Читать книгу El hombre imperfecto - Jessica Hart - Страница 10

Capítulo 6

Оглавление

FLICK volvió al salón y frunció el ceño al ver que su hija estaba ayudando a los empleados de la mansión, que se afanaban por limpiar la mesa. Acababa de despedir al último de sus invitados, un ministro del gobierno.

–Deja que se encarguen ellos. Para eso les pago –dijo–. Y sígueme, por favor. Quiero hablar contigo.

Nadie habría pensado que eran madre e hija. Flick tenía el pelo rubio, ojos azules y rasgos perfectos, aunque era más bien baja. Allegra era morena, alta y de aspecto algo extravagante. A su modo, se querían mucho; pero Allegra, que admiraba profundamente a Flick, habría preferido una madre capaz de dar un cálido abrazo o de animarla cuando estaba deprimida, como la madre de Libby y de Max.

Flick la llevó al despacho y se sentó detrás de la mesa; después, hizo un gesto a su hija para que se sentara al otro lado.

–Ha sido una velada excelente –dijo Flick, complacida.

–Sí, la comida estaba muy buena.

Allegra miró la hora. Era la una de la madrugada, y su mente se volvió a llenar de preguntas. ¿Max seguiría con Darcy? ¿Se habría rendido a sus encantos?

–Pareces distraída, Allegra. Has estado distraída toda la noche. No has prestado la atención debida a nuestros invitados.

–Ah, lo siento. Es que estoy preocupada por el artículo que tengo que escribir.

Flick arqueó las cejas.

–Dudo que un artículo para una revista de moda justifique ningún tipo de preocupación –replicó con frialdad–. Pero leí tu columna de la semana pasada y reconozco que era interesante. Has mejorado mucho. ¿De qué tienes que escribir ahora?

Allegra se lo contó y añadió, sintiéndose algo estúpida:

–Si tengo éxito, espero que Stella me conceda la oportunidad de escribir cosas distintas.

Flick asintió con aprobación.

–Supongo que la experiencia te vendrá bien, pero deberías trabajar para una revista más seria. ¿Te acuerdas del hijo de Louise, Joe?

–Sí, claro.

–Ahora trabaja en The Economist.

Allegra apretó los dientes.

–Sinceramente, no creo que esté preparada para trabajar en ese tipo de medios. El salto entre Glitz y The Economist es demasiado grande.

–No para quien tiene lo que se tiene que tener. Pero tú nunca has sido ambiciosa –dijo con pesar.

Allegra guardó silencio y su madre cambió de conversación.

–Esta noche estás muy atractiva. Tus pendientes no me parecen los más adecuados, pero el estampado de flores te sienta bien. Tengo la impresión de que le has gustado a William. ¿Piensas verlo otra vez?

–Es posible –mintió.

Tal como esperaba, William le había pedido una cita. Pero, en lugar de aceptar, le había dicho que estaba muy ocupada.

–Es un hombre con mucho futuro. Deberías pasar más tiempo con personas como él y menos con el tipo de gente que te rodea en esa estúpida revista –declaró su madre–. ¿Con quién estás trabajando ahora?

–Con Max, el hermano de Libby.

–¿Max? Ah, sí… un hombre muy aburrido.

–¡Max no es aburrido! –protestó Allegra.

–Pues no recuerdo que me pareciera precisamente interesante. De hecho, ni siquiera recuerdo que a ti te pareciera particularmente interesante –dijo Flick, entrecerrando los ojos con desconfianza.

–Y no me lo parece. Es un amigo. Se va a quedar en casa un par de meses, mientras Libby está en París.

–No te habrás encaprichado de él.

–No, aunque tampoco sería tan terrible. Es un hombre respetable, un ingeniero que lleva una vida de lo más normal.

–Estoy segura de que será un buen profesional, pero no se puede decir que tenga un futuro muy prometedor –observó Flick–. Siempre me ha preocupado que te conformes con hombres mediocres, Allegra. Pero es culpa mía, por haber permitido que pasaras tanto tiempo con esa familia, los Warren.

–Warriner –puntualizó Allegra–. Y son unas personas maravillosas.

–Serán maravillosas, pero no son precisamente excepcionales.

–¡Por supuesto que lo son! –replicó Allegra, alzando la voz un poco–. Son excepcionalmente generosas y excepcionalmente divertidas. Puede que la familia de Max no haya ganado ningún premio de elegancia, pero su madre es encantadora y su padre, bueno y honrado. De hecho, me habría gustado tener un padre como él.

