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Capítulo 1

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Construyendo a Don Perfecto, de Allegra Fielding:

Has conocido a un hombre. Os gustáis mucho y estáis locos el uno por el otro. Él es lo que siempre has deseado. Pero ¿te has dado cuenta de que la fase de deslumbramiento nunca dura mucho? Sí, ¿verdad? Pues ten cuidado, porque uno de estos días saldrás con tus amigas y te sorprenderás diciendo que te disgusta que no hable de sus sentimientos, que no sea más romántico y que no bloquee a su exnovia en el Facebook.

Aún te gusta, todavía estás enamorada de él. Pero ya no te parece tan perfecto como te parecía al principio.

¿No será que a veces se pide demasiado? En un cuento de hadas, el trabajo de un príncipe azul es muy fácil; solo tiene que superar mil pruebas, matar al dragón y rescatar a la princesa. En la vida real, queremos que nuestro hombre haga mucho más que eso.

En Glitz, hemos hecho una encuesta entre las invitadas a un cóctel (¿a alguien le apetece un martini?) y hemos descubierto que somos muy exigentes. El novio perfecto tiene que saber arreglar el coche y bailar sin parecer un patoso. Tiene que ser guapo y matar a la araña que has visto en la esquina de la ducha. Tiene que soportar una película romántica sin quejarse y tiene que ser tan fuerte como para alzarnos literalmente del suelo cuando nos venga en gana.

Pero ¿existe ese tipo de hombre? Y, si no existe, ¿lo podemos crear?

Glitz ha concedido la oportunidad de cambiar a un hombre muy afortunado. Si quieres saber cómo deja de ser un tipo recalcitrante y se convierte en el macho perfecto, sigue leyendo. Conocerás a…

ALLEGRA apartó los dedos del teclado. ¿A quién iban a conocer?

Buena pregunta. Era curioso que el mundo estuviera lleno de hombres recalcitrantes y que nunca apareciera uno cuando se necesitaba. En cuanto empezó a preguntar a la gente, descubrió que nadie quería admitir que sus novios eran imperfectos, y que ninguno lo era tanto como para participar en ese experimento.

Allegra suspiró, guardó el escrito y apagó el ordenador.

¿Había sido demasiado ambiciosa? A Stella le había gustado la idea; la directora de Glitz había inclinado levísimamente la cabeza, gesto que en ella se acercaba a una reacción entusiasta. Por fin podía demostrar su valía. Pero se encontraría en una situación muy embarazosa si no lograba encontrar un candidato.

Solo necesitaba un hombre desastroso; nada más. Tenía que haber uno en alguna parte. Pero… ¿dónde?

–Uf…

Allegra se sentó en el sillón y se descalzó con gesto de dolor. Los zapatos de tacón de aguja eran una preciosidad, pero los había llevado doce horas seguidas y todo lo que tenían de elegantes, lo tenían de incómodos.

Max no apartó la vista del televisor. Estaba despatarrado en el sofá y se dedicaba a cambiar de canal constantemente, como si estuviera en su casa. Allegra notó que había arreglado otra vez el salón y lo maldijo para sus adentros.

Cuando solo estaban Libby y ella, había revistas por todas partes y las superficies eran un agradable caos de botecitos de acetona para quitar el esmalte de uñas, cajas de zapatos vacías y muestras gratuitas de cosméticos. Pero el hermano de Libby era un ingeniero particularmente obsesionado con el orden.

–Los pies me están matando –dijo Allegra, mientras se los frotaba.

–La culpa es tuya por llevar esos zapatos tan ridículos –declaró Max–. Es como si te gustara torturarte todos los días. ¿Por qué no te pones zapatillas deportivas o algún tipo de zapato más cómodo?

–Porque trabajo para Glitz, Max –respondió con impaciencia–. Es una revista de moda y, aunque estoy absolutamente segura de que la moda no significa nada para ti, la directora me pondría de patitas en la calle si me presentara con unas zapatillas deportivas.

–No te pueden echar por llevar zapatillas deportivas –alegó Max.

–Stella puede hacer lo que le venga en gana.

