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Pay-E-Zee tenía setenta y cinco tiendas distribuidas por todo el país. Voy a hablaros de esta, de la tienda para la que yo trabajaba, y así las conoceréis todas.

Estaba en una calle lateral, y su fachada no mediría más allá de tres metros y medio. Se encontraba situada entre el garito de un limpiabotas y una frutería. Tenía dos pequeños escaparates, con más o menos un centenar de artículos en cada uno de ellos. Trajes de hombre, vestidos de mujer, ropa de trabajo, albornoces, relojes de pulsera, juegos de aseo, artículos de fiesta... Más cosas de las que puedo enumerar. A saber por qué la tienda estaba allí, pues en ella no entraba un solo cliente ni en un mes que estuviera exclusivamente compuesto de sábados. Casi todas las ventas las hacíamos en el exterior, yo y otros cinco tipos más.

Girábamos unos mil quinientos pavos al mes en total, y los cobros de impagados ascendían a casi el setenta y cinco por ciento de ese total. Lo que no era mucho, cierto, pero nuestros márgenes de beneficio sí que eran tremendos. Con un margen de beneficio del trescientos por cien, puedes permitirte muchos impagados. Y sacarte más dinero con un volumen de ventas de mil quinientos dólares que muchas tiendas con un volumen de cincuenta mil.

Esa mañana llegué un poco tarde a la tienda, y los demás vendedores-cobradores ya se habían marchado. Un individuo corpulento —uno de esos clientes del tipo «solo estoy mirando»— se hallaba en el interior ojeando las americanas de caballero. Staples estaba en el despacho de la parte trasera, un espacio separado del resto de la tienda por un mostrador que iba de pared a pared.

Pay-E-Zee no contaba con empleados de oficina al uso. Tan solo se valía de directores de zona como el mismo Staples. Dejé en el mostrador las fichas de los clientes y el dinero, y Staples se puso a cotejarlo todo.

Staples era un hombrecillo de unos cincuenta años, con el pelo gris, barrigudo, con una boca carnosa como de querubín. En la época en la que también se dedicaba a tocar a los timbres, todos le conocían como «el Llorón». Cuando llamaba a la puerta del pobre desgraciado de turno, Staples se ponía a dar gritos, rompía a sollozar y seguía en ese plan hasta originar un escándalo de mil demonios. No tenía la presencia física para recurrir a las amenazas, y por eso usaba este truco. Y el pobre desgraciado al final terminaba por apoquinar para librarse de él.

Staples hablaba de modo un tanto mariposón; lo único que le faltaba era cecear en plan zopaz. Terminó de cotejar las fichas de los clientes y el dinero, y me sonrió muy amigable. Se quitó las gafas, limpió los cristales tomándose su tiempo y volvió a ponérselas.

—Frank —dijo—. Estoy decepcionado con usted. Pero que muy decepcionado.

—¿Ah, sí? —apunté—. ¿Y ahora qué demonios ocurre?

—Cuánta torpeza por su parte, Frank. Cuán ridícula ineptitud. En mis tiempos hacíamos las cosas mucho mejor. ¿Cómo es posible que no se le ocurriera robar del fichero de pérdidas y beneficios inactivos? Si hubiera tenido dos dedos de frente, podría haberse pasado años seguidos robando sin que nadie se diera cuenta.

Me obligué a sonreír.

—¿Robando? ¿Y ahora qué carajo me está diciendo, Staples?

—¡Vamos, Frank! ¡Por favor! —Levantó la mano y dijo—: Me lo está poniendo muy difícil. El patrón de Pete Hendrickson me llamó ayer... Su antiguo patrón, mejor dicho. Según parece, el hombre no tiene muy buena impresión de nuestra forma de hacer negocios, por lo que se sintió obligado a llamarme para decírmelo.

—¿Y qué? —espeté.

—Frank...

—Muy bien —dije—. Cogí prestados treinta y ocho pavos. Se los devolveré al final de la semana.