Flick palideció y guardó silencio.

–Lo siento. Sé que ese tema te disgusta –continuó Allegra–. Pero no entiendo que te niegues a hablar de mi padre.

–No es un asunto del que me apetezca charlar –dijo Flick, tensa–. En tu caso, tu padre es un hecho biológico y nada más. Lamento no haber sido suficiente para ti.

–Yo no he dicho eso.

–Siempre he intentado ser la mejor madre posible. Siempre he querido lo mejor para ti. Tienes mucho potencial, pero no eres consciente de ello. Y me disgustaría que terminaras con un mediocre que te arrastre a su propia mediocridad.

Allegra suspiró.

–Si estás preocupada por Max, olvídalo. No hay nada de nada entre nosotros y, aunque lo hubiera, se va a ir del país.

–Tanto mejor.

Tras unos minutos, Allegra se despidió de su madre y se subió a un taxi. Flick le había ofrecido que se quedara a dormir en su antigua habitación, pero ella quería volver al piso. Necesitaba saber si Max se había quedado con Darcy.

Cuando abrió la puerta y lo vio sentado en el sofá, se sintió profundamente aliviada.

–Hola. Veo que has llegado pronto –dijo ella.

–¿Pronto? Es la una y media de la madrugada.

–Dicho así… –Allegra se acercó y se sentó en el borde del sofá, insegura–. ¿Qué tal ha ido la velada?

–Bien. ¿Y la tuya?

–Ya sabes… Invitados inteligentes, conversación inteligente y comida espléndida –contestó–. Lo de costumbre.

–Es decir, la peor de tus pesadillas.

Allegra soltó una carcajada.

–¿Has encontrado el amor verdadero? –ironizó él.

–No estoy muy segura. Mi madre me sentó entre dos hombres atractivos y ambiciosos que le parecen adecuados para mí.

Max apartó la mirada.

–¿Y quién es el afortunado?

Allegra se quitó las horquillas del pelo y se lo dejó suelto, completamente ajena al efecto que causó en Max.

–Ninguno. He decidido que no estoy preparada para mantener más relaciones amorosas. Creo que me tomaré unas vacaciones de los hombres.

–Pues será una pena.

–Estoy harta de que solo se fijen en mí porque soy la hija de Flick Fielding.

Max arqueó una ceja.

–Dudo que se fijen en ti por eso.

–¿Bromeas? ¿Por qué iba a ser? No soy tan inteligente como ellos ni contribuyo demasiado a sus ocurrentes conversaciones. No tengo nada que ofrecer.

–¿Que no tienes nada que ofrecer? Eres preciosa –dijo Max–. Vamos, Piernas, seguro que lo sabes. Cualquier hombre se alegraría de estar contigo. No sé con quién has estado sentada esta noche, pero, si crees que estaban más interesados en la influencia de Flick que en tu aspecto, es que no sabes nada de nada.

Allegra se quedó atónita.

–No sabía que me encontraras guapa.

–Bueno, pensé que te lo diría tanta gente que no necesitabas que también te lo dijera yo –se defendió Max–. Puedes llegar a ser terriblemente irritante, pero sobre tu belleza no hay ninguna duda. Por supuesto que me pareces guapa.

–Pues no lo sabía.

Allegra bajó la cabeza y su perfil quedó oculto bajo su melena. Max la miró y le pareció increíble que no fuera consciente de lo mucho que le gustaba; no podía saber que Allegra compartía sus sentimientos y que se sentía tan insegura como él.

–¿Cómo te ha ido con Darcy?

–¿Por qué lo preguntas?

–Porque pensé que quizás te quedarías con ella –respondió, intentando fingir que no le importaba.

Max tragó saliva. No le podía confesar que había rechazado a una modelo de lencería por ella. Darcy le había dejado bien claro que estaba interesada en él y que esperaba que se quedara a dormir en su casa; pero Max no aceptó la invitación porque sabía que habría estado pensando en Allegra toda la noche.

Ni él mismo entendía lo que le había pasado. Estaba con Darcy King, una mujer inteligente, divertida y con un cuerpo endiabladamente sexy que, además, se quería acostar con él. Era la oportunidad de su vida. Un sueño hecho realidad. Pero solo podía pensar en la delgaducha amiga de su hermana.