Allegra no exageraba. La directora de la revista era una mujer tan poderosa y con tan mal carácter que, cuando alguien pronunciaba su nombre, ella echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no estaba cerca y bajaba la voz.

–Esa mujer es un monstruo. Deberías ponerla en su sitio.

–¿Y perder el empleo? ¿Sabes cuánto cuesta conseguir un empleo en Glitz? –Allegra se limpio la sangre seca que tenía en sus maltratados pies–. Hay gente que mataría por trabajar con Stella. Es la reina de la moda. Una mujer formidable.

–Y una mujer que te da miedo.

–Stella no me da miedo –replicó con sinceridad–. Simplemente, la respeto. Todo el mundo la respeta.

A pesar de lo que acababa de decir, pensó que había una persona que no la respetaba en absoluto: su madre. Flick Fielding no era mujer que se dejara impresionar con facilidad. Cuando Allegra le contó que había conseguido un trabajo en Glitz, su madre se limitó a arquear sus cejas perfectamente depiladas.

Por entonces, Allegra no sabía que Stella se había burlado en cierta ocasión de Flick por el vestido que se había puesto para asistir a una ceremonia de entrega de premios. Si lo hubiera sabido, jamás habría presentado una instancia para trabajar en la revista. A fin de cuentas, Flick era su madre. Y además de ser su madre, también era una periodista considerablemente influyente.

Sin embargo, no iba a permitir que eso la deprimiera. Si hacía un buen trabajo en Glitz y se ganaba la confianza profesional de Stella, su currículum sería tan envidiable que la aceptarían en cualquier medio de comunicación. Y entonces, conseguiría un empleo que contara con la aprobación de Flick.

Pero, de momento, tenía que impresionar a Stella.

–Yo creo que estás loca –comentó Max–. Llevar unos zapatos tan incómodos… Como si no fuera suficiente con ponerse traje todos los días.

Allegra miró la ropa de Max con disgusto. El hermano de Libby tenía la costumbre de cambiarse cuando llegaba a casa, y aquel día se había puesto un polo de rayas realmente feo.

–Pues menos mal que a ti te obligan a llevar traje en la oficina. Tu sentido de la estética deja mucho que desear.

Max frunció el ceño.

–¿A qué te refieres?

–A eso –contestó, señalando su polo.

–¿Qué tiene de malo?

–Que es un horror.

Él se encogió de hombros.

–Es cómodo. Además, la estética no me parece importante.

–No me digas –se burló ella.

A Allegra le parecía increíble que una mujer tan compleja como Libby tuviera un hermano como Max. No sabía nada de música; no sabía nada de ropa; no sabía nada de nada. Lo único que le importaba era su trabajo.

–Yo no usaría ese polo ni como trapo para limpiar el polvo.

–Tú no has limpiado el polvo en tu vida –observó Max–. Nunca haces nada en la casa.

–¡Eso no es cierto! –protestó ella.

–¿Ah, no? Dime, ¿dónde están el cepillo y el recogedor?

–¿Junto a la pila?

Él sacudió la cabeza.

–No. En el armario que está debajo de la escalera.

–¿Hay un armario debajo de la escalera?

–¿Lo ves? Ni siquiera sabías eso.

Max la dejó de mirar y volvió a clavar la vista en el televisor.

Allegra decidió levantarse y buscar algo que llevarse a la boca. Estaba verdaderamente hambrienta. Cuando llegó a la cocina, la descubrió tan limpia y ordenada que casi no la reconoció.

Max llevaba un par de semanas en la casa. Se había separado de la mujer con la que se iba a casar y, como Libby se había ido a París por motivos de trabajo, le había ofrecido su habitación hasta que volviera de Francia.

–¿Te importa? –le había preguntado a Allegra–. Aún faltan dos meses para que se marche al sultanato de Shofrar, y le costaría encontrar un domicilio por tan poco tiempo. Además, estoy preocupada por él. Ya sabes cómo es… Max no habla nunca de sus sentimientos, pero sé que está deprimido por lo de Emma.

–¿Sabes por qué lo abandonó?

