacas, gitanos, varias clases de aves, casas de zarzo, henares. No había dos iguales. Esto surtía un efecto perturbador. Uno nunca tendría tiempo para sentarse a mirarlas todas, aunque fuera posible, así que daba una impresión elusiva. William no habría querido que lo obligaran a dar su opinión.
El pasillo conducía a un porche sombreado que daba a una arboleda y un parque. Todo el lugar estaba rodeado por paredes. Una mujer mayor (cabello lacio y gris, bata malva) estaba sentada en un diván de mimbre.
—¿Usted es el cantero?
—No, trabajo para él. Ayudo a encontrar el mejor modo de solucionar las cosas, un modo que deje contentos a todos. El epitafio, usted entenderá.
—No es muy importante contentar a nadie, salvo a mí. Soy yo quien compra la lápida. Soy yo quien conoce los deseos de mi esposo, que yacerá debajo de ella.
La mujer tosió violentamente, tapándose la boca con un cojín del diván.
—Hay que pensar en el cementerio —dijo William pacientemente—. No permiten cualquier cosa. Y en ocasiones el Estado ha derribado ciertos monumentos. Es mejor evitar esa situación.
—Entiendo.
William se sentó en una silla que le acercó el sirviente. Sacó una libreta de cuero del bolsillo, y un lápiz. Mientras la mujer lo observaba, sacó un cuchillo muy pequeño y afiló el lápiz. Luego abrió la libreta en una nueva página y escribió:
MONROE +
—Bien —dijo—, ¿qué ha pensado, ante todo?
—Paul Sargent Monroe —dijo la mujer—. Murió antes de tiempo.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Pero era bastante viejo, ¿verdad?
La mujer lo miró con gran seriedad.
—Noventa y dos.
—Bien, ¿está segura de que quiere que la lápida diga que murió antes de tiempo? No quiero decir que no podamos hacerlo. Por supuesto que podemos, si usted lo desea. Pero, en fin, no parece lo más acertado.
—Entiendo a qué se refiere —dijo la mujer.
Pensaron un minuto. Al fin ella rompió el silencio.
—Bien, podríamos cambiar la fecha.
—¿La fecha?
—Podría decir: Paul Sargent Monroe. Murió antes de tiempo. Y cambiar la fecha de nacimiento a veinticinco años atrás.
William movió los pies con nerviosismo.
—Supongo que es posible, pero…
—Verá usted —dijo la mujer—, cuando la gente visita un cementerio y ve la tumba de un hombre joven, se detiene y siente tristeza. Si alguien vivió noventa y dos años, la gente sigue de largo. No se detiene ni siquiera un instante. Quiero estar segura de que, bueno…
—Entiendo a qué se refiere.
Pasaron unos minutos más. En ocasiones William miraba su libreta. Allí había escrito:
MONROE +
Y luego una raya, luego:
PAUL SARGENT MONROE
Murió antes de tiempo.
Aspiró profundamente.
—Bien —dijo—, si quiere hacerlo de esa manera, quizá sea mejor que haya muerto en su infancia. Podría haber fallecido a los seis años, y la inscripción diría: Paul Sargent Monroe, amigo de los gatos. Evocaría un poco su personalidad, y ciertamente la gente se detendría a mirar.
Hubo una crispada pausa, interrumpida por un ataque de tos.
Había lágrimas de felicidad en los ojos de la mujer.
—Entiendo por qué lo enviaron a usted —dijo—. Tiene toda la razón. Eso es exactamente lo que haremos. A fin de cuentas, no importa cuál sea la verdad, ¿no? Se trata de que la gente se detenga y guarde silencio un instante. Quizá sea el atardecer y se dirijan a alguna parte, a un restaurante. Pararon brevemente en el cementerio, y entonces pasan frente a su tumba y… bien, se detienen un momento. Ahora sí que se detienen.
Le tomó la mano entre las suyas.
—Ojalá hubiera conocido a Paul. Le habría caído bien, y usted le habría caído bien a él.
—Le creo —dijo William—. Sin duda sería así.
Se puso de pie, cerró la libreta, se la guardó en el bolsillo. Partió el lápiz en dos y lo guardó en el otro bolsillo. Usaba cada lápiz solo una vez, para un solo epitafio. Llevaba tantos lápices como citas tenía, y afilaba cada uno al empezar.
—Adiós —dijo—. Le enviaremos una muestra para que vea cómo quedará la lápida, y usted podrá firmar la conformidad.
—Muchas gracias. Adiós.
Él se puso de pie y se dirigió al pasillo con mosaicos.
—¿Y sabe una cosa? —le dijo ella—. Él era amigo de los gatos. De veras lo era. De veras.
Él miró a la mujer, pero ella ya estaba ocupada con algo que tenía en el regazo, una caja con su contenido. No alzó la vista.