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Capítulo 2

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SE HIZO un largo silencio. Allegra se dio cuenta de que Max se lo estaba pensando y se sintió inmensamente feliz, pero lo disimuló. Sabía que, si se sentía presionado, se echaría atrás. Tenía que ser paciente.

–¿Qué tendría que hacer? –preguntó él con desconfianza.

–Completar una serie de tareas. Sería… como una competición de caballeros.

Max puso tan mala cara que Allegra decidió cambiar de táctica, dejarse de generalidades y darle ejemplos concretos.

–En primer lugar, tendrías que ir de cócteles con…

–Nunca me han gustado los cócteles –la interrumpió–. Sinceramente, no sé qué ve la gente en esos brebajes decorados con sombrillas de papel.

–Tendrías que ir con Darcy King –continuó ella.

Max se quedó helado.

–¿Con quién?

–Con Darcy King –repitió.

Allegra se maldijo por no haberla mencionado antes. Darcy era el sueño de cualquier hombre heterosexual; una modelo de lencería de cara inmensamente atractiva y cuerpo inmensamente pecaminoso. Si la perspectiva de salir con ella no lo convencía de participar en su experimento, nada lo podría convencer.

–Tú, Max Warriner, tienes la oportunidad de salir con Darcy King en persona. Imagínate lo que dirán tus compañeros de trabajo cuando se enteren.

–Eso es absurdo. Darcy King no querría salir conmigo –alegó él.

–No. Si llevaras puesto ese polo, no querría. Pero esa es precisamente la cuestión. ¿Podemos convertir a un ingeniero sin gusto y sin estilo en un hombre refinado y elegante con quien querría salir hasta la propia Darcy King?

Max la miró como si no supiera si lo estaba halagando o burlándose de él.

–No lo entiendo. ¿Salir conmigo? Estoy seguro de que una mujer tan bella estará saliendo con algún hombre.

–Por lo visto, no. Dice que no encuentra a nadie que la quiera por lo que es y no por su aspecto –replicó Allegra–. Ianthe la entrevistó hace un par de meses para la revista. Darcy es como tú y como yo, ha tenido sus relaciones, pero aún no ha encontrado a la persona que busca.

Max no salía de su asombro.

–¿Insinúas que yo podría ser esa persona?

–No, no estoy diciendo eso –Allegra carraspeó e intentó afrontar el asunto de otro modo–. Aunque os enamorarais apasionadamente, me cuesta creer que lo vuestro tuviera futuro. No creo que Darcy se quiera ir contigo a Shofrar.

Max asintió.

–No, supongo que no; en un sultanato no hay mucho trabajo para una modelo de lencería. Pero, si nos enamoramos, eso importará poco.

Durante unos momentos, Allegra pensó que Max se lo estaba tomando demasiado en serio. ¿Realmente creía que Darcy King se podía enamorar de él? Luego, lo miró a los ojos y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.

–Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Será divertido; pero Darcy se lo tiene que pasar bien y tú tienes que aprender algo nuevo sobre las mujeres. Incluso es posible que te ayude a recuperar a Emma –insistió–. No me digas que lo vas a rechazar porque no te gustan los cócteles con sombrilla.

Max se lo pensó.

–¿Eso es todo? ¿Solo se trata de tomar algo con Darcy?

Ella sacudió la cabeza.

–Antes, tendrás que cambiar un poco. Necesitarás ropa nueva y un corte nuevo de pelo, aunque nuestra estilista te puede ayudar en ese sentido.

–¿Vuestra estilista? –preguntó, horrorizado.

–Sí, eres un hombre muy afortunado. Dickie ha dicho que se encargaría en persona.

–¿Quién diablos es Dickie?

–Dickie Roland, por supuesto. Es el mejor estilista de Londres. ¡Una superestrella! –declaró ella con admiración–. Creo que su nombre real es George, pero en el mundo de la moda se le conoce como Dickie. Es un tipo muy particular. Lleva pajarita desde que llegó de París, me cuesta imaginármelo sin una.

–No pretenderás que me ponga pajarita.

–No, no, en absoluto. Lo de las pajaritas es una manía estrictamente suya –le aseguró.

–Menos mal –dijo, aliviado.

–Dickie te dejará perfecto. Pero te ruego que seas paciente con él. Es un hombre tan brillante como temperamental.