Allegra se había quedado pasmada con la noticia. Solo había visto un par de veces a Emma, pero le había parecido perfecta para el hermano de Libby. Ingeniera como él, Emma era una mujer bonita, agradable y tan mortalmente aburrida como el propio Max. Jamás se habría imaginado que lo iba a abandonar cuando solo faltaban unos meses para la boda.

–No lo sé, Max no me lo ha dicho –contestó Libby, encogiéndose de hombros–. Él dice que es mejor así, pero me consta que estaba encantado con la perspectiva de marcharse a Shofrar con ella y que ahora… En fin, ya no tiene remedio. Estaré más tranquila si sé que está contigo. Siempre que no te moleste, desde luego.

–Por supuesto que no –dijo Allegra–. No te preocupes por nada. Cuidaré de él e intentaré que no eche de menos demasiado a Emma.

Allegra no se podía negar; era amiga de Libby desde la infancia y había pasado muchas vacaciones con su familia cuando Flick estaba trabajando y no se podía quedar con ella. Además, Max venía a ser el hermano que nunca había tenido.

Pero la experiencia no resultó tan difícil como se imaginaba. Casi no se veían. Max se iba al trabajo a primera hora de la mañana y ella estaba fuera casi todas las tardes. Si coincidían de noche, él se dedicaba a criticarla por descuidar la casa y ella se dedicaba a criticarlo a él por su mal gusto con la ropa. De vez en cuando, se peleaban por el mando a distancia de la televisión o pedían comida a algún restaurante cercano. Era una situación bastante cómoda.

¿Y por qué no lo iba a ser? Allegra se lo preguntó mientras abría el frigorífico y estudiaba su contenido sin mucho entusiasmo. Al fin y al cabo era Max, el hermano de Libby; un hombre al que tenía en gran aprecio cuando no la irritaba con su forma de vestir o la hacía sentirse idiota. No se podía decir que fuera feo, pero tampoco que fuera impresionante. Simplemente, no le gustaba en ese sentido.

O, más bien, no le gustaba casi nunca. Porque Allegra había sentido algo en cierta ocasión.

Suspiró y sacó un yogur bajo en calorías, maldiciéndose a sí misma por acordarse de un suceso que quería olvidar. ¿Por qué se empeñaba su inconsciente en recordárselo? No había pasado nada. Solo había sido un momento de debilidad, por así decirlo. Y había pasado tanto tiempo desde entonces que casi lo había olvidado.

Abrió el yogur y metió una cucharilla.

Definitivamente, prefería que su relación se mantuviera dentro de los límites de la amistad. De hecho, se alegraba de que Max no fuera sexy. Así era más fácil, más cómodo. Pero eso no justificaba su mal gusto en materia de estética. Se vestía como si la ropa no le importara nada en absoluto y, en su opinión, era una pena. Con un poco más de estilo y un poco más de atención a su apariencia, habría sido un hombre interesante.

Allegra se llevó la cucharilla a la boca y, de repente, se detuvo.

Max.

Era el candidato perfecto para el experimento de la revista. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?

La idea se le había ocurrido la semana anterior, durante una de las reuniones de la redacción de Glitz. Era la primera vez que Stella apoyaba una de sus propuestas, y Allegra se sintió la mujer más feliz del mundo. Pero, tras varios días de búsqueda infructuosa, se empezaba a preguntar si encontraría al hombre adecuado.

Y lo había tenido todo el tiempo delante de sus narices, en su casa.

Allegra recuperó el entusiasmo que ya creía perdido. Escribiría el mejor artículo que se había escrito jamás. Sería divertido, sería interesante. Ganaría premios y aparecería en publicaciones de todo el mundo. Hasta Stella se quedaría boquiabierta. Hasta su propia madre se quedaría boquiabierta.

Se tomó el yogur a toda prisa y se acercó a la puerta de la cocina, desde la que podía ver a Max sin que él lo notara.

Seguía en el sofá y continuaba cambiando de canal en busca de algún programa de noticias o de deportes, lo único que le interesaba de la televisión. Allegra lo observó con detenimiento y pensó que no era precisamente de la clase de hombres que le habrían llamado la atención en un bar. Cabello castaño, rasgos comunes, ojos entre azules y grises. No tenía nada de malo, pero tampoco de especial.

