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Igual os parece raro, pero era la primera vez en la vida que estaba en la cárcel. Lo juro por Dios, y hablo en serio. Había recorrido el país entero de una punta a otra, estado en cada uno de los estados de la Unión en un momento u otro, y algunos de los negocios que había hecho eran más sucios que una puta que no tuviera donde ducharse. Pero nunca me habían metido en la trena. Y eso que a un montón de los demás fulanos acababan por mandarles de cabeza al talego. Pero a mí nunca. Supongo que porque no tengo pinta de ser un tipo del que no hay que fiarse. Puedo comportarme y hablar como si lo fuera, pero no tengo la pinta. Y tampoco me siento así por dentro, no sé si me explico.

Serían las diez de la mañana cuando terminaron con el papeleo y me metieron entre rejas. Miré a mi alrededor, el panorama del calabozo, y no es que yo vaya de finolis ni nada por el estilo, pero fui a un rincón y me senté a solas. En cierto modo no terminaba de aceptarlo. No podía aceptar que yo formara parte de todo aquello, que estuviera en el mismo barco que todos aquellos tipos, mucho peor que ellos quizá. ¡Yo, el viejo Dolly Dillon de siempre, encerrado en la trena y acusado de robo con agravante! Era de locos. Tenía la sensación de estar soñando.

Conocía demasiado bien el percal para hacerme ilusiones, pero me pasé el día entero pensando que Staples terminaría por ablandarse. Se daría cuenta de que en la cárcel no iba a poder reunir ningún dinero, retiraría la denuncia y aceptaría que siguiese trabajando hasta saldar la deuda. No hacía más que pensar en lo mismo, en albergar esperanzas, y hasta llegué a pergeñar la proposición que le haría a Staples. El alquiler del mes estaba pagado, y también estaba al día con el banco. Así que le diría: muy bien, Staples, le propongo una cosa. Ustedes páguenme las dietas de comida, la gasolina y el mantenimiento del coche, y todo lo que pase de esos gastos...

Recordé que en la tienda me debían dinero. Dos días de salario, dos días y medio, si accedían a contar esta mañana. Así que, demonios, ya tenía veinticinco dólares. Ahora tan solo debía, bien, digamos que trescientos, en números redondos. ¡Lo que se dice una minucia, por Dios! Podía reunir esa cantidad en un abrir y cerrar de ojos, ahora que Joyce se había largado.

Sabía que Staples me sacaría de la trena. Lo tenía clarísimo.

Y supongo que ya habéis adivinado que no fue eso lo que hizo.

El día siguiente llegó y se fue. Y empecé a pensar en otras posibilidades, en otras formas de salir de allí. Todas resultaban tan imposibles como la idea de que Staples fuera a sacarme del talego, pero yo seguía soñando una tras otra. Quizás un nuevo grupo de comerciales empezarían a trabajar en la ciudad, se enterarían de mi capacidad profesional, de un modo u otro averiguarían mi paradero, harían una colecta entre todos y... O era posible que en una de las empresas para las que antes había trabajado se hubiera acordado de que me correspondía una bonificación, y que el talón correspondiente estuviera al llegar. O era posible que uno de mis parientes en el este hubiera fallecido, y me correspondiera algún dinero del seguro de vida. O quizá Doris de pronto se presentaría con un fajo de billetes en la mano. O Ellen. O... o alguien. ¡Alguien tenía que ayudarme, carajo! Algo tenía que suceder.

Nadie me ayudó. No sucedió nada. Y fue difícil hacerse a la idea, amigos, pero al final terminé por comprender que las cosas iban a seguir así. Estaba empantanado por completo. No podía seguir engañándome a mí mismo.

Pensé en Mona y me dije que ella en realidad había sido la causante de todo el problema. Si no hubiera utilizado el dinero de Pete Hendrickson para pagar aquel juego de cubertería, Staples no me habría pillado. Me dije que era un tonto sin remedio, una y mil veces, y también le dediqué alguna que otra lindeza a Mona, o eso creo recordar. Pero tampoco ponía mucho convencimiento. Tenía claro que hubiera vuelto a hacer lo mismo, y en realidad no le guardaba ningún rencor a Mona. ¿Cómo iba a guardarle rencor a una chavala tan dulce e indefensa?

Sentado a solas en un rincón del calabozo, seguía pensando en ella y empezaba a embargarme una sensación cálida y agradable. Mona se me había ofrecido sin pensárselo aquel día. Me había rodeado con sus brazos y había puesto su cabeza en mi pecho. Inmóvil junto a mí, desnuda y estremeciéndose. Y me había abrazado con fuerza cada vez mayor, hasta que pareció como si yo formara parte de ella misma.

Estaba hecha de una pasta por completo distinta, aquella chiquilla. No tenía nada que ver con las pelanduscas con quien siempre había estado liándome. Uno podía llegar muy lejos con una chavala así. Uno haría lo que fuese por ella, porque tendría claro que ella haría lo que fuese por uno, y todo iría sobre ruedas de forma natural.

Me pregunté qué habría pensado cuando vio que yo no volvía. Me pregunté qué iba a ser de ella. Cerré los ojos y casi pude verlo todo: los fulanos que llamaban a la puerta, y la vieja que les hacía proposiciones, y Mona entonces... Mona allí en el dormitorio...

Abrí los ojos con brusquedad. Me obligué a dejar de pensar en ella y me puse a reflexionar sobre aquella casa en la que vivía.