¿Habría perdido el juicio?

¿Se estaría volviendo loco?

Al final, optó por darle una explicación tan cercana a la verdad como fuera posible, pero sin mencionar lo que sentía por ella.

–No quiero mantener una relación con Darcy. Es una mujer maravillosa, pero no creo que tenga sitio en mi vida. Francamente, no me la imagino en Shofrar ni tengo ganas de mantener una relación. Sé que la mayoría de los hombres darían un ojo de la cara por estar con Darcy, pero no estoy seguro de que a mí me merezca la pena.

Allegra lo miró de una forma extraña.

–Dudo que Darcy esté buscando algo serio –dijo–. Solo sería una distracción pasajera, una aventura. Ni siquiera sé por qué te planteas lo de Shofrar.

Max se puso tenso.

–Porque es el sitio adonde voy a ir –replicó a la defensiva–. No me puedo plantear una relación con una persona que no podría venir conmigo.

Allegra lo miró con incredulidad.

–A ver si lo he entendido bien. ¿Me estás diciendo que no podrías salir con ninguna mujer que no esté dispuesta a abandonar su vida y su carrera para acompañarte a un lugar de mala muerte en mitad del desierto?

–No, yo no…

–¿No te parece un poco injusto por tu parte?

Max se estremeció, nervioso.

–No se trata de eso. Es que…

–¿Sí?

–No soy de la clase de hombres que salen con modelos. Eso es perfecto para las fantasías eróticas, pero yo prefiero estar con una mujer como Emma. De hecho, la experiencia con Darcy me ha hecho comprender que todavía no la he olvidado.

–Comprendo –dijo Allegra en voz baja.

–Le envié un mensaje, como me sugeriste.

–¿Y te ha contestado?

–Sí, me contestó cuando iba de camino a la casa de Darcy –respondió–. Me temo que estaba pensando en ella cuando llegué.

Max solo dijo una verdad a medias. Era cierto que Emma le había contestado durante el trayecto al domicilio de la modelo, pero no estaba pensando en ella cuando llegó a su destino. Se había dado cuenta de que Emma ya no le interesaba.

–En ese caso, no me extraña que te sintieras incómodo con Darcy –comentó Allegra–. ¿Qué te ha dicho Emma?

–Nada importante. Me ha dicho que está bien y me ha preguntado cómo estoy yo.

–Eso es muy alentador.

Max la miró con desconfianza.

–¿Tú crees?

–Por supuesto. Si Emma no quisiera mantener el contacto contigo, no habría contestado. Pero ha contestado y, además, se ha interesado por ti.

–¿Y qué?

–Te está abriendo una puerta, Max –dijo Allegra con exagerada paciencia–. Te ofrece la posibilidad de que contestes para abrir un diálogo y pasar a otros asuntos. Dentro de poco, mantendréis una conversación en toda regla y, en cuestión de días, si todo va bien, os volveréis a ver.

–Ah…

–Es una buena señal. Sospecho que Emma se ha cansado de su nuevo amante y que arde en deseos de volver contigo.

Max pensó que Emma no era de la clase de mujeres que ardían en deseos de hacer nada. La pasión no tenía mucho espacio en su vida. Emma era el colmo de la moderación, la tranquilidad y el equilibrio.

Emma era la antítesis de la mujer que estaba sentada a su lado.

Miró a Allegra y clavó la vista en sus piernas; el vestido se le había subido un poco y le ofrecía una visión maravillosa de sus muslos.

Cuando pensaba en Allegra, no pensaba precisamente en la moderación. Pensaba en la extravagancia y en los extremos, porque la amiga de Libby era una mujer de extremos. Amaba apasionadamente y, cuando le rompían el corazón, se lo rompían del todo. Comparada con ella, Emma era la mujer más aburrida del mundo.

Pero ya no estaba seguro de haber juzgado bien a su antigua prometida. A fin de cuentas, lo había abandonado para mantener una aventura amorosa con otro hombre.

Max sacudió la cabeza y se dijo que nunca entendería a las mujeres.

–¿Y qué le has dicho? –preguntó ella.

Max, que estaba sumido en sus pensamientos, parpadeó.

–¿Cómo?

–Me refiero a Emma. ¿Ya le has contestado?

–Ah, eso… No, todavía no.

–¿Por qué? ¿Es que te estás haciendo el duro?

Max la miró a los ojos, sin saber qué decir.