Max suspiró.

–No puedo creer que me vaya a poner en manos de un estilista.

–Así estarás guapo cuando quedes con Darcy, ¿no?

–Todavía no he aceptado –le advirtió–. ¿Qué más tendré que hacer? Algo me dice que tu experimento incluye otras cosas además de llevar ropa nueva y tomarme un cóctel.

–Cuando pase la fase de los cócteles, tendrás que cocinar para ella. Y no vale el truco de pedir una pizza por teléfono. Tendrás que cocinar de verdad.

Max gruñó y Allegra prefirió no decir que, para empeorar las cosas, Darcy era vegetariana. Ya se enteraría después.

–Supongo que puedo cocinar algo. Siempre que no espere nada especial.

–No importa lo que cocines; se trata de que te tomes la molestia de cocinar algo para ella, algo que le guste –dijo Allegra con impaciencia–. Interésate por sus gustos cuando salgáis de copas. Si le gustan los platos complicados, prepárale un plato complicado, aunque sospecho que es una mujer de gustos sencillos.

–Está bien. Tomar un cóctel, cocinar… ¿qué más?

Ella respiró hondo.

–Primero, tendrás que llevarla al cine, al teatro o a ver una exposición sin poner cara de que te estás aburriendo terriblemente –puntualizó–. Y creo que eso es todo… bueno, todo menos el baile, claro.

–¿Qué tipo de baile? –preguntó Max, cuya desconfianza iba en aumento–. Te conozco de sobra, Piernas. Sé que me estás ocultando algo.

–De acuerdo, te lo diré. Es un baile de disfraces que se organiza para una asociación benéfica. Tendrás que vestirte adecuadamente, y aprender a bailar el vals.

Max se la quedó mirando con horror.

–¿Un baile de disfraces? No, no, de ninguna manera –dijo, vehemente–. Preferiría sacarme los ojos con mis propias manos.

–Oh, Max, por favor. Tienes que asistir al baile –le rogó–. Darcy lo está deseando, y estaría bien que te tomaras la molestia de aprender a bailar el vals. Sería un detalle muy romántico por tu parte.

–¿Romántico? ¿Qué hay de romántico en hacer el ridículo?

–Yo siempre he querido asistir a un baile como ese. Con vestidos de época y valses austriacos…

Allegra suspiró y se llevó una mano al pecho. Había crecido en una casa llena de libros, pero en los estantes de Flick solo había pesadas biografías de gente importante y obras literarias de supuesto valor intelectual. Casi tuvo una revelación cuando se quedó por primera vez con la familia de Libby y tuvo acceso a las novelas románticas de su biblioteca, llenas de duques libertinos y gobernantas ardientes.

Desde entonces, estaba enamorada de los salones donde el héroe y la heroína de aquellas historias bailaban juntos, embriagados de energía sexual y completamente ajenos al resto de la gente.

–Adoro el vals –continuó ella, abstraída–. Sueño con un caballero que me lleve flotando por una pista de baile y que, después, sin que casi me dé cuenta, me saque a la oscuridad de una terraza en pleno verano, me apoye contra la balaustrada y declare que no puede vivir sin mí, que me ama con toda su alma y que…

Allegra se detuvo al ver la expresión de asombro de Max.

–Menos mal que no has seguido. Empezaba a tener miedo de que te ahogaras con tus propias palabras –ironizó él.

–Sí, bueno. Pero no puedes negar que lo del baile sería muy romántico.

Max frunció el ceño.

–Si tanto te apetece, ¿por qué no vas con ese novio tuyo? –le preguntó–. ¿Cómo se llamaba? ¿Jerry?

–Jeremy.

–Ah, sí, Jeremy –dijo él–. Estoy seguro de que sabe bailar. Solo nos hemos visto una vez, pero me pareció uno de esos tipos que sabe hacer de todo.

Allegra pensó que tenía razón. Jeremy era un hombre con muchos recursos. Era encantador y elegante; le interesaban la política y la economía y podía hablar largo y tendido de arte y relaciones internacionales. Pero, por desgracia para ella, también era demasiado serio como para bailar.

–Pensándolo bien, ¿no crees que Jeremy sería más apropiado para tu experimento?

Allegra suspiró otra vez.

