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Capítulo 4

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ALLEGRA se tomó una segunda copa y, a continuación, una tercera. Ya no recordaba por qué se había sentido tan incómoda. Se lo estaba pasando en grande, intercambiando anécdotas de citas desastrosas con la modelo, mientras Max las observaba con humor.

–No nos mires así –protestó Allegra–. Seguro que tú también has tenido alguna cita que ha sido un desastre.

–¿Como esta? –replicó él en tono de broma.

–No. Me refiero a citas de verdad –dijo Allegra, indignada.

Darcy asintió.

–Citas terribles. Las típicas situaciones en las que te das cuenta de que te has equivocado por completo y solo quieres huir.

–O peor aún –intervino Allegra–, cuando alguien te gusta mucho y te das cuenta de que tú no le gustas a él.

Max sonrió.

–Sinceramente, no sé de qué estáis hablando.

Darcy hizo caso omiso.

–Yo le echo la culpa a mi padre. Puso el listón tan alto que ninguno de los hombres con los que he salido puede estar a su altura.

–Tienes suerte de tener padre –comentó Allegra.

Allegra lo dijo con tristeza. En su certificado de nacimiento solo aparecía el nombre de su madre, y Flick se negaba a hablar de su padre. Cada vez que se interesaba al respecto, le decía que había sido un error y cambiaba de conversación rápidamente. De niña, Allegra se imaginaba que su padre era una estrella de cine o un príncipe de algún reino europeo y que, cualquier día, se presentaría a buscarla.

Pero, obviamente, su padre no se presentó.

–Bueno, creo que ya habéis bebido bastante –dijo Max, que llamó al camarero para que les llevara la cuenta–. Es hora de volver a casa.

–No me quiero ir a casa. Quiero tomar otra copa –dijo Allegra.

Max no le hizo caso. La tomó del brazo y la levantó con una fuerza que a Allegra le pareció sorprendente.

–¿Quieres que te pida un taxi, Darcy?

–Te lo agradezco mucho, pero me quedaré un rato. –Darcy saludó a alguien que estaba detrás de ellos–. Quiero hablar con Chris.

–Oh, Dios mío… ¿Conoces a Chris O’Donnell? –chilló Allegra.

Afortunadamente, Max se la llevó del brazo y la sacó del local antes de que pudiera hacer el ridículo.

–¿Qué estás haciendo? –protestó–. ¡Era mi oportunidad de conocer a Chris O’Donnell!

–Estás borracha, Piernas. Aunque Darcy te lo hubiera presentado, mañana no te acordarías de nada.

–Por supuesto que…

Allegra resbaló en ese momento. De no haber sido por los reflejos de Max, que la agarró del brazo, se habría dado un buen golpe.

Él suspiró y dijo:

–Será mejor que vayamos en taxi.

Allegra parpadeó, intentando enfocar la mirada.

–¿Un taxi? Aquí no conseguiremos un taxi.

–¿Estás segura?

Max la dejó apoyada en la pared, se llevó dos dedos a la boca y soltó un intenso silbido. Segundos más tarde, se detuvo un taxi.

Tuvo tantas dificultades para subir al vehículo que, al final, Max decidió intervenir y meterla dentro. Allegra se quedó despatarrada, en una posición muy poco digna. Y, cuando por fin se puso recta, fracasó en el intento de encontrar el enganche del cinturón de seguridad.

De nuevo, Max acudió en su ayuda. Se inclinó sobre ella y le puso el cinturón.

Al ver su cabello, Allegra sintió un deseo tan arrebatador de acariciárselo que se despabiló al instante. Luego, respiró hondo y se apretó contra la portezuela del lado contrario, para distanciarse de él.

–La experiencia ha sido un éxito, ¿no crees?

Allegra pretendía sonar fría y profesional, para demostrarle a Max que no estaba borracha y que era capaz de mantener una conversación. Por desgracia, su voz sonó tan débil como si no tuviera oxígeno en los pulmones; así que carraspeó y lo volvió a intentar.

–Darcy es encantadora, ¿verdad?

Max asintió.

Darcy era una fantasía hecha realidad. Sexy, amigable, inteligente y con sentido del humor. Probablemente, era la mujer más extraordinaria que había conocido. Pero no le llamaba la atención.

Max frunció el ceño y se puso el cinturón de seguridad. A su lado, Allegra empezó a decir cosas apenas comprensibles sobre el éxito de la velada y sobre lo mucho que se había divertido. Era obvio que no había estado sometida a las constantes caricias de Darcy, como él.

Había sido una situación absurda. Él, Max Warriner, convertido en el objeto de los deseos de una supermodelo que no dejaba de tocarle la pierna. Pero, lejos de haberlo disfrutado, se había sentido terriblemente incómodo. Era demasiado consciente de la presencia de Allegra, de sus miradas, de su forma de tomar notas.