Era justo lo que buscaba.

Allegra le arregló mentalmente el pelo y le quitó el polo, pero se asustó un poco al imaginárselo desnudo de cintura para arriba. Max jugaba al rugby y su estado físico era envidiable, aunque su forma de vestir lo disimulara.

Nerviosa, le volvió a poner el polo en su imaginación. Además, eso no tenía importancia. Era el mejor candidato en cualquier caso.

Solo tenía que convencerlo.

Se acercó al cubo de la basura para tirar el yogur vacío y echó los hombros hacia atrás. La semana anterior había leído un artículo sobre las ventajas del pensamiento positivo, y se dijo que había llegado el momento de ponerlo en práctica.

Al llegar al salón, dio un golpecito a Max para que quitara las piernas de la mesa, pasó a su lado y se sentó junto a él.

–Max…

–No –dijo él, sin apartar la vista del televisor.

Allegra frunció el ceño.

–¿Cómo te puedes negar, si todavía no has oído lo que quiero decir?

–Me niego porque reconozco ese tono de voz. Solo lo usas cuando quieres que haga algo que no quiero hacer.

–¿Algo como qué?

–Algo como obligarme a que pierda un día de descanso y me pase un domingo entero en un atasco de tráfico porque Libby y tú queríais ir al mar.

–Fue idea de Libby, no mía.

–Como si eso cambiara las cosas –ironizó él–. Además, te recuerdo que la idea de organizar una fiesta de Nochevieja fue tuya.

–Y fue una fiesta muy divertida.

–Ya, pero ¿quién tuvo que ayudarte a limpiar toda la casa antes de que llegaran mis padres? –replicó él.

–Tú, porque eres un hombre verdaderamente maravilloso que ayudaba a su hermana y a la mejor amiga de su hermana cuando se metían en algún lío.

Max dejó el mando del televisor en la mesita y le lanzó una mirada llena de preocupación.

–Oh, no… Ahora te pones amable. Mala señal.

–¿Cómo puedes decir eso? –preguntó, fingiéndose ofendida por el comentario–. Suelo ser amable contigo. Sin ir más lejos, el fin de semana pasado te dije que preparas un curry excelente.

–Solo porque querías un poco y necesitabas una excusa para saltarte tu dieta.

Allegra no se molestó en negarlo. Tenía razón, así que olvidó el ejemplo y buscó otro.

–También te he dicho que asistiré a esa cena y que fingiré ser tu prometida. No sé qué pensarás tú, pero creo que es muy amable de mi parte.

Max entrecerró los ojos.

–No estarás insinuando que no vas a ir, ¿verdad? No me digas que has cambiado de opinión. Necesito que me acompañes. Te necesito.

–Eso es muy halagador, Max.

–Estoy hablando en serio, Piernas. Mi carrera depende de ello.

Allegra cambió de posición para estar más cómoda.

–Sinceramente, creo que todo ese asunto es una locura. ¿A quién le importa si estás comprometido o no?

–A Bob Laskovski.

Al principio, Max se había alegrado cuando supo que una corporación de los Estados Unidos había adquirido la empresa donde trabajaba. El presidente nuevo tenía contactos con el sultán de Shofrar y una posición envidiable en Oriente Medio, que auguraba más proyectos, más dinero y más estabilidad para todos.

Pero el presidente nuevo resultó ser un idiota. Bob Laskovski era un hombre extraordinariamente conservador, con un concepto de los negocios ligado a la familia tradicional. Y como el sultanato de Shofrar tenía leyes muy estrictas al respecto, eso significaba que todos sus jefes de proyecto debían estar, en la práctica, casados.

–Quién sabe lo que pensará de mí si se entera de que ya no estoy comprometido –continuó Max con expresión sombría–. Me tomará por una especie de donjuán que hará estragos entre las jovencitas del sultanato y ofenderá a las autoridades.

Allegra soltó una carcajada.

–¿Tú? ¿Haciendo estragos entre las jovencitas?

Max hizo caso omiso de la burla.

