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LEVANTANDO LA CASA DEL SEÑOR…
Y DE SUS HIJOS

Se nos confió una amplia zona de la diócesis de N’Dali cuando decidimos colaborar con estos hermanos poniendo allí una misión diocesana nuestra. Además de la parroquia como tal que está en la misión, en la capital de Bembéréké, hay muchas capillas en los distintos poblados en donde hay una comunidad cristiana. Frecuentemente se hacen pequeñas enseguida y hay que realizar alguna ampliación o incluso una capilla nueva, lo cual no deja de ser una enorme alegría cuando esas iglesitas se colman más y más de niños, de jóvenes, de adultos y ancianos que alaban al Señor, donde se encuentran como hermanos y donde escuchan la Palabra viva de un Dios que tiene siempre algo que decirnos o una gracia real que repartirnos.

Con el debido permiso del obispo del lugar, Mons. Martin, he podido bendecir y consagrar dos pequeñas iglesias: Mani y Poke. Era vestir de largo la espera de un pueblo que quiere tener a Dios por vecino, hasta el punto de contar con su domicilio en medio de sus calles y plazas. Esto es lo que hizo propiamente el Señor al poner su tienda entre nosotros, como nos dice el prólogo de san Juan. Y esto es el misterio de la encarnación de un Dios que se hace hombre entre nosotros: él ha venido a poner su tienda en medio de todas nuestras contiendas.

Esta buena gente, tras haber hecho un camino de catequesis y haber recibido los primeros sacramentos, tras haber experimentado cómo el amor concreto a Dios se traduce también en el amor concreto al hermano, desean contar con ese lugar especial en donde todos estén en la casa de todos por ser ese el hogar del Señor, su capilla parroquial. Y te muestran su pequeña capilla o las dos que con un cierto volumen pude bendecir y consagrar, como algo de ellos, algo que les pertenece como un hogar común al ser el lugar donde el Señor habita en medio de su pueblo.

Cuando fui rociando con el agua bendita las paredes, las puertas, las imágenes, el techo y el suelo, y a toda la gente allí reunida con evidente emoción, les decía después que ellos formaban parte de ese nuevo templo, como piedras vivas que son en la construcción de una casa para Dios. Allí traerán a sus pequeños al nacer para hacerlos cristianos con el bautismo, como se ve que hacen, y siguen participando según su edad en las celebraciones junto a sus padres y los demás miembros de esa comunidad. Allí recibirán la primera comunión y todas las que luego le sigan. Allí pedirán perdón por sus pecados, como he visto que hacen buscando al sacerdote a fin de recibir la absolución individual, tanto en las confesiones personales como en las celebraciones comunitarias de ese importante sacramento de sanación que es la penitencia. Allí serán confirmados por el obispo recibiendo el don del Espíritu Santo. Allí también se celebrarán los esponsales de un matrimonio diciéndose el hombre y la mujer su sí ante el sí grande de Dios en su Iglesia. Allí serán despedidos al final cuando la comunidad se reúna para pedir por el eterno descanso de un hermano que murió en el Señor.

Más cotidianamente, en la capillita se proclama la Palabra de Dios –y se celebra la eucaristía cuando puede ser–, pues con los pocos sacerdotes que tenemos en la misión diocesana de Oviedo en Bembéréké no les da más para acudir los sábados o domingos a todas las capillas que están bien diseminadas por estas sabanas y forestas. Y allí también el catequista reunirá a la comunidad para seguir su formación cristiana y la celebración de la fe. ¡Qué importantes son los catequistas en todos los sitios, y cómo estamos en deuda con estos generosos hombres y mujeres que trabajan por Dios y por su Iglesia, pero especialmente en estas tierras de misión!

La cigarra nos aportaba una especie de «hilo musical» continuo que nos advertía sin cesar de las altas temperaturas que estas gentes, y nosotros con ellas, soportan día y noche. Pero llega un momento en el que cualquier inconveniente que pudiésemos señalar en comparación con la habitual comodidad que a todos los niveles tenemos en el llamado clasistamente Primer Mundo cede completamente cuando te encuentras con personas concretas que acaso son más pobres que tú en esas ventajas de modernidad técnica, pero que son mucho más ricas en tantas cosas en las que tú eres un verdadero mendigo.

Los cantos y las procesiones de entrada u ofrendas hacían de esta celebración de bendición de capilla una verdadera fiesta. Particularmente vistosos los trajes de las señoras y jovencitas, con unos tocados a juego que escenificaban su delicado sentido de la belleza y la armonía. Con todo el respeto por una expresión religiosa que no es la mía habitual, reconozco que tiene su hondura, su alegría limpia y sincera en donde se vuelca el modo de ser africano, su concepción de lo extraordinario y su claro agradecimiento a Dios y a su Iglesia.

Tras la segunda bendición habían quedado para comer todos juntos. Todos, absolutamente todos los que participaron en las celebraciones, e incluso algunos que no pudieron por motivos de trabajo, se unieron a esa comida popular. Me interesé por el dato y me aseguraron los misioneros que estaban invitados también los musulmanes, y no faltaron a la cita de la comida, e incluso algunos acompañaron a los cristianos en la celebración. Es hermosa esta fraternidad respetuosa que se da entre la comunidad cristiana y la musulmana en estos lares. Por el momento no parece que podamos temer cosas peores, aunque se nota de un tiempo a esta parte cómo de modo especial en el ámbito de las mujeres se está dado una cierta radicalización cuando se observa la aparición de los burkas en sus cuerpos y las restricciones en las libertades.

A los misioneros sacerdotes que íbamos nos colocaron en una de las mesitas debajo de unas inmensas lonas, al lado del presidente de la comunidad y de su señora (más el pequeñín que tenía a su espalda). El menú era para todos igual: arroz, gallina frita y pasta con picante. Nos dieron lo que tenían, y para ellos era un menú de fiesta grande. Con la reserva propia de quien no está acostumbrado a estos manjares, me entregué del todo al picante de la pasta, saludando solo por encima a la pobre gallina frita y al arroz que la acompañaba. Pero no resultó mal. Que hubo hasta música y baile, al que lógicamente no nos quedamos, porque todos sabían que los misioneros no tenemos mujer, para sorpresa de no pocos de ellos, y no estaba bien que nos vieran danza que te danza, a pesar de que el baile aquí siempre es «suelto».

Un día hermoso e intenso, en donde de nuevo se puso en clara evidencia la profunda humanidad de esta gente sencilla y noble, a la que Dios también llega con la revelación de Jesucristo, con el anuncio de su Buena Nueva y con la compañía de la Iglesia, que sabe estar cercana a los que Dios quiso siempre tener cerca: los pobres.

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