Ni él mismo lo entendía. Físicamente, las dos mujeres estaban a años luz. Darcy era exuberante, lujuriosa, el sexo personificado; Allegra, solo una chica demasiado delgada. Pero, en ese caso, ¿por qué se acordaba una y otra vez del abrazo que le había dado en el sofá? ¿Por qué recordaba una y otra vez su calor?

–Y tú has estado magnífico.

Max la miró y se tuvo que resistir al impulso de quitarle el cinturón de seguridad y tumbarla sobre sus piernas. Justo entonces, el taxi pegó un bandazo y Allegra se inclinó hacia él lo justo para que notara el aroma de su cabello.

–Me siento un poco rara, ¿sabes?

–No te preocupes. Te sentirás mejor cuando comas algo.

–Oh, no… Ahora no podría comer nada.

–Puedes y debes –dijo él–. Pediremos una pizza cuando lleguemos a casa.

Allegra lo miró con horror.

–¿Una pizza? ¿Te has vuelto loco? ¿Sabes cuántas calorías tienen?

–Demasiadas, pero esta noche has tomado tantos cócteles que una pizza no marcará la diferencia –observó Max–. Además, estás muy delgada. En mi opinión, te vendrían bien unos cuantos kilos.

Allegra frunció el ceño.

–Nunca has trabajado en el sector de la moda femenina, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza.

–No, ni tengo intención de trabajar.

–Yo no estaría tan segura de eso. Ahora que llevas camisas con estampados de flores, ¿quién sabe lo que puede pasar?

–Eso es cierto –replicó él con desánimo.

Los dos se quedaron en silencio. Allegra se giró hacia la ventanilla y se dedicó a admirar las fachadas de los edificios de Piccadilly. Era muy tarde, pero las calles estaban llenas de coches.

Max intentó apartar la vista del tentador cuello de Allegra y de los muslos parcialmente ocultos bajo la falda de su vestido. Era de color verde menta, de una tela parecida a la gasa que estaba pidiendo a gritos que la tocaran. La propia Darcy la había tocado unos minutos antes y había expresado su admiración por la prenda. Max casi estuvo a punto de apartar la mano de la modelo y acariciarla él.

Todo era de lo más extraño. Hasta esa noche, la forma de vestir de Allegra le había pasado desapercibida. Como mucho, le hacía bromas sobre los zapatos de tacones imposibles que se ponía de vez en cuando.

¿Por qué era tan consciente ahora?

Max admiró el perfil de Allegra, que seguía mirando la calle. Después, sacudió la cabeza y se dijo que se sentía así por culpa de su estúpido experimento, que los había condenado a estar juntos.

Cuando terminara, las cosas volverían a la normalidad.

O eso quería creer.

Max hizo caso omiso de las quejas de Allegra y pidió una pizza en cuanto llegaron a casa. Ella se derrumbó en el sofá, se quitó los zapatos y se dedicó a darse un masaje en los pies mientras protestaba nuevamente por las calorías, pero se le hizo la boca agua cuando por fin llegó.

–Bueno, supongo que podría tomar un poco –dijo.

Se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, y empezaron a comer. Allegra sabía que se arrepentiría por la mañana, pero no podía negar que estaba hambrienta. Y Max tenía razón. Necesitaba comer algo.

Se llevó una porción a la boca y soltó un gemido de placer. Estaba tan buena que cerró los ojos para saborearla mejor y, cuando los volvió a abrir, vio que Max la miraba de una forma extraña.

–¿Qué pasa?

–Nada –Max apartó la vista–. Solo pensaba que, si la pizza te gusta tanto, deberías comerla más a menudo.

–¿Te has vuelto loco? ¡Me pondría gorda!

Allegra lo miró a los ojos y se arrepintió al instante. Algo había cambiado entre ellos. Algo que le recordaba el día en que Max estuvo a punto de besarla.

Súbitamente, se sintió en la necesidad de romper un silencio que se había vuelto incómodo. Pero eso no tenía ni pies ni cabeza. Estaba con Max, el hermano de Libby, un viejo amigo. Nunca se había sentido en la necesidad de darle conversación.

¿Qué estaba pasando?

Confundida, alcanzó otra porción de pizza, para distraerse.

–Tendrás que hacer algo mejor que pedir una pizza cuando invites a Darcy a cenar.

–¿Es que la voy a invitar a cenar?

–Es tu segunda tarea –le recordó–. Un novio perfecto tiene que ser capaz de preparar una comida deliciosa en casa.