–Si me presento sin una mujer a mi lado, Bob desconfiará de mí y empezará a pensar que no soy la persona más adecuada para ese puesto.

Max pensó que su situación era ridícula. Tenía la habilidad y la experiencia necesarias y, además, carecía de obligaciones familiares. En cualquier otra circunstancia, habría sido el mejor candidato.

Ni siquiera se había preocupado cuando se enteró de que Bob había tomado la decisión de ir a Londres y cenar con todos los jefes de proyecto, por separado. Por lo visto, le gustaba conocerlos en persona. Y más tarde, cuando recibió su invitación, se dijo que sería pan comido. A fin de cuentas, se iba a casar con Emma de todas formas y sabía que su prometida se llevaría bien con él.

Pero ya no se iba a casar con Emma.

En cuestión de unas horas, se había quedado sin prometida y corría el peligro de quedarse también sin trabajo. Afortunadamente, Allegra había salido en su ayuda y se había prestado a echarle una mano.

–Descuida, no he cambiado de opinión. Fingiré ser tu prometida, pero solo durante una noche –le advirtió–. No me voy a casar contigo ni me voy a mudar a Shofrar solo para que te den la dirección de ese proyecto.

–No, por supuesto que no –dijo Max, aliviado–. Solo necesito que interpretes tu papel y te portes bien. Si consigo la aprobación de Bob, lo demás será coser y cantar. Mientras haga bien mi trabajo, no tendré problemas.

–Excelente…

–No es más que una cena –le aseguró–. Sonríe, ponte guapa y finge ser la esposa perfecta para un ingeniero.

De repente, Max pensó que eso podía ser un problema. Miró a Allegra y se fijó en la corta y ajustada falda que llevaba sobre sus largas piernas, que parecían aún más largas cuando llevaba zapatos de tacón de aguja.

–Será mejor que te pongas algo más… práctico –continuó–. Sinceramente, no pareces la esposa de un ingeniero.

Allegra se lo tomó como un cumplido.

–No me preocupa la idea de cenar contigo, Max. Puede que no sea una gran actriz, pero creo que me puedo fingir enamorada de ti durante una noche.

–Gracias, Piernas. Significa mucho para mí.

–Sin embargo…

Él frunció el ceño.

–¿Sin embargo?

–Hay un asunto con el que me podrías devolver el favor.

–¿Qué asunto?

Allegra sonrió con fingida inocencia.

–No, no, esa no es la respuesta correcta. Deberías haber dicho que estás dispuesto a hacer cualquier cosa por mí.

–¿Qué asunto? –insistió él.

Allegra suspiró, se giró hacia él, se echó el cabello hacia atrás y lo miró con toda la intensidad de sus grandes ojos verdes.

–Sabes que he trabajado mucho para conseguir ese empleo en Glitz.

Max lo sabía. De hecho, sabía más cosas de las que necesitaba saber sobre la precaria situación de Allegra en la revista, donde ocupaba uno de los puestos más bajos y donde todos los días se sufrían terribles tragedias a cuenta de unos zapatos, unos bolsos o una lima de uñas que se habían extraviado.

Por muy absurdo y superficial que le pareciera a él, Allegra adoraba su empleo. Entraba en el piso como una exhalación, toda piernas largas y oscuro cabello brillante; dejaba pañuelos y pendientes a su paso y volvía a salir exactamente igual que al principio, al menos para el ojo poco atento de Max.

Siempre se estaba quejando porque, en su opinión, la gente de la revista no le hacía ni caso. A Max le parecía difícil de creer. Allegra no era una preciosidad en el sentido clásico del término, pero no era de la clase de personas que pasaban desapercibidas. Tenía una cara interesante y expresiva y unos ojos verdes realmente bonitos.

Max la conocía desde que Libby la había llevado a su casa por primera vez, durante unas vacaciones. Por entonces, él era un adolescente que la despreciaba por histérica, patosa y ligeramente gorda. Durante mucho tiempo, Allegra no fue más que la amiga rara de Libby; pero luego pegó el estirón y, aunque no se podía decir que la oruga se hubiera convertido en mariposa, se convirtió en una chica interesante.