–No, en absoluto. Jeremy no necesita cambiar y, por otra parte, hace tiempo que no nos vemos. Ni siquiera se puede decir que fuéramos novios.

Allegra intentó sentirse ofendida cuando Jeremy dejó de llamar; pero, en el fondo, se sentía aliviada. Jeremy era demasiado serio para ella. A pesar de haber crecido con una madre como Flick Fielding, sus intereses estaban más cerca de la moda y los rumores sobre famosos que de las intrigas políticas.

–Solo salimos un par de veces –continuó–. Jeremy no era más que un conocido; alguien que Flick me presentó.

A Max no le extrañó que Flick intentara buscarle novios e imponerle su criterio en materia de hombres. La madre de Allegra era una mujer de gran carácter que se había hecho famosa por sus incisivas entrevistas. Hasta los políticos más duros se rendían ante su mirada acerada y los latigazos de su lengua.

Flick Fielding estaba acostumbrada a imponerse. En cambio, Allegra era una chica cálida, graciosa y creativa que no se metía en la vida de los demás y que se veía obligada a sufrir las presiones constantes de su madre.

–Entonces, ¿no te partió el corazón?

Allegra se apartó el pelo de la cara.

–No. Jeremy solo ha sido el último hombre en una larga serie de candidatos que demostraron no ser la persona que busco –respondió–. Aunque admito que, al principio, cuando nos conocimos, me ilusioné con él.

–Sinceramente, creo que las cosas te irían mejor si dejaras de permitir que tu madre te elija los novios.

–¡Mi madre no me los elige!

–Oh, vamos… ¿Cuándo has salido con alguien que no cuente con la previa aprobación de Flick? –le preguntó él.

–Salgo con hombres atractivos, inteligentes y con éxito profesional. Es lógico que cuenten con su aprobación –declaró a la defensiva.

–Te lo diré de otra forma. Quizás haya llegado el momento de que empieces a salir con hombres por el simple hecho de que te gusten, no por lo que piense tu madre.

–Jeremy me gustaba –dijo Allegra, claramente incómoda–. Además, eso no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando. Él no está y tú eres el candidato perfecto. Tienes mucho que mejorar.

–Gracias –repuso él con ironía.

–No te lo tomes a mal, Max. Si yo estuviera en tu lugar, estaría saltando de alegría. El destino te ha ofrecido la posibilidad de aprender lo que las mujeres desean –alegó–. Sé que te vas a Shofrar dentro de un par de meses y que el artículo no se publicará hasta después; pero, si juegas bien tus cartas, podrías recuperar a Emma y conseguir que vuelva contigo. ¿No es eso lo que quieres?

Max se repitió mentalmente esa misma pregunta. Se sentía bien con Emma; se sentía cómodo y, por supuesto, quería que volviera con él. Pero solo si volvía a ser la que había sido antes de perder la cabeza y empezar a desear más de todo: más aventura, más pasión, más atención, más esfuerzo.

A pesar de ello, la echaba de menos. O, por lo menos, extrañaba la sensación de estar con alguien. Y estaba convencido de que no encontraría una mujer más adecuada para él.

–Sí, claro que sí.

Allegra sonrió, satisfecha.

–Pues algo me dice que Emma se sentirá realmente celosa cuando se entere de que estás saliendo con Darcy.

–No estaré saliendo con ella. No de verdad –le recordó.

–Pero Emma no lo sabrá. Y volverá contigo en un periquete.

Max suspiró.

–Yo no estaría tan seguro de eso. Solo sé que no tengo que vestirme de payaso y aprender a bailar el vals para estar con Emma. A ella no le importaban esas cosas.

–Bueno, también creías que no necesitaba más pasión y mira lo que ha pasado.

–Dicho así…

Allegra decidió que había llegado el momento de dejarse de argumentaciones y pasar a una estrategia más directa.

Lo tomó de la mano, lo miró a los ojos y dijo:

–¡Por favor, Max! ¡Por favor, por favor, por favor! ¡Di que me ayudarás, te lo ruego! Por fin tengo la oportunidad de impresionar a Stella, pero la perderé si te niegas a participar en el experimento. Todo el mundo dirá que soy un fracaso. Mi carrera habrá terminado antes de empezar, y no quiero ni imaginarme lo que dirá mi madre.