–Bueno, espero que a Darcy le gusten los asados, porque es lo único que sé hacer.

–Pues tendrá que ser un asado de verduras –ironizó ella.

–¿Cómo?

–Darcy es vegetariana, Max.

Max la miró con horror.

–¿Vegetariana? ¿Por qué no me lo habías dicho?

–Porque no me pareció importante.

Él arqueó una ceja.

–Será más bien porque tenías miedo de que me echara atrás si me lo decías.

–Oh, vamos, no es para tanto. Estoy segura de que sabrás hacer algo decente con verduras. No se puede decir que sea lo más difícil del mundo, pero tienes que cocinar tú –puntualizó–. Si es necesario, puedes consultar el libro de recetas de Libby. Creo que está en la cocina, en alguna parte.

Contenta de tener una excusa para alejarse de él, Allegra se levantó del sofá, se dirigió a la cocina y volvió con el libro.

–Ravioli con queso, tartaleta de verduras, risotto de puerros… –dijo mientras lo hojeaba–. Tienes mucho donde elegir.

Allegra le dio el libro y Max lo miró sin entusiasmo.

–La cocina no se me da bien –le confesó–. Cuando estaba con Emma, ella cocinaba casi siempre.

–Quizás le habría gustado que cocinaras más.

–Lo dudo. A Emma le encanta cocinar.

–Aunque eso sea cierto, estoy segura de que no le habría disgustado que cocinaras con más frecuencia –observó Allegra–. Pero ahora tienes la oportunidad de mejorar como persona; de aprender y demostrarle que has cambiado, que estás dispuesto a hacer un esfuerzo por ella. No la desaproveches, Max.

Él entrecerró los ojos.

–Pareces deseosa de que vuelva con Emma.

–Solo quiero que seas feliz. Y parecías feliz cuando estabas con ella.

Allegra fue sincera con él, aunque no del todo. En parte, quería que volviera con Emma porque así lo vería menos y no tendría que afrontar las extrañas emociones que la asaltaban cuando estaban juntos. Había empezado a ser demasiado consciente de su boca, de sus manos, del pecho duro y fuerte que se ocultaba bajo su camisa.

Cuanto antes volviera con Emma, antes volverían las cosas a la normalidad.

Y estaba convencida de que él pensaba lo mismo.

–Sí, admito que era feliz con ella. Éramos buenos amigos y teníamos muchas cosas en común. Aún no puedo creer que lo arrojara todo por la borda para marcharse con un tipo al que apenas conocía.

–Esa relación no durará mucho.

Max la miró con interés.

–No sabía que fueras especialista en relaciones amorosas…

–No soy especialista, pero he pasado por la situación de Emma –replicó–. Una mañana te despiertas y te preguntas qué diablos estás haciendo. Créeme, Max. Emma se dará cuenta de que ha cometido un error, y es importante que estés preparado. Tienes que demostrarle que has cambiado y que estás dispuesto a hacer lo que sea para que vuelva contigo.

–No me digas que has empezado a llevar el consultorio amoroso de Glitz –comentó él con humor.

Allegra sacudió la cabeza.

–Búrlate de mí, pero es un buen consejo. Si quieres recuperar a Emma, tendrás que prestarle atención –dijo–. Y deberías retomar el contacto, envíale un SMS o algo así. Pero relajadamente, sin presiones.

–¿Y qué le puedo decir?

–Que te acuerdas mucho de ella –contestó Allegra–. Eso bastará, de momento.

–¿Cómo he permitido que me metas en este lío?

Max estaba tan protestón que Allegra casi tuvo que empujarlo para que siguiera caminando hacia el salón de baile, donde le iban a enseñar a bailar el vals.

Para Allegra era fundamental que lo aprendiera. Al fin y al cabo, su artículo no valdría gran cosa si el cambio de Max se limitaba a haberse vestido con cierta elegancia y haberse tomado unos cuantos cócteles con Darcy. Además, ella también lo iba a aprender. Y hasta cabía la posibilidad de que su príncipe azul, el hombre alto y atractivo con el que soñaba, la estuviera esperando en el salón de baile.

Las fantasías de Allegra se esfumaron cuando Max se detuvo delante de la puerta, que estaba pintada de rosa y adornada con dibujitos de hadas.

–¡Me niego a entrar ahí!

Ella lo tomó del brazo.

–Te prometo que dentro no hay hadas. Vamos, Max, sé valiente.

Max gruñó, pero permitió que lo llevara al interior del local, que era una sala grande con dos paredes cubiertas de espejos. A continuación, lo llevó hasta la profesora de baile y se la presentó. Cathy era una bailarina de televisión que había dejado su trabajo y se dedicaba a dar clases a famosos. Todos decían que era capaz de convertir a cualquiera en un buen bailarín, pero enseguida se dio cuenta de que Max iba a ser un alumno particularmente difícil.

