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UNA CELEBRACIÓN JUBILOSA Y PLATEADA:
VEINTICINCO AÑOS DE PRESENCIA EN BENÍN

En un día de fiesta mayor, con una iglesia abarrotada de cristianos y habiendo preparado los aledaños con carpas para que la gente pudiera seguirla protegiéndose del sol, pudimos celebrar este primer domingo de Cuaresma dando gracias por el evento de esta efemérides particular: la llegada de los primeros misioneros asturianos a Bembéréké, hace de esto veinticinco años ya.

La dignidad de la celebración, cuidadísima en los cantos, en los símbolos y ofrendas, en la preparación para escuchar la Palabra de Dios, en el respeto admirable tan lleno de unción por la santa eucaristía, hizo que todos nos conmoviésemos profundamente. El señor obispo la diócesis de N’Dali, a la que pertenece nuestra misión de Bembéréké (hoy día es la parroquia más grande, con cerca de 3.000 km2 y 90.000 fieles que atender), Mons. Martin Adjou, me invitó a presidir la santa misa. La celebramos en francés, pero hubo intervenciones en varios idiomas más: inglés, español y las lenguas locales, como el fulfule y el batonou o baribá. La homilía fue traducida al francés y a estas dos lenguas propias del lugar. Ha habido momento para la acción de gracias, para el recuerdo memorial y también para el compromiso firme con esta Iglesia particular hermana.

Escribí la homilía para evitar excederme en el tiempo o para no quedarme corto, porque aquí, en África, la liturgia puede pecar –y así lo sienten realmente– de escasa, de demasiado breve, como si impusiésemos prisa a lo más santo. Estas fueron mis palabras:


Querido hermano en el episcopado, Mons. Martin Adjou. Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y religiosos, catequistas, hermanos todos en el Señor: paz y bien.

La Iglesia proclama en este día, primer domingo de Cuaresma, que Jesús se marchó a Galilea para proclamar el Evangelio de Dios. Ese mismo Evangelio se ha venido proclamando en todas las lenguas, en todos los lugares a través de los veinte siglos de cristianismo. Y llegó incluso aquí, a Bembéréké, con la misma fuerza esperanzadora que siempre tienen las cosas de Dios. Él es la Palabra, y como tal se nos deja oír, se nos deja entender, y aprende nuestras lenguas para que nosotros le podamos acoger oyéndole en el mismo idioma con el que nosotros nos llamamos, nos amamos, soñamos y esperamos.

Debo deciros un pequeño detalle de coincidencia en fechas: hace veinticinco años yo fui ordenado sacerdote. Evidentemente, la noticia no se supo en Benín, ni yo tampoco supe que empezaba una misión católica en Bembéréké por parte de la diócesis de Oviedo dando comienzo a esta parroquia. Hoy, veinticinco años después, al visitaros con este motivo y al contemplar bien cimentada ya esta realidad, yo recibo el mayor de los regalos que he recibido en este año, y por el que con vosotros doy gracias al buen Dios.

Aquel Jesús que con sus primeros discípulos fue predicando el Evangelio del Reino por Galilea tras saber que habían matado a Juan el Bautista, les mandaría a estos mismos discípulos ir hasta los confines de la tierra para anunciar su Evangelio de vida y resurrección cuando él volvió a su Padre al terminar su ministerio aquí en la tierra. Comenzaron aquellos primeros cristianos a difundir la Buena Noticia y llegaron a España también. Siglos después, los cristianos de España, los que viven en mi región de Asturias, de la diócesis de Oviedo, volvieron a escuchar el mandato de Jesús y vinieron hasta este precioso lugar en Bembéréké para unirse a los cristianos que ya había y juntos seguir edificando la Iglesia del Señor como un anuncio de Buena Noticia.

El arzobispo de entonces en la diócesis de Oviedo, Mons. Gabino Díaz Merchán, habló con el obispo de aquí, que todavía no era una diócesis nueva, como nació luego N’Dali al desmembrarse de Parakou, Mons. Nestor Assogba, y dio comienzo esta colaboración. Por aquí han pasado varios sacerdotes que recordáis y que no os olvidan a vosotros, como el P. José Manuel, el P. Luis, el P. Ramón, el P. Pedro, el P. Mateo, el P. Jorge, el P. Antonio, el P. Abel, el P. Alejandro. También las Dominicas de la Anunciata que han ido pasando por este lugar han ido sucediéndose unas a otras a través del tiempo que ha transcurrido. Por todos y cada uno de ellos damos gracias a Dios por estos veinticinco años de historia cristiana entre vosotros.

Me ha impresionado el símbolo de acogida con el que fui recibido anteayer: un poco de agua que fue derramada a mis pies. El agua es un don precioso, a veces escaso, pero del que no podemos nosotros disponer por nosotros mismos. Es un regalo del cielo cuando llueve y que luego la «hermana madre tierra» –como decía mi padre fundador san Francisco– custodia con esmero y conserva para nuestro bien. Con el agua se puede limpiar nuestra suciedad, refrescar nuestra fatiga y calmar nuestra sed; con el agua también fecundamos la tierra y permitimos que nazca la vida en nuestros campos. El agua es un símbolo religioso con el que da comienzo la vida cristiana a través de nuestro bautismo.

Hoy le pido al Señor que no deje de bendecirnos con el agua de su gracia y que nos la haga llover más y más. Que nosotros también podamos compartir fraternamente lo que hemos recibido como don de Dios poniendo al servicio de los demás lo que cada uno ha recibido (cf. 1 Pe 4,10). Yo quisiera saber compartir con todos vosotros la alegría que tenéis en vuestros rostros, en vuestras danzas y cantos, en vuestros vestidos de fiesta, que a todos nos mostráis en un día tan especial. La alegría de la cual dais tan precioso testimonio lleva el nombre de la esperanza cristiana, y nos permite ser reconocidos como discípulos de Jesús, el Señor. Que nadie os quite vuestra alegría jamás, porque es una alegría que proviene de Cristo, tan distinta a la que el mundo da o pretende darnos sin lograrlo (cf. Jn 16,22).

Termino haciendo una invocación a la Virgen María. En Asturias la llamamos Nuestra Señora de Covadonga, la Santina. Ella nos invita siempre a hacer lo que Jesús dice. Y por ella el agua aguada de aquellas tinajas fue convertida en vino de alegría en las bodas de Caná. Yo le pido a la Madre del Señor y Madre nuestra que interceda para que se transforme en vino de esperanza el agua de nuestra vida cotidiana.

Hermanos y hermanas, os digo un pequeño secreto. Con el permiso de mi hermano, Mons. Martin, puedo decir que es un regalo poder reconocer en Bembéréké un trocito de mi diócesis de Oviedo a través de los hermanos que han venido y que vendrán. Sí, seguiremos viniendo con la ayuda de Dios. No podemos prescindir de la misión, porque sin la misión que nos lanza a anunciar el Evangelio a todas las gentes con la Iglesia de Jesucristo, una diócesis termina por hacerse egoísta, replegándose sobre sus problemas y empobreciéndose, y sencillamente deja de ser Iglesia. Que Dios nos siga regalando a la diócesis de Oviedo la gracia de estar entre vosotros como hermanos que comparten la fe, la esperanza y el amor aquí en N’Dali, en esta parroquia de Bembéréké y todas sus capillas y poblados donde vive tanta buena gente. Queridos hermanos, el Señor os dé siempre su paz y os conceda cada día su bien.

Mis memorias de África

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