Max se quedó hechizado con los ojos de Allegra. Hasta entonces, no se había dado cuenta de lo bellos que eran, de lo grandes que eran, de lo verdes que eran, de lo profundos, mágicos y sensuales que eran.

Tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar la cordura.

–Sé que Glitz no te parece una publicación seria, pero estamos hablando de mi vida profesional –insistió ella–. ¿Qué voy a hacer si fracaso como periodista?

–Ilustrar libros para niños. Siempre dijiste que era lo que querías hacer.

Ni Max ni el resto de su familia se habían extrañado mucho cuando Allegra les contó que iba a seguir los pasos de Flick y se iba a dedicar al periodismo; pero Max pensaba que su verdadero talento era la ilustración. Tenía la capacidad de crear una cara o un animal entero con solo un par de trazos.

–No podría vivir de ilustradora.

Max no se dejó engañar. Sabía que a Allegra no le preocupaba tanto ese detalle como el hecho de que a su madre no le gustaría. Flick quería que su hija fuera periodista de televisión o de algún periódico respetado. Los dibujos de Allegra le parecían tonterías, cosas sin interés. Y a Max le parecía una pena.

–Vamos, Max. Solo te llevará unas cuantas horas.

Max pensó que tenía razón. Allegra había sido una buena amiga para Libby y para él mismo. ¿Qué eran unas cuantas horas a cambio de su amistad? Especialmente, cuando sabía que necesitaba tener éxito para ganarse la aprobación de su madre. Le gustaba fingirse dura e independiente, pero solo era una jovencita de buen corazón que habría hecho cualquier cosa por agradar a Flick.

–Supongo que, si me niego, tú te negarás a hacerte pasar por mi prometida delante de Bob Laskovski.

Allegra se quedó súbitamente desconcertada y Max tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudir la cabeza. Por increíble que fuera, no se le había ocurrido la posibilidad de extorsionarlo con el asunto de Bob. Y ahora lo miraba como si le pareciera increíble que dudara de ella hasta ese extremo.

Max estuvo a punto de poner fin a su sufrimiento y decirle que se prestaría al experimento, pero no dijo nada. Quería saber hasta dónde era capaz de llegar con tal de ganarse un aplauso de Flick.

–Sí, sí… exactamente –dijo Allegra al salir de su asombro–. Favor por favor. Si no me ayudas con la revista, yo no te ayudaré con tu jefe.

–Pero me lo habías prometido –protestó Max, a sabiendas de que Allegra no rompía nunca su palabra–. Si no vienes conmigo a esa cena, no conseguiré el trabajo de Shofrar. Y ya sabes lo mucho que significa para mí.

–Tanto como ese encargo para mí –observó ella, todavía incómoda–. Ese es el trato. Lo tomas o lo dejas.

–¡Me estás chantajeando!

–¿Y qué? –contraatacó.

A Max le faltó poco para soltar una carcajada. Pero se contuvo y frunció el ceño como si estuviera molesto.

–Está bien. No me dejas muchas opciones, ¿verdad? Participaré en tu precioso experimento. Pero será mejor que no te hayas inventado lo de Darcy King –le advirtió.

De repente, Allegra sonrió y se abalanzó sobre él. Max se quedó tumbado en el sofá, con ella encima.

–¡Te adoro, Max! ¡Gracias, gracias, gracias! –exclamó mientras lo cubría de besos–. Te prometo que no te arrepentirás. ¡Voy a cambiar tu vida! ¡Y todo será perfecto!

Allegra salió del ascensor tan deprisa como le permitían sus zapatos de talón abierto. Los zapatos eran un contrapunto divertido para el recatado traje de falda y chaqueta de tweed que se había puesto aquella mañana.

Estaba radiante de alegría. Exudaba elegancia y confianza en sí misma, como correspondía a una mujer a punto de conseguir un éxito profesional. Y justo entonces, se le hizo una carrera en las medias.

Si no se hubiera detenido a saludar a la señora Gosling, no habría ocurrido nada; pero no tenía corazón para pasar por delante de ella, ver el brillo de sus ojos ante la perspectiva de poder hablar con alguien y seguir su camino. Especialmente, cuando se había quedado enredada con la correa de su perro, un chucho al que, por algún motivo que Allegra no alcanzaba a comprender, había llamado Derek.