–Es como mover un bloque de cemento –se quejó a Allegra–. ¿Me puedes echar una mano? Baila un rato con él. Puede que se relaje más contigo.

Era lo que Allegra estaba esperando. Se levantó, se acercó a Max y adoptaron la posición para empezar a bailar. Pero, de repente, se sintió incómoda. No había previsto que tendrían que tocarse, que estarían muy cerca, que la situación resultaría terriblemente íntima.

–Muy bien, Max. Recuerda lo que te he dicho. Tú marcas el ritmo y Allegra te sigue –dijo Cathy–. Vamos allá.

Allegra respiró hondo y se concentró en las instrucciones de la profesora de baile. Luego, clavó la vista en el hombro de Max e intentó no pensar en el contacto de sus manos. Pero, al cabo de unos segundos, vio su perfil por el rabillo del ojo y se distrajo tanto que perdió el ritmo y dio un traspié.

–¡Basta! ¡No lo puedo soportar! –exclamó Cathy.

Max y Allegra se apartaron con una mezcla de vergüenza y alivio.

–Allegra, ¿no me habías dicho que sois amigos? –continuó la profesora.

–Sí, bueno… somos algo así.

–¿Algo así?

–Nos conocemos desde hace mucho tiempo –intervino Max.

Cathy arqueó una ceja.

–Pues cualquiera lo diría –ironizó–. Os comportáis como si no os hubierais visto nunca.

–¿A qué te refieres? –preguntó Allegra.

–A que mantenéis constantemente las distancias. Parece que tenéis miedo de tocaros –dijo Cathy–. Quiero que os abracéis.

–¿Cómo?

–Que os abracéis –repitió Cathy con exasperación.

–¿Cómo quieres que… ? –empezó a decir Allegra.

Cathy suspiró.

–¿Es que no sabéis dar un abrazo?

–Discúlpame, Cathy, pero no entiendo el sentido de ese ejercicio –intervino Max, que tampoco ardía en deseos de abrazar a Allegra.

–Quiero que os relajéis y os sintáis cómodos el uno con el otro. Un abrazo servirá para rebajar la tensión.

Allegra carraspeó, se giró hacia Max y le susurró una disculpa. Max se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

Lo intentaron dos veces y fracasaron. La primera, se pegaron un cabezazo el uno al otro; la segunda, pusieron los brazos en una posición tan extraña que tuvieron que apartarse otra vez. Pero la tercera salió bien y los dos se rieron, nerviosos.

Allegra terminó con los brazos alrededor de la cintura de Max, que la apretaba contra su pecho. Encajaban de un modo tan perfecto que parecían hechos el uno para el otro. Max le sacaba los centímetros justos para que ella pudiera apoyar la cara en su cuello.

–Excelente –dijo Cathy–. Y ahora, quiero que os abracéis con más fuerza.

Allegra asintió y abrazó a Max con más fuerza, pero su sensación de seguridad desapareció al instante.

De repente, el abrazo se había convertido en algo peligroso. El deseo de aferrarse a él se volvió tan intenso que Allegra no podía respirar. Era demasiado consciente de su calor, de la dureza de su pecho y de una dureza nueva, que no había notado hasta entonces.

Max tenía una erección.

Allegra tragó saliva y Cathy empezó a aplaudir.

–Fantástico. Vamos a intentarlo otra vez.

Max se apartó de Allegra y retomó la posición del vals.

–¿Recordáis los pasos? –preguntó Cathy–. Primero adelante, luego a un lado, después atrás… ¿Preparados?

Los dos asintieron. Pero estaban tan nerviosos que les salió mal.

–¡No, no, no! –bramó Cathy, desesperada–. ¡El ritmo lo tienes que llevar tú, Max! ¿Se puede saber qué estás haciendo, Allegra? Intentadlo de nuevo. Y esta vez, quiero que os concentréis un poco.

Allegra soltó una risita nerviosa y Max suspiró.

Cathy se limitó a suspirar por enésima vez.

Tras varios pasos perfectamente ejecutados, Max pisó a Allegra y los dos rompieron a reír. Fue una risa nerviosa y relajada al mismo tiempo; nerviosa, porque se avergonzaban de su torpeza y relajada, porque a los dos les animaba saber que compartían la misma incomodidad.

Pero a Cathy no le hizo gracia.

–Sois un caso perdido, Allegra –dijo al final de la clase–. Si quieres que Max cause una buena impresión a Darcy, tendrá que practicar mucho. Que empiece por los pasos básicos. La semana que viene le enseñaré los giros.

El hombre imperfecto

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