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NO SOMOS FRANCOTIRADORES:
EL ENCUENTRO CON EL OBISPO DE N’DALI
África no es un territorio al antojo de sus compradores, de sus colonizadores, ni siquiera de sus evangelizadores. Es una tierra que tiene su geografía y su historia propias. Por eso, venir aquí como cristianos y misioneros no es venir para hacer un safari religioso por nuestra cuenta y riesgo. Sobre todo cuando hay una Iglesia ya implantada que va haciendo su camino de maduración cristiana. Era obligado, un deber gozoso, visitar al obispo en cuya diócesis hemos pedido poder trabajar colaborando como hermanos.
Todos y cada uno de los obispos somos sucesores de los apóstoles. Tan solo del obispo de Roma sabemos que es el sucesor de Pedro. Los demás no sucedemos en nuestras sedes a un apóstol determinado. Pero todos los obispos somos sucesores de aquellos primeros discípulos de Jesús, y, aunque tenemos una diócesis determinada que la Iglesia nos confía a nuestro ministerio episcopal, tenemos esa mirada dilatada que nos permite mirar a toda la Iglesia como quien contempla algo que no nos resulta ajeno. Más allá de la responsabilidad canónica que cada uno tiene como obispo en su diócesis de Oviedo o N’Dali, siento como mía esta diócesis hermana, al igual que sé que su obispo siente como suya la que yo pastoreo en Asturias. No implica esto una jurisdicción difuminada, sino una comunión fraterna y compartida.
Cuando nos encontramos los obispos de los distintos países que atendemos la Iglesia particular que nos ha asignado el papa, nos reconocemos en verdad como hermanos. Yo así lo he podido experimentar con el obispo de N’Dali, Mons. Martin Adjou. No nos conocíamos de nada, pero ha sido fácil entablar la relación fraterna por parte de dos sucesores de aquellos apóstoles que acompañamos al pueblo de Dios que la Iglesia ha confiado a nuestro cuidado pastoral. Tenemos la misma edad y, aunque ambos estudiamos en Roma, no nos conocíamos de antes.
Para mí ha sido un verdadero regalo de Dios acercarme a esta diócesis hermana. Al poder asomarme a las dificultades que estos cristianos atraviesan se ponen en su lugar los desafíos que yo encuentro en la diócesis de Oviedo. Quiero decir que se relativizan enormemente. No es que se solucionen los retos en Asturias viniendo aquí a Benín, pero tampoco los agrandas en demasía cuando tratas de comprender otra realidad. Pensemos en los pocos sacerdotes diocesanos con los que este obispo cuenta. De hecho, él es párroco también, y su catedral sencilla y pequeñita es una parroquia más. Los misioneros que le ayudan en la diócesis de N’Dali son prácticamente todos extranjeros: España, Francia, Italia y alguno más africano. La minoría católica con la que él cuenta en medio de un ambiente musulmán o animista hace que su trabajo sea arduo y desbordante, al igual que todos cuantos colaboran con él en la evangelización: sacerdotes, religiosas, catequistas.
Pero ha sido una afirmación sentida en todas las comunidades que voy visitando, una especie de estribillo que sin previo acuerdo unos y otros me van diciendo, y es también lo que este hermano obispo me ha suplicado: necesitamos sacerdotes.
Al llegar a Gamia, uno de los catequistas y el presidente de la comunidad, ambos laicos, me dijeron que estaban contentos con nuestros misioneros asturianos, como agradecidos por todos los que antes han estado. Pero quieren contar con un sacerdote que pueda dedicarles más tiempo y que les predique la Palabra de Dios, que les pueda celebrar la eucaristía con más frecuencia. No nos ven como pueden ver a una ONG de las muchas que pululan por el Tercer Mundo, sino que nos piden algo bien concreto, que da cuenta de su madurez creyente como cristianos y como Iglesia.
Confieso que me impresionó. No me pidieron dinero, no me pidieron proyectos de desarrollo, sino que me pidieron sacerdotes para que los puedan acompañar en su vida cristiana. Sin duda, el dinero y los proyectos también les llegarán, y en ello estamos comprometidos sabiendo por quién lo hacemos. Pero ellos han pedido lo que solo la Iglesia les puede dar: a Jesucristo a través de un hermano sacerdote que les pueda anunciar el Evangelio y acercarles los sacramentos.
En otros momentos se ha dado esa retórica teórica de un posible conflicto entre el compromiso social y cultural y el servicio estrictamente religioso y evangelizador, como si fueran cosas que admitieran una planificación según nuestros cronogramas europeos. No en vano, y cuesta trabajo decirlo, por una mala comprensión de la misión en algún momento no tan lejano respondimos con pozos y escuelas, pero sin anunciar explícitamente a Jesucristo de modo apasionado. Viniendo aquí te das cuenta de la serena verdad a la que nuestros misioneros han llegado a través de estos años claroscuros también en la misión. Ellos dan a Jesucristo, son testigos suyos dedicando sus vidas al Evangelio y a edificar la comunidad cristiana como una Iglesia viva. Y haciendo así no pueden por menos que pensar en la educación de los niños y jóvenes construyendo escuelas; o pensar en la atención sanitaria e higiénica a través de dispensarios y presencias médicas; o ayudarles en su trabajo propio de modo que puedan ser autónomos llevando una vida libre, justa y digna. No podemos hacer trampa ni en un sentido ni en otro, porque podemos pretender dar a Jesús sin curar las heridas de los hermanos, o acaso salir al paso de las penurias de estos sin decir por quién lo hacemos y sin traslucir su ternura y misericordia ante ellos mientras les damos el pan de la Palabra y el don de los sacramentos.
Ese día por la mañana, cuando rezamos Laudes y celebramos la santa misa, nos habíamos encontrado con esa página del evangelio siempre incómoda que nos deja con una santa mala conciencia: «Venid a mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel…» (Mt 25). Es Dios mismo quien se solidariza con sus pequeños hermanos esperándonos siempre en ellos. Ahí está, aquí está. Lo que hacemos o dejamos de hacer con ellos es el trato que damos al mismísimo Dios, como nos ha enseñado Jesucristo.
Pienso en este querido hermano obispo, Mons. Martin Adjou, y debemos ayudarle a él y a su pueblo. La divina Providencia ha cruzado desde hace veinticinco años nuestras dos diócesis, y esto significa que hemos de plasmar la ayuda sabiendo que también ellos nos pertenecen, al igual que nosotros les pertenecemos a ellos. Ya lo decía bellamente san Juan Pablo II en la carta Novo millennio ineunte a propósito de la espiritualidad de comunión. Él la definía así en un párrafo memorable:
Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Gál 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento (NMI 43).
Bien, pues eso es lo que yo estoy experimentando en estos días. No la curiosidad pasajera de un mundo insólito para mí; no la impresión fugaz de algo que te llama la atención y hasta te conmueve lastimeramente; no la ayuda impersonal de quien echa una mano con un donativo para luego desaparecer. Más bien, sentirlos como quien nos pertenece es secundar la ayuda concreta que nos están pidiendo: sacerdotes. Ojalá el Señor nos dé fuerza, gracia y generosidad para responder a lo que sus pequeños hermanos, en Benín, en Bembéréké, nos está pidiendo en sus hambres, en sus enfermedades, en su desnudez, en sus carencias todas. La primera de ellas, sin desplazar ninguna de las demás, es precisamente Jesucristo, el que la Iglesia proclama a través de la Palabra de Dios y los sacramentos, a través del abrazo solidario de un amor fraterno que ama con obras y con verdad. Quien tenga oídos que oiga.