Una chica que, ahora, era una mujer de lo más atractiva.

Max admiró un momento sus labios y apartó la vista como si su visión le quemara. La última vez que se había permitido el lujo de mirar aquellos labios, había estado a punto de hacer algo desastroso. Fue antes de que conociera a Emma. Un instante de locura.

Ni siquiera estaba seguro de lo que pasó. Estaba charlando con ella y, de repente, se sintió como si aquellos ojos verdes lo hubieran atrapado en su hechizo. Luego, clavó la mirada en sus labios y le faltó poco para besarla.

¿Cómo era posible?

Por suerte, los dos se refrenaron y no llegaron a más. Nunca hablaron de lo que había estado a punto de ocurrir. Max se lo tomó como una de esas cosas inexplicables que pasaban a veces y se lo sacó de la cabeza; pero, de vez en cuando, el recuerdo de aquel momento volvía a la superficie y lo dejaba sin respiración.

–Sí, sé que ese trabajo es muy importante para ti –replicó–. Pero ¿por qué lo dices? ¿Es que ha pasado algo?

–Claro que ha pasado. He conseguido mi primer encargo, mi primera oportunidad.

–Vaya, me alegro mucho por ti. ¿De qué se trata? ¿De un caso de corrupción en el gremio de zapateros? ¿De una revelación asombrosa sobre las falditas que se van a llevar el año que viene? –se burló.

–Si fuera un asunto de zapatos y faldas, no me servirías de nada –afirmó con aspereza–. Eres un ignorante en materia de moda.

–Entonces, ¿en qué te puedo ayudar?

–Prométeme que me escucharás en silencio.

Max la miró con desconfianza.

–Empiezo a tener un mal presentimiento.

–Por favor, Max. Escúchame.

Él se recostó en el sofá y se cruzó de brazos.

–Está bien, te escucho.

Allegra se humedeció los labios y empezó a hablar.

–Como tal vez sepas, la redacción de Glitz se reunió para planificar los números de los próximos meses…

Max no lo sabía, pero asintió de todas formas.

–Pues bien, el otro día nos pusimos a hablar sobre una de las chicas de la revista, que acababa de romper con su novio.

–¿En eso consiste vuestro trabajo? ¿En cotilleos y murmuraciones sobre relaciones amorosas? –preguntó él.

–Nuestras lectoras están interesadas en las relaciones amorosas –le recordó Allegra–. Además, me has prometido que me escucharías en silencio.

–Está bien.

–Como iba diciendo, hablamos sobre su relación y llegamos a la conclusión de que las expectativas de nuestra compañera eran totalmente irracionales. No quiere un hombre, sino un príncipe azul en un cuento de hadas.

Max sacudió la cabeza. Príncipes azules y cuentos de hadas. Cuando él hablaba con sus compañeros de trabajo, discutían sobre asuntos como el impacto ambiental de las obras. A veces, tenía la impresión de que Allegra vivía en un universo paralelo.

–Nos pusimos a reflexionar sobre lo que realmente quieren algunas mujeres –siguió Allegra, ajena a los pensamientos de Max–. Y nos dimos cuenta de que lo quieren todo. Un hombre capaz de arreglar una lavadora, que sepa bailar, que se sepa vestir para cualquier ocasión, que las ayude con los impuestos, que sea sensible, fuerte, romántico y hasta duro cuando lo tenga que ser.

Max la miró con incredulidad.

–Pues les deseo toda la suerte del mundo, porque ese hombre no existe.

–¡Exacto! –exclamó Allegra–. ¡Exacto! Eso es exactamente lo que dijimos, que ese hombre no existe. Así que me puse a pensar y me pregunté si sería posible crear a ese hombre. ¿Qué pasaría si pudiéramos crear el amante perfecto?

–Y eso, ¿cómo se hace? –replicó Max, que no sabía si reír o llorar.

–Es fácil. Solo hay que decirle lo que tiene que hacer –afirmó Allegra–. Y eso es lo que le propuse a Stella. Un artículo sobre si es posible que un hombre normal y corriente se transforme en un príncipe azul.