—Ya. ¿Y qué pasa con el resto?

—¿De qué resto me está hablando? —dije—. No me venga con chorradas, hombre.

Pero yo tenía claro que de nada iba a servirme protestar. Staples suspiró, meneó la cabeza y me miró con expresión de lástima.

—Tan solo he tenido tiempo para mirar sus cuentas por encima, Frank, pero ya he descubierto como una docena de, eh, desfalcos. ¿Por qué no lo reconoce de una vez, amigo? Dígame el total de lo que falta. Lo voy a averiguar de todos modos.

—No me ha quedado más remedio —dije—. La culpa ha sido de la lluvia. Por fin ha escampado de una vez, y si me da unas pocas semanas...

—¿Cuánto es el total, Frank?

—Lo tengo todo anotado. —Saqué mi cuaderno y se lo enseñé—. Usted mismo puede ver que tenía pensado devolver el dinero. Qué demonios, si no pensara devolverlo, no lo habría apuntado todo, ¿no le parece?

—Bueeeno. —Staples frunció los labios—. Sí, parece que tenía previsto devolverlo. Es lo que yo hubiera hecho, desde luego. En circunstancias tan desagradables como las que nos ocupan, sería lo más aconsejable.

—A ver, un momento —dije—. Yo...

—Trescientos cuarenta y cinco dólares, ¿eh? Lo mejor es que reúna ese dinero cuanto antes, para que podamos dar el caso por cerrado.

—Puedo extenderle un talón... —dije—. Por Dios santo, Staples, si tuviera algún dinero o pudiera pedirlo prestado, no habría tenido que sisar.

—Mmm... Eso supongo. ¿Y su coche?

—El coche no es mío. Lo estoy pagando a plazos.

—¿Muebles?

—Nada. Vivo en una casa amueblada de alquiler. Staples, no puedo decírselo más claro: no tengo ese dinero ni tengo forma de conseguirlo. Lo único que puedo hacer es...

—Ya —dijo él—. Pues es una lástima, ¿no le parece? Deprimente en extremo. La empresa no se muestra en absoluto vengativa en estos casos, pero... ¿Está usted familiarizado con las leyes de este estado? Cuando el desfalco supera los cincuenta dólares, ya no es hurto, sino que es robo con agravante.

—A ver —dije—. ¿Y eso de qué va a servirle? ¿De qué demonios va a servirle meterme de cabeza en la cárcel? Por Dios, bastaría con que usted...

—Bueno, pues puede servirme de mucho —dijo Staples—. Un hombre que se expone a una larga condena de prisión muchas veces es capaz de dar con recursos en los que antes no había pensado. Así nos lo dice la experiencia.

—¡Pero no puedo! ¡No tengo manera! —salté—. No hay nadie que vaya a ayudarme. Llevo años sin ver a mis familiares, que por lo demás tampoco tienen un maldito chavo. No tengo verdaderos amigos ni...

—¿Y su esposa?

—Se lo estoy diciendo —respondí—. Tan solo tengo una forma de recuperar esa pasta. Deme seis semanas. Deme un mes. Tres semanas. Trabajaré siete días por semana, dieciséis horas al día, hasta que... ¡Tiene que decirme que sí, Staples! Unas pocas semanas y...

—Ah, eso no puedo hacerlo, Frank. —Meneó la cabeza con firmeza—. Nada me gustaría más, pero el hecho es que no puedo... ¡Agente!

—Por Dios santo... ¿Agente...?

Era el sujeto que yo había tomado por un cliente del tipo «solo estoy mirando». Vino a situarse a mi espalda, con un palillo asomando por la comisura de la boca, y me agarró por el codo.

—Tú tranquilo, socio —dijo—. Y tira para la puerta.

Staples le sonrió anchamente. Me sonrió también, no tanto, y dijo:

—No me gusta tener que decir adiós, Frank. Así que propongo que lo dejemos en un au revoir, ¿le parece?

Una mujer endemoniada

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