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COMIENZA LA SORPRESA
CON LA QUE DIOS BENDICE

Días atrás andábamos pensativos. Un prolongado viaje a una tierra lejana, y vacunarse ante posibles enfermedades de las que solo había oído hablar en las películas y en los relatos de expediciones. Yo creía que ser arzobispo en Oviedo no tenía más historia que esa de centrarse en los cuatro puntos cardinales de un territorio geográfico bien preciso y delimitado, sin salirse de la historia viva que seguimos escribiendo desde los siglos que atrás nos presiden y nos contemplan. Pero se ve que Asturias, como Iglesia, como comunidad cristiana que es dentro de ese espacio que nos enmarca y dentro del tiempo que ahora nos pertenece, es algo más que cuanto sucede entre los dos puertos: el puerto de Pajares, que nos abre a la meseta castellana y leonesa, y el puerto del Musel, que nos pone delante el mar Cantábrico, con todos sus horizontes abiertos.

Salir de la tierra, es decir, dejarse empujar libremente, sabiendo que la mano que tienes detrás es esa con la que Dios mismo nos anima en nuestros desánimos, acaricia con toda su ternura o nos detiene ante nuestros precipicios por sí mismo o a través de sus ángeles. «Sal de tu tierra» (Gn 12,1) se le dijo a Abrahán cuando el mismo Señor le quiso asomar a lo que ni él imaginaba para poderlo sorprender. Ahora nosotros queríamos también dejarnos sorprender por ese Dios amable y cómplice de lo bueno, lo verdadero y lo bello, y jamás rival de nuestra felicidad. Nos dejamos llevar.

Todo esto nos hacía estar pensativos sin estar pesarosos. Porque la historia cristiana de esta tierra también ha sabido de largos viajes, y nuestras gentes saben mucho no solo de decir adiós y aventurarse allende los mares en busca de trabajo cuando este ya no daba para más entre nuestras villas y valles, sino que también Asturias ha escrito un precioso relato misionero cuando en lugar de ir a la búsqueda de una salida laboral era la urgencia de anunciar a Jesucristo como quien comunica una buena noticia aventurándose a ir más allá de todos los «finisterres» lingüísticos, culturales, políticos, religiosos… a fin de decir con la sencillez de los santos aquello que se dijeron los primeros seguidores de Jesús cuando unos y otros se comunicaban el gran hallazgo: «Hemos encontrado al Mesías» (cf. Jn 1,35-42).

Ponerse en marcha y emprender una andadura tan novedosa como incierta para mí es lo que llenaba de misterio una hazaña semejante como misionero por unos días, yendo al encuentro de unos hermanos que en Benín trabajan pastoralmente, poniéndose a disposición del obispo de N’Dali. No es, por tanto, la curiosidad turística lo que me mueve, no se explica desde un intercambio cultural o para realizar un safari fotográfico, ni siquiera desde la noble misión altruista del voluntariado. Si un obispo siempre está llamado a acompañar a ese pueblo que le ha sido confiado, a sostener la entrega y la esperanza de quienes van a transmitir la fe a los hermanos, a cuidarla y acrecentarla como mejor sepan, a mí me correspondía visitar a estos hermanos que, en aquellas tierras tan distantes de nuestro territorio diocesano, tienen, no obstante, una parte de nosotros con la misión diocesana que allí tenemos desde hace ya bastantes años.

Soy consciente de que voy a una tierra lejana, de gentes bien distintas en sus tradiciones, en sus expresiones religiosas y en sus bagajes culturales. Pero Jesús nos dejó como encargo: id hasta los confines de la tierra y anunciad una Buena Noticia (cf. Mc 16,15). Así lo han hecho tantos hermanos nuestros que desde hace siglos llegaron al corazón de África con esta encomienda y con esta preciosa misión. Es una tierra que suscita verdaderamente pasión, y cómo han surgido allí o para allí varias familias religiosas que tienen como un carisma propio la evangelización de esa parte del mundo. Pero también otros se han ido allegando allí, para sumar y colaborar como Iglesia en una ingente labor evangelizadora que está pidiendo precisamente la unión de muchas manos, la comunión de muchos corazones y el ardor misionero que encienda la llama de esperanza que no se apaga jamás.

Para esta pequeña y breve aventura puedo decir que mi equipaje es ligero. Caigo en la cuenta de las muchas cosas que no me hacen falta cotidianamente y que me tienen secuestrados la atención, el tiempo, las fuerzas, sin que sean en absoluto necesarias. Ligero de equipaje para poder caminar con entrega, con libertad, sin hipotecas ni condicionantes, sirviendo a los hermanos en nombre de Dios, y dejándome mover y conmover allí donde Él quiera sorprenderme como solo el Señor sabe hacerlo.

Hicimos la broma fácil cuando nos bajamos en París para hacer la conexión, procedentes de Oviedo: al llegar al avión que nos llevaría a Benín, los de «color» éramos nosotros tres, los de color distinto y minoritario, y llegando a la capital administrativa y económica de Benín, Cotonou, éramos nosotros los recibidos, los extranjeros, los que venían de otra parte del mundo con todo su bagaje de diferencia. ¡Cuántas lenguas que no son las que nosotros hablamos!, ¡cuántas usanzas y maneras con las que podemos mirar las cosas, temerlas, desearlas, poseerlas… en nuestra increíble humanidad! ¡Qué riqueza variopinta en las personas, en sus culturas, en sus modos de vivir las cosas y de concebir la gratitud hacia Dios, el gran Padre creador de todos sus hijos, tan distintos!

Se me ocurría pensar que en torno a las vacunas tuvimos un buen acopio de ellas, especialmente quienes por primera vez íbamos a una zona de alto riesgo para las distintas pandemias. Ha habido que ponerse muchas vacunas por razonable cautela y prudente precaución. Un montón de ellas: para el tifus, la fiebre amarilla, la malaria, el paludismo, etc. Pero las más importantes no han sido inyectables o en pastillas. Esas tenían un efecto contrario: eran vacunas –por así decir– que se nos administraban directamente al corazón, a los ojos, a los oídos… para favorecer precisamente el contagio de lo que no son pandemias, sino dones y gracias. Sí, unas vacunas para que podamos ser contagiados de algo especial: lo que Dios quiera decirme en estos hermanos; lo que pueda sorprenderme aprendiendo de ellos; la esperanza con sabor a sencillez evangélica; el testimonio de nuestros misioneros asturianos; la universalidad de la Iglesia. No está nada mal que, entre el ligero equipaje y estas vacunas alternativas, podamos hacer la aventura misionera como un don que se nos regala inmerecidamente. Por este motivo he pedido, hemos pedido al buen Dios y a nuestra Madre, la Santina, que nos acompañe en este viaje de visita pastoral y peregrinación. La aventura no tiene un timbre de pagado divertimento, sino de apertura a una sorpresa con la que el Señor, que jamás es aburrido, de seguro nos sorprenderá.

Mis memorias de África

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