¿Qué pasaría si Allegra tenía razón? ¿Qué pasaría si Emma estaba verdaderamente interesada en volver con él?

Durante mucho tiempo, había creído que Emma era la mujer de su vida y que no deseaba otra cosa que casarse con ella y formar una familia en Shofrar. Pero ya no estaba tan seguro. De hecho, no lo estaba en absoluto.

–Sí –respondió al fin, por decir algo–. Me estoy haciendo el duro.

Max llamó a la puerta del cuarto de baño, algo extrañado con la tardanza de Allegra.

–¿Qué diablos estás haciendo ahí?

–Salgo enseguida –contestó ella.

Allegra se puso el carmín, nerviosa. Aquella noche iban a cenar con Bob Laskovski y su mujer. Era una cita importante para Max y no lo quería dejar en mal lugar.

Max había estado de mal humor durante los días anteriores. Allegra supuso que era por culpa de Emma, a la que echaba de menos. De hecho, estaba convencida de que quería volver con ella. De lo contrario, ¿por qué había rechazado a Darcy?

En su incomodidad, decidió dejarlo solo un día y aceptar la oferta de William cuando la llamó para invitarla a tomar una copa. William era un hombre guapo e interesante y se divirtió mucho con él. Pero no era como Max. No sentía nada cuando admiraba sus rasgos y su boca de patricio.

Desgraciadamente, Max estaba fuera de su alcance. No importaba que se estremeciera cada vez que estaban en la misma habitación. No importaba que todo su cuerpo se tensara y se pusiera en alerta, como esperando algo.

Max no la deseaba. Y ni siquiera estaba interesado en una aventura. Buscaba una mujer que quisiera formar parte de su vida; una mujer que compartiera sus intereses y que estuviera dispuesta a renunciar a su carrera para marcharse con él al otro extremo del mundo. Una mujer que no se parecía nada a Darcy. Ni a ella misma.

Además, Allegra sabía que su estancia en la casa era tan temporal como su participación en el experimento de Glitz. En poco tiempo, se marcharía al sultanato de Shofrar y las cosas volverían a la normalidad anterior.

–¡Allegra! ¡Vamos a llegar tarde! –exclamó Max.

Allegra se volvió a mirar al espejo, abrió la puerta y sonrió.

–¿Y bien? ¿Qué te parece?

Él la miró de arriba abajo. Se había puesto un vestido negro, de escote en pico y mangas largas, combinado con unos pendientes de plata y zapatos de tacón de aguja. Max pensó que estaba perfecta para la ocasión, aunque los zapatos resultaran algo extravagantes para la supuesta prometida de un ingeniero más bien gris.

–¿Mi aspecto es adecuado? –continuó ella.

Max tragó saliva.

–Bueno, yo no lo definiría como adecuado.

Allegra frunció el ceño.

–Si quieres, me puedo recoger el pelo y hacerme un moño.

–No, no… estás perfecta. Pero será mejor que nos vayamos de una vez. El taxi está en la entrada de la casa.

Max bajó la mirada, la clavó en sus zapatos y añadió:

–¿Podrás llegar con esos tacones?

Ella le dedicó una sonrisa.

–Por supuesto que sí.

Al llegar al taxi, Allegra se sentó en el asiento trasero y se puso el cinturón de seguridad. Siempre le habían gustado los taxis de Londres, tan grandes; adoraba el olor de la tapicería, el sonido del motor y hasta la luz amarilla que llevaban arriba. Cuando viajaba en uno y contemplaba las calles de la capital británica, se sentía como si estuviera en el centro de todas las cosas, como si formara parte de la vibrante ciudad.

Pero aquella noche fue distinta.

Aquella noche no se pudo concentrar en Londres. Era demasiado consciente de la cercanía de Max. Se había sentado tan lejos de ella como le había sido posible, pero Allegra fantaseó con la posibilidad de que el cinturón de seguridad se soltara y de que algún volantazo del taxista la lanzara sobre él.

Tragó saliva y se dijo que aquello era absurdo. Estaba con Max, el hermano de Libby. Tenía que sobreponerse y actuar con naturalidad.

–Bueno, ¿cuál es el plan? –dijo con un esfuerzo.

–¿El plan?

–Claro. Tendremos que inventar una historia, por si nos preguntan.

Max frunció el ceño.

–Dudo que a Bob le interese nuestra supuesta relación.