–Oh, no… No me digas que estás pensando en mí –dijo, horrorizado.

–Estoy pensando en ti –dijo ella, sonriendo.

–Será una broma, ¿verdad?

–Piénsalo un momento, Max. Eres el candidato perfecto –contestó–. Ahora mismo no estás saliendo con nadie y, francamente, dudo que puedas salir con alguien si te sigues vistiendo de esa forma.

Max frunció el ceño.

–Deja de meterte con mi forma de vestir. A Emma no le importaba.

–Puede que no te lo dijera, pero seguro que le importaba –puntualizó ella–. Max, el polo que llevas es toda una declaración de intenciones. Dice que no estás dispuesto a hacer ningún esfuerzo por mejorar.

Max apretó los dientes.

–Por Dios, Allegra. Solo es un polo. Y bastante cómodo, por cierto –alegó–. ¿Qué tiene de malo la comodidad?

–Nada, pero podrías llevar camisas o camisetas que también son cómodas y que no atentan contra el buen gusto. Pero no te las pones porque tendrías que cambiar de actitud y todos los cambios suponen un esfuerzo –dijo Allegra–. En realidad, tu problema no tiene nada que ver con la ropa. Tienes que cambiar tu forma de comunicarte con los demás, tu forma de expresar lo que eres.

Max entrecerró los ojos.

–Sinceramente, no sé de qué estás hablando.

–¿Por qué rompió Emma vuestro compromiso? Seguro que fue porque no estabas dispuesto a esforzarte.

–Te equivocas. Lo rompió porque conoció a un hombre que le gustaba más.

Allegra lo miró con asombro.

–¿Cómo?

–Lo que oyes. Y no sé por qué te sorprende tanto; tampoco se puede decir que fuera un secreto.

Allegra tardó unos segundos en reaccionar.

–Jamás me lo habría imaginado –le confesó–. No me parecía capaz de traicionarte.

Max soltó un suspiro.

–Y no me traicionó. Emma siempre fue sincera conmigo. Me dijo que había conocido a un tipo que le gustaba y que no se quería acostar con él sin hablar conmigo antes. Por lo visto, se dio cuenta de que nuestra relación carecía de pasión.

–Oh…

–Pasión –continuó él, sacudiendo la cabeza–. ¿Qué diablos significa eso?

–Bueno, no sé… supongo que se refería a la atracción sexual –declaró Allegra, dubitativa–. ¿Qué tal os llevabais en la cama?

–Bien. O, al menos, yo creía que bien –contestó Max–. Emma siempre estaba hablando de lo bien que nos llevábamos, de las muchas cosas que teníamos en común, de lo buenos amigos que éramos. De hecho, la idea de casarse fue suya. Y como llevábamos tres años juntos, pensé que sería el paso más lógico.

–Comprendo.

–Y entonces, conoce a otro hombre y lo tira todo por la borda. Le dije que la magia inicial no dura mucho, que hay cosas más importantes, pero no me hizo caso –se quejó–. Es increíble, ¿no crees? Era tan sensata… En mi opinión, esa sensatez era una de sus mejores virtudes. Emma no se parecía nada a…

Max no terminó la frase, pero Allegra supo lo que había estado a punto de decir: que no se parecía nada a ella.

Sin embargo, se intentó convencer de que su comentario no la había ofendido. Además, tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Empezando por la posibilidad de que Max se prestara a su experimento.

–No deberías rendirte tan pronto, Max. Emma y tú os llevabais muy bien. Por lo que me cuentas, Emma se ha dejado llevar por un simple encaprichamiento.

–Y eso lo dice la experta en relaciones –ironizó Max.

–Lo dice una experta en fracasos amorosos –puntualizó Allegra–. No me sorprendería que Emma solo quiera llamar tu atención.

–¿Llamar mi atención?

–En efecto. Y creo que te puedo echar una mano –respondió Allegra con firmeza–. Si quieres que vuelva contigo, ponte en mis manos. Es lo mejor para los tres. Tú recuperarás a tu novia, yo escribiré el artículo que necesito y Emma tendrá el hombre perfecto.

El hombre imperfecto

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