Se detuvo y la ayudó a desenredarse mientras la señora Gosling le contaba las últimas gamberradas del perro. Allegra la escuchó con atención porque a Molly, la hija de una amiga suya, le gustaba que le contara historias de Derek. De hecho, Allegra había adquirido la costumbre de escribirle las historias e ilustrarlas con dibujos de la pícara cara del animal. Y a Molly le encantaba.

–Deberías publicar un libro con esas historias –le había dicho Libby en cierta ocasión–. Las gloriosas aventuras del perro Derek. La señora Gosling se llevaría una alegría.

–Solo las escribo para Molly –replicó Allegra, restándole importancia–. No son para tanto.

Pero aquella mañana, Allegra estaba tan preocupada con sus propios problemas que no prestó la atención debida al perro y, cuando por fin liberó a la mujer, Derek le puso las patas encima y le hizo una carrera en las medias.

Desgraciadamente, ya no tenía remedio. Allegra se despidió de la señora Gosling y entró en el ascensor a toda prisa porque se le había hecho tarde.

Las oficinas de Glitz, que se encontraban en la última planta del edificio, solían estar llenas de personas que iban de un lado a otro, siempre ocupadas; pero ese día se encontró con un silencio y una quietud que no presagiaban nada bueno.

Acalorada y jadeante, se acercó al mostrador de recepción.

–La reunión acaba de empezar –le informó Lulu, la recepcionista, con gesto de conmiseración–. Ya sabes que Stella odia que la gente llegue tarde. Será mejor que te busques una excusa. Di que te ha atropellado un autobús o algo parecido.

–¿Un autobús? La venganza de Stella será peor que un autobús si no entro de inmediato –replicó con un gemido.

Allegra respiró hondo, se arregló un poco el pelo y empezó a caminar hacia la sala de juntas, pero Lulu la llamó.

–¡Allegra! ¡No puedes entrar así!

–¿Así? ¿Cómo?

–¡Tus medias!

Allegra bajó la cabeza. Lo había olvidado por completo. Llevaba unas medias de repuesto en el bolso, pero no tenía tiempo para cambiarse.

–¿Qué es peor? ¿Llegar tarde? ¿O llegar con una carrera en las medias? –preguntó a Lulu con desesperación.

La recepcionista le lanzó una mirada que no admitía dudas.

–Sí, supongo que tienes razón –continuó Allegra–. Será mejor que me cambie.

Aquel fue el segundo error de Allegra en lo que iba de mañana. Se metió en el cuarto de baño y se encontró con Hermione, una de las becarias del departamento de marketing. Por desgracia, Hermione rompió a llorar de repente y Allegra no tuvo más remedio que escuchar su triste y larga historia. Cuando por fin se libró de su compañera, le había dejado dos manchas de rímel corrido en la blusa.

Desesperada, se quitó las medias, sacó las que llevaba en el bolso y se las puso. Pero lo hizo con tantas prisas que las rasgó con la uña y terminó con otra carrera.

–¡Maldita sea!

Afortunadamente, la carrera quedaba debajo de la falda y no se veía. Allegra se incorporó, se miró en el espejo e intentó arreglarse el cabello. Le habían pasado tantas cosas que parecía una maníaca, pero no podía hacer nada. Si no iba de inmediato a la sala de reuniones, le darían su encargo a otra persona. Incluso era posible que Ianthe Burrows ya estuviera valorando las posibles opciones.

Un minuto después, entró en la sala.

–Lo siento.

Todas las miradas se clavaron en ella, que llegaba roja como un tomate y con el pelo revuelto. El silencio fue abrumador. Stella no dijo nada; se limitó a bajar la cabeza y a clavar la vista en las medias de Allegra.

Contra su voluntad, Allegra siguió la mirada de la directora y descubrió que la carrera se había hecho más grande y se veía por debajo de la falda.

Horrorizada, deseó que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragara para siempre.

–Las reuniones de redacción empiezan a las diez –dijo la directora con frialdad.

–Sí, lo sé. Es que…

Allegra no podía explicar que llegaba tarde porque se había detenido para ayudar a la señora Gosling y, a continuación, para animar a Hermione. Así que dejó la frase sin terminar y repitió, avergonzada:

–Lo siento.