Había tenido aquella sensación nada más cruzar la puerta y entrar en ella, la sensación de que allí había algo raro, ya me entendéis. Y luego había tenido muchas otras cosas en las que pensar.

Pero ahora finalmente me daba cuenta. En aquella casa no había fotografías, retratos de personas, quiero decir.

Diría que he estado dentro de diez mil de esos viejos caserones, ocupados por ancianos. Y en todos y cada uno de ellos siempre hay un montón de fotografías en las paredes. Fulanos con barba y cuello duro. Mujeres con vestidos de cuello alto y mangas plisadas. Niños con trajecitos de escolar y niñas con blusas y bombachos. El abuelo Jones, el tío Bill y la tía Hattie. Los hijos de la prima Susan... Todas esas viejas casas son iguales. En ellas siempre hay fotos de ese tipo. Pero en esa casa no había una sola maldita foto.

Seguí dándole vueltas al asunto y finalmente me dije que y qué. ¿Y a mí qué más me daba? Me cabreé conmigo mismo por ponerme a pensar en una cosa así cuando estaba metido en un lío de los gordos. De forma que me olvidé del asunto, volví a preocuparme por mi propia situación, y pasaron varios días hasta que otra vez me puse a pensar en el caso. Y por entonces...

Pues no sabría decirlo. Vosotros mismos tendréis que decidirlo. Es posible que cualquier otro momento igualmente hubiera sido demasiado tarde.

Es posible que todo hubiera sucedido de la misma forma, exactamente igual. Me metieron en el calabozo el miércoles por la mañana. Mi comparecencia ante el juez estaba prevista para el viernes a mediodía. El carcelero se presentó hacia las dos de ese día y me llevó a las duchas. Me bañé y me afeité en su presencia, y él luego me dio mis ropas.

Me vestí. El carcelero me condujo por un largo corredor, a través de un montón de puertas, hasta la sala de registro. Le dio mi nombre al policía sentado tras el escritorio. El polizonte abrió un cajón, manoseó varios sobres de papel y tiró uno de ellos sobre el mostrador.

—Ábralo —dijo—. Si falta alguna cosa, dígalo ahora.

Lo abrí. Dentro estaban mi cartera, las llaves del coche y un resguardo del aparcamiento de la policía.

—¿Todo en orden? —dijo—. Bueno, pues ahora dedíquenos un autógrafo aquí.

Firmé un recibo. Me dije que todo aquello era muy poco considerado, que no era buena cosa hacer pasar a un tipo por todo aquello justo antes de vérselas con un juez. Pero, como decía, yo nunca antes había estado en la cárcel, y me dije que seguramente sabían lo que se hacían.

Me lo metí todo en el bolsillo. La puerta que daba a la calle estaba abierta, y me dije: ¡lo que daría por estar ahí fuera!

El carcelero había vuelto a situarse detrás del mostrador. De pie junto a la fuente de agua, se estaba enjuagando la boca y escupiendo en una gran escupidera de bronce. Daba la impresión de haberse olvidado de mí por completo. Yo seguía de pie y a la espera.

El policía del escritorio al final levantó la mirada y me dijo:

—¿Es que le ha cogido cariño a este lugar, socio?

—Más vale que a uno le guste, o eso me temo —respondí.

—Lárguese —dijo—. ¿A qué demonios está esperando? Ya tiene todas sus cosas, ¿no es así?

—Sí, señor —contesté—. ¡Muchas gracias, señor!

Y salí por piernas de aquel maldito lugar, tan rápidamente que no creo haber proyectado mi sombra al hacerlo.

Yo pensaba que habían cometido un error, claro está. Sin duda me habían confundido con algún otro menda. No veía que pudiese haber sucedido otra cosa.

Recogí mi coche en el aparcamiento. Me largué de allí a todo gas, y habría recorrido cuatro o cinco manzanas de distancia cuando recobré la lucidez y reduje la marcha.

No podía montármelo así de mal. ¿Adónde pensaba que iba a ir con un coche que todavía debía al banco y poco más de dos dólares en el bolsillo? Era posible que la policía me estuviera tendiendo una trampa de algún tipo, y era posible que Staples hubiera decidido darme una oportunidad. En uno u otro caso, no tenía nada que perder si iba a verlo. Si todo esto iba en serio, estupendo. Y si no, pues estupendo también. Por lo menos tendría ocasión de partirle esa jeta asquerosa suya antes de que me devolvieran a la cárcel.

Aparqué unas casas antes de llegar a la tienda. Me acerqué sin hacer ruido y miré por la puerta.

Staples estaba en mitad del pasillo, haciendo inventario, o eso parecía. Me estaba dando la espalda.

Abrí la puerta de golpe y entré. Staples dio un respingo y se giró. Al momento vino hacia mí, tendiéndome la mano.

—¡Mi querido amigo! No sabe cuánto me alegra que le hayan puesto en libertad tan rápido. Les pedí que no se tomaran más tiempo del estrictamente necesario. Les urgí de veras a acelerar los trámites, Frank.

—Ya, bueno —dije—. No es que vaya a quejarme, claro. Pero, ahora que lo dice, tres días no es lo que se dice muy rápido.

—Pero, Frank... —Staples desplegó las manos—. No han pasado tres días. No hace ni una hora que su esposa ha devuelto el dinero.

Una mujer endemoniada

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