–¿Y su esposa?

Max la miró con desconcierto. No se le había ocurrido.

–Sí, claro, su esposa. Será mejor que nos atengamos a la verdad.

–¿La verdad? Te recuerdo que tú y yo no estamos saliendo y que, desde luego, no estamos prometidos.

–No me refería a eso –replicó Max, incómodo–. Me refería a que no hay razón para mentir sobre la forma en que nos conocimos.

–No, supongo que no.

–Además, estoy seguro de que no tendrás que hacer gran cosa además de sonreír y de mostrarte encantada con la perspectiva de casarte conmigo.

–¿Hasta qué punto?

–¿Cómo?

–¿Hasta qué punto quieres que me muestre encantada? –preguntó, de forma provocativa–. ¿Les doy la impresión de que estoy perdidamente enamorada de ti? ¿O me limito a ser dulce y encantadoramente adorable?

Él carraspeó.

–Compórtate de forma normal. Si puedes, claro.

Habían quedado con Bob y su esposa en el Arturo, un restaurante tranquilo y acogedor que había perdido parte de su antigua fama, aunque aún era famoso por la calidad de su comida. Cuando llegaron, Max pagó el taxi y se metió un dedo por debajo del cuello de la camisa. Max pretendía ponerse una camisa blanca, pero Allegra lo convenció para que se pusiera la de color mora con una corbata más oscura.

–A Bob le va a extrañar que lleve una camisa de color rojo –protestó.

–Deja de refunfuñar tanto, Max. Estás magnífico. Todo saldrá bien –dijo ella–. Solo te tienes que relajar.

–¿Relajarme? –preguntó Max con sorna–. Te recuerdo que estoy a punto de someterme a la entrevista más importante de mi historia profesional. Es lógico que esté tenso. Sobre todo, porque voy a mentir a mi propio jefe.

–No es necesario que mientas. ¿Por qué no le dices la verdad?

Durante un momento, Max consideró la posibilidad de hablarle de Emma y de contarle lo sucedido. Indudablemente, sería más fácil que pasar toda la noche con Allegra y fingir que eran novios. Además, no estaba seguro de que Bob picara el anzuelo; era un hombre inteligente y seguramente se preguntaría qué estaba haciendo Allegra con él. Al fin y al cabo, Allegra era de una liga superior.

La volvió a mirar y volvió a sentir el mismo estremecimiento que le había causado cuando salió del cuarto de baño y le preguntó por su aspecto. El vestido de Allegra era bastante más conservador de lo habitual en ella. Las mangas cubrían toda la superficie de sus brazos y la falda ocultaba sus piernas casi por completo. Pero Max se sintió como si llevara un letrero de neón en los pechos y en las caderas.

Un letrero que decía: Mírame.

Le pareció increíble que, precisamente aquella noche, cuando Allegra se mostraba más recatada que otras veces, la encontrara más sexy que nunca.

Sexy, erótica, embriagadora, impresionante.

Exactamente lo contrario de la mujer sensata y algo fría que siempre le había parecido adecuada para él.

Durante unos momentos, el deseo de tocarla fue tan intenso que tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para no cerrar las manos sobre sus brazos, apoyarla en la pared del restaurante y asaltar su boca.

Horrorizado, dio un paso atrás.

¿Qué le estaba pasando? Él no era de la clase de hombres que perdían la compostura con una mujer. Era un hombre firme, prudente, un ingeniero; no el típico donjuán que se dejaba llevar por fantasías sexuales.

Sacudió la cabeza e intentó aclararse las ideas, mientras se repetía que se comportaba así porque estaba nervioso con la cena.

Cuanto antes consiguiera el empleo de Shofrar, mejor. Era lo único que quería. Un objetivo que no pasaba por arrancarle la ropa a Allegra Fielding, sino por conseguir la aprobación de Bob Laskovski.

¿Estaba dispuesto a perder la mejor oportunidad de su carrera solo porque el perfume de aquella mujer lo estaba volviendo loco?

Definitivamente, no.

–¿Decirle la verdad? –replicó al fin, con voz algo tensa–. No, es mejor que nos atengamos al plan original.

Allegra sonrió y lo tomó del brazo.

–Como tú quieras. En ese caso, entremos en el restaurante y acabemos con esto de una vez. Pero no te preocupes, tigre. Lo vas a conseguir.

El hombre imperfecto

Подняться наверх