Stella asintió con la cabeza y los demás retomaron su conversación anterior. Allegra se sentó, sacó bolígrafo y papel, dejó su tablet a un lado y se alegró al comprobar que no se había perdido gran cosa. Estaban hablando de los artículos del número siguiente.

A continuación, se pusieron a discutir sobre las ventajas e inconvenientes de acostarse con amigos. Allegra se estremeció y se acordó de lo que había pasado años atrás. ¿Qué habría ocurrido si Max la hubiera besado aquella noche? Casi no se atrevía a imaginarlo. A fin de cuentas, Max era como un hermano para ella.

Sin embargo, sabía que no se habrían conformado con un beso. Y lo encontró desconcertante, porque siempre había creído que ni Max era su tipo ni ella era el tipo de él. Desde luego, no se parecía nada a la rubia, dulce y ordenada Emma.

No, definitivamente era mejor que siguieran siendo amigos. Acostarse con Max habría sido un error. Ni habrían podido compartir casa ni, por otra parte, ella se habría sentido en condiciones de pedirle que participara en su experimento.

Pero, por suerte, Max no la había besado.

Allegra apretó los labios, bajó la vista y se dio cuenta de que, inconscientemente, había estado dibujando una cara en la libreta.

La cara de Max.

Pero la boca no le había quedado bien, así que la borró y la corrigió con rapidez. Cuando volvió a mirar, se encontró ante la viva imagen del hermano de Libby. Ojos intensos, mandíbula obstinada, labios tentadores.

Justo entonces, se acordó de que la noche anterior se había abalanzado sobre él y se le hizo un nudo en la garganta. Había sido una reacción espontánea, una forma como otra cualquiera de demostrarle su agradecimiento. Pero, cuando le pasó los brazos alrededor del cuello y le dio un beso en la mejilla, fue repentina y angustiosamente consciente de lo sexy, fuerte y masculino que era.

–¿Es tu novio?

Allegra se sobresaltó al oír la voz de Georgie, una de las periodistas más jóvenes, que se había inclinado sobre el retrato.

–No, no –respondió, incómoda–. Solo es un amigo.

Rápidamente, Allegra dibujó el espantoso polo de Max. La sonrisa de Georgie desapareció al instante.

–Oh…

Allegra respiró hondo y se dijo que, para dejar de pensar en Max, solo tenía que recordar su gusto con la ropa.

–¡Allegra! –exclamó Marisa, la ayudante de Stella.

–¿Sí?

–¿Nos podrías hacer el honor de prestarnos tu atención? –ironizó la mujer.

–Sí, sí, por supuesto –respondió con inseguridad.

–¿Has avanzado algo con el encargo?

Allegra asintió.

–A decir verdad, sí.

Todos la miraron con asombro.

–¿Has encontrado a un hombre adecuado? –intervino Stella.

–En efecto.

–¿Quién es? –preguntó Marisa.

–El hermano de una amiga mía. Max.

–¿Y qué aspecto tiene? –insistió Marisa–. Espero que, por lo menos, esté bueno.

Allegra les enseñó el retrato que acababa de hacer.

–Umm… No está mal –dijo Marisa.

–Bueno, no se puede decir que sea el hombre más atractivo del mundo, pero creo que encaja en el proyecto.

–Parece prometedor. ¿Cómo es?

–Es un tipo normal y corriente. Un ingeniero que juega al rugby y no sabe absolutamente nada de moda –dijo Allegra.

–¿Y no está saliendo con nadie? Solo nos faltaría que su chica monte un número al saber que se va de copas con Darcy.

Allegra sacudió la cabeza.

–No, no está con nadie. Su prometida le acaba de abandonar y él se va del país dentro de poco, así que no está interesado en mantener relaciones amorosas –declaró–. Es perfecto para lo que buscamos.

–Pero ¿es consciente de lo que supone? –preguntó Marisa con desconfianza–. ¿Te consta que quiere participar?

Como Allegra no podía explicar que lo había extorsionado para salirse con la suya, se limitó a decir:

–Por supuesto.

Marisa miró a Stella, que asintió.

–En ese caso, será mejor que te pongas en contacto con Darcy King y organices su primera cita cuanto antes.

El hombre imperfecto

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