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PRÓLOGO

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Muchas veces me he quedado absorto ante esa escena bíblica que marca todo un comienzo en la historia creyente de un pueblo. Se trata de cuando Dios decide recomenzar una alianza con su criatura más asemejada y parecida de cuantas salieron de sus manos creadoras. Salió mal el primer intento, por así decir. Y, tomando la fruta prohibida, aquel hombre y mujer primeros se enajenaron de Dios, se inculparon mutuamente entre ellos y tuvieron que asumir la vida y el trabajo con sudor en la frente y dolor en las entrañas. Esto fue hace tanto tiempo, siglos de una historia sagrada en la que median los años y las enseñanzas. Por eso Dios no se arredró y, tomándose tiempo, quiso volver a un nuevo comienzo empezando por Abrahán. Y aquí viene la escena de mis asombros: «El Señor dijo a Abrán: “Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré; de ti haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición”» (Gn 12,1-2). Salir de tu tierra, esa que es tu suelo patrio, esa que ha sido tu propio hogar… Es como una parábola del desarraigo más drástico y preciso, para arraigarse en otra que no es sino fruto de un regalo, de un don, de una indicación, pero nunca de una conquista o de una colonización.

Salir de la tierra en esta historia salvadora que la Biblia relata es dejarse llevar continuamente por Dios, fiarse de él y no adueñarse de cuanto cómodamente podríamos controlar con todos nuestros filtros y seguridades. Es aceptar que la trama de mi vida, los hilos de mi biografía, no son objeto de mi propia apropiación. Todo un misterio que me arrastra al éxtasis que me empuja, al éxodo que me saca, a la certeza de que mi vida solo descansa en Dios. Y muchas veces, en mi camino cristiano, como bautizado que soy, como religioso franciscano, como sacerdote y obispo, me he visto en esa tesitura en la que el mismo Abrahán se vio. Muchas veces lo tuve que explicar en mis clases del tratado sobre la Trinidad, cuando explicaba a mis alumnos de la Universidad San Dámaso (Madrid) el misterio de Dios uno y trino. Solo quien se deja llevar, quien se deja salir, puede recorrer los caminos trazados por Dios en los que nos irá desvelando y revelando su propio misterio abriendo para mi bien su corazón, a fin de que el mío aprenda a latir su pálpito divino.

Pues de una salida se trata en estas páginas que son como un diario viajero, el propio de un peregrino convencido de que ha renunciado a ser turista de afición. Y una vez que has dado el paso y has hecho el equipaje ligero, entonces descubres cómo el Señor no juega con tu felicidad… si tú no banalizas su fidelidad. Esta ha sido la aventura providencial que me ha tocado en gracia vivir durante varias semanas en tres etapas. Y es lo que deseo abrir como se abre una carta escrita en África, en la que he ido volcando mis humildes memorias. Son, cabalmente hablando, mis «memorias de África».

Sí, he tenido el regalo de Dios de poder acercarme a ese increíble continente que es África. Jamás pensé que mi condición de arzobispo de Oviedo me empujaría a semejante viaje para poder visitar a nuestros misioneros que allí trabajan pastoralmente en la misión diocesana que tenemos en Benín, colaborando con el obispo de la diócesis de N’Dali, Mons. Martin Adjou Moumouni. Desde hace más de treinta años, los misioneros diocesanos asturianos tienen asignado un territorio que han asumido como trabajo evangelizador, con todas sus variantes pastorales, educativas, sociales, culturales.

Han sido tres viajes que he podido realizar en 2012, 2014 y 2019, y en cada uno de ellos Dios me ha llenado de sorpresa, porque no ha consentido que me relajase, como quien va «turísticamente» a un paisaje ya conocido desde que regresé la primera vez y que, por eso mismo, ya no puede suscitar ninguna novedad. Muy al contrario, aun visitando algunos lugares ya vistos, y asomándome a escenarios que no veía por primera vez tras el primer viaje, tienes la sensación sinceramente trabada de que estás estrenando algo que supone un verdadero don, un inmerecido regalo, con el que Dios vuelve a sorprenderte como si se tratase de la vez primera.

Son mundos bien diferentes a los que por motivo de nacer en el lugar donde nací, y en la época de mis años, y dentro de la familia que me deseó, me esperó y me acogió, y en una comunidad cristiana como la de mi parroquia, o en un colegio religioso en el que crecí en tantas direcciones humanas y creyentes, y con mi vocación eclesial concreta que poco a poco fui descubriendo y secundando… En fin, ¡cuántas variables que en mi biografía han hecho que yo sea como soy, porque así Dios lo quiso propiciando las diferentes circunstancias que me han arropado y sostenido!

Por todo ello, cuando aterricé cada una de las tres veces en nuestra misión diocesana, me sentía movido a ese estupor limpio y abierto tan propio de los niños que sin prejuicios se arriesgan a mirar la realidad dejándose provocar por ella, aceptando sus preguntas, teniendo paciencia con las respuestas. Con ese estupor inocente, Dios hace generosa y fecundamente el resto, porque no te encuentra parapetado en tu trinchera, sino de par en par abierto a cuanto la Providencia tenga a bien señalarte, susurrarte, con indómita complacencia al encontrar en ti la mínima vulnerabilidad de quien se apresta a escuchar, a reconocer, a agradecer y compartir la gracia imprevista con la que Dios bendice una bendita experiencia.

Mis memorias de África

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