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LA ACOGIDA QUE CONMUEVE
POR SU VERDADERA FRATERNIDAD
No deja de tener su punto de curiosa expectativa llegar a un sitio por primera vez donde confluyen tantos factores que imponen algo verdaderamente novedoso: el país, la lengua, el clima, la cultura, los ropajes, la comida e incluso la expresión religiosa de una idéntica fe cristiana. Todo un envoltorio que te deja entre temeroso por lo nuevo y desconocido y deseoso por cuanto de modo inaudito te podrá sorprender.
Así llegué hoy a Bembéréké, al norte de Benín. Desde que dejamos muy temprano Cotonou tuvimos que realizar más de 500 kilómetros por carreteras increíbles en medio de esta gran sabana típicamente africana. La arena del camino, los enormes baches que producen las lluvias, hacían que nuestro jeep tuviera que poner empeño en demostrarnos su estabilidad, a diferencia de los coches, camiones y autobuses que íbamos viendo en las cunetas, totalmente destrozados. No dejó de sorprenderme que tuviésemos que pagar «peaje» por semejantes autopistas en tantos tramos de pura arena.
Fueron diez horas de viaje, incluyendo la parada de la comida y un breve saludo al obispo del lugar. Hablaré de este hermano en el episcopado más adelante, en días venideros, por tener previsto un día un encuentro explícito con él. Pero al llegar a Bembéréké todo el cansancio acumulado, toda la saturación de polvo y lentitud en el camino, todas las preguntas y runrunes que me iban y venían en la cabeza sobre qué me encontraría en esta aventura misionera, de pronto se hizo color, se hizo canto, se hizo danza. Era una inesperada acogida que de un golpe me sacó de mis cavilaciones para abrir de par en par mis ojos y dejarme dulcemente provocar por algo con lo que para nada contaba. Más de un centenar de jóvenes, ataviados con los trajes típicos de este hermoso continente, me recibieron con sabor y aire de verdadera fiesta. Bajé del coche y me dejé mecer por algo que me conmovía del todo las entrañas y comenzaba a poner letra a la música de mi agradecimiento por una gracia inmerecida.
El rito inicial consistió en que una chica vino hacia mí con una jofaina de madera llena de agua. Me saludó y la vertió a mis pies dándome la bienvenida en francés. Le pregunté por el significado y me dijo que se trata de un elemento sencillo, pobre y rico a la vez: el agua. Para ellos es un verdadero tesoro. No siempre abunda y a veces sufren la sequía, por eso es un bien que ofrecen al huésped que tiene un valor real, casi sagrado para ellos. El agua es un don y ellos no se apropian de él: al compartirlo dan gracias a Dios, que es quien lo concede con la hermana lluvia, y lo comparten con quien viene en su nombre. El agua representa también lo que limpia, lo que refresca, lo que fecunda, lo que permite fructificar. Todo eso me deseaba esa hermosa muchacha africana. Le di las gracias y me acordé del Agua viva por antonomasia que representa Jesucristo: para mi sed, para mis manchas, para mi esterilidad… Él se me da así precisamente, como Agua viva que me calma, me limpia y me fecunda.
Seguimos caminando unos metros más hasta la entrada de la misión. Iban cantando y danzando, envolviéndome en medio de esa comitiva que sabía acoger con la más pura y bella alegría. Llegados frente a la capilla-iglesia, me ofrecieron un recital de danzas cuyo simbolismo no lograba alcanzar. Pero tampoco me dispuse a querer comprenderlo todo, a querer tematizarlo todo, sino a acoger en su simplicidad lo que de suyo era elocuente y vistoso por su clásica coreografía a ritmo de palmas y tam-tam. Fácilmente te arrastraba esa música bailada y cantada con la alegría inocente de sus rostros jóvenes. Los más pequeños se me fueron pegando hasta rodearme. ¡Qué ojitos, santo Dios, diciéndote sin decir tantas cosas con solo mirarte! Ellos todavía no saben hablar francés ni yo su lengua local, por lo cual no encontraba el modo de comunicarme con aquellos pequeños cuyos ojos que se clavaban en mí, misionero-obispo, blanco y grandullón. Hasta que descubrí que la mirada nos permitía un lenguaje común, igual que la sonrisa que íbamos intercambiando con complicidad o las caricias en sus cabecitas. De pronto aprendí como aprendiz primerizo el lenguaje de los niños, ese que no tiene doblez ni maldad, y comprendía por qué ellos fue a los que bendecía Jesús mientras, poniéndolos en medio, nos pidió que nos pareciésemos a ellos nada menos que para entrar en el Reino de los cielos (cf. Mt 18,13) si queríamos de veras alcanzar la meta para la que nacimos.
Terminamos con una bendición a todos, que acogieron respetuosos de rodillas y con inmensa gratitud. Nosotros nos fuimos a celebrar la santa misa en una capillita pequeña junto a las casas de los misioneros mientras los cristianos del lugar iban llegando a la iglesia grande, donde un rato después se dispondrían a rezar el viacrucis, por ser viernes de Cuaresma. Me impresionó la fe, la devoción, la sencillez, la hondura con las que los vi rezar las catorce estaciones: pequeños casi recién nacidos que pendían de la espalda de sus mamás, cogidos con pañoletas, niños que, silenciosos, correteaban por doquier sin molestar en absoluto y sin dejar de ser lo que eran, y jóvenes –muchos– y adultos jóvenes también que siguieron los pasos del Señor en esa oración cristiana por antonomasia cuando llega el tiempo litúrgico cuaresmal.
El calor, los mosquitos, que ya iban haciéndose notar, son una nadería comparado con esta hermosa acogida que he recibido de estos nuevos hermanos. Vengo en nombre del Señor y me he sentido verdaderamente bendecido por su pueblo santo.