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—¿Y qué demonios cree que he estado haciendo? —dije yo—. No es que me haya pasado el día con el trasero pegado a la silla en un agradable despacho con calefacción. Deme un poco de tiempo, por Dios.

El teléfono enmudeció un momento. Y Staples entonces soltó una risa queda.

—No puedo darle demasiado tiempo, Frank —dijo—. Ya que está metido en faena, ¿por qué no pone un poco de esfuerzo adicional? ¿Eh? Utilice ese cerebro privilegiado que tiene. No sabe lo contento que me pondría si por la mañana se presentara usted con el dinero de ese Hendrickson.

—Pues ya seríamos dos —contesté—. Haré lo que pueda.

Le di las buenas noches y colgué. Me bebí el resto de la cerveza, sin disfrutar mucho del trago.

¿Se trataba de una indirecta por parte de Staples? ¿De una advertencia? ¿A qué venía esa insistencia suya en esta cuenta de cliente en particular? Hendrickson era un tramposo, eso estaba claro, pero casi todos nuestros clientes lo eran también. Era raro que pagasen las letras sin necesidad de obligarlos. Nos compraban a nosotros porque no podían obtener crédito en ningún otro lugar. ¿Cómo se explicaba que, entre más de cien remolones y gorrones entre los que escoger, Staples me hubiera pegado la bronca precisamente por Hendrickson?

La cosa no me gustaba. Podía ser el principio del fin, el primer paso en dirección a la cárcel. Porque, si me pillaba sacando dinero de una cuenta, Staples comprendería que también lo había estado sacando de las demás. Ya se encargaría de revisar todas las otras.

También era verdad que Staples ya me había hecho cosas así antes. Así más o menos. Te podías deslomar currando, y al final la jornada podía resultar bastante buena, pero en lugar de una palmadita en la espalda te llevabas un chorreo como el de esta noche. Ya me entendéis. Es posible que alguna vez hayáis trabajado para tipos así. Hacen caso omiso de lo que puedas haber conseguido y en su lugar te aprietan las clavijas en referencia a otra cosa. A la primera maldita cosa que se les ocurre. Eso también forma parte de tu trabajo. ¿Y qué haces ahí parado?

Así que... tenía que ser eso, concluí. Esperaba que lo fuera. A Staples nunca podías contentarlo. Cuanto más hacías, más te obligaba.

Me acerqué a la barra y pagué la consumición. Fui a la puerta, asomé la cabeza y contemplé la lluvia. Me subí el cuello del abrigo y me preparé para echar a correr hacia el coche.

Estaba anocheciendo temprano, pero todavía no era oscuro del todo. Había bastante buena visibilidad, y de pronto le vi junto al extremo del edificio. Un fulano robusto y grandullón, vestido con ropa de trabajo, inmóvil de pie bajo los aleros de una casa en construcción.

Me iba a ser imposible llegar al coche sin pasar por su lado.

Me dije que me había parado a echar un trago un poquito demasiado cerca del invernadero.

Volví a la barra y pedí una botella grande de cerveza para llevar. Agarré la botella por el cuello y salí afuera.

Es posible que no me viera en primera instancia. O quizás estaba tratando de hacer acopio de decisión. En todo caso, yo ya estaba casi a su altura cuando de repente salió de bajo los aleros y me bloqueó el camino.

Me detuve y di un paso o dos atrás.

—Hombre, Pete —dije—. ¿Cómo va eso, amigo?

—Es usted un hijo de perra, Dillon —espetó—. Me ha dejado sin trabajo. ¡Pero ahora le voy a dar lo suyo!

—Vamos, Pete, vamos... —dije—. Usted mismo se lo ha buscado. Confiamos en usted, hacemos lo posible por tratarle bien, y usted a cambio...

—¡Mentiras! Lo que me vendió era basura. El traje es una birria... ¡Ni que fuera de papel! ¡Tendría que estar en la cárcel, vendedor de morralla, ladrón estafador! Yo tenía un buen trabajo, y porque no quiero pagar por basura... ¡Usted...! ¡Se va a enterar, Dillon!

Bajó la cabeza y convirtió sus dos manazas en sendos puños. Di un nuevo paso atrás y agarré la botella con fuerza. La llevaba oculta tras la pantorrilla. Él aún no la había visto.

—La cárcel, ¿eh? —solté—. Y que lo diga usted, que ya ha estado en varias cárceles... Porque es verdad, ¿no, Pete? Y como siga haciendo el tonto conmigo, pronto va a estar en otra más.

Fue un palo de ciego por mi parte, pero sirvió para que vacilara un segundo. Uno no podía andar muy equivocado al suponer que un cliente de los almacenes Pay-E-Zee tenía que haber pasado por el talego alguna vez.

—¿¡Y qué!? —barbotó—. Sí que he estado en la cárcel, pero ya cumplí mi condena. Y eso no tiene nada que ver con todo esto. ¡Y usted...!

—¿No sería una condena por violación? —dije—. ¡Reconózcalo de una vez, maldita sea! ¿O es que no lo hizo? ¿O es que no se benefició a esa pobre chica enferma a la que están matando de hambre?

Me encaré con él, sin darle ocasión a negarlo. Tenía clarísimo que lo había hecho, y me volvía medio loco al pensarlo.

—¡Ven aquí, hijo de perra! ¡Ven aquí, gorilón asqueroso! —insistí—. ¡Ven aquí a por lo tuyo!

Y entonces vino volando a por mí.

Esquivé su arremetida, mientras hacía oscilar el botellón como si fuera un bate de béisbol. Mis pies resbalaron en el barro. Le di de lleno en el puente de la nariz, y se desplomó informe. Eso sí, me dio con el puño derecho antes de estrellarse contra el suelo. El puñetazo, arrastrado, me dio bajo el corazón. Salí rebotado contra la pared del edificio; de lo contrario, me habría ido al suelo lo mismo que él.

Permanecí doblado sobre mí mismo un momento, sintiendo como si nunca más en la vida fuera a poder respirar otra vez. Finalmente, logré rehacerme un poco y me acerqué trastabillando a su cuerpo.

No había perdido el conocimiento por entero, pero ya no tenía ningunas ganas de pelea. No tenía sentido soltarle un nuevo mamporro o pegarle un patadón en la cabeza. Lo agarré por el cuello de la guerrera y lo arrastré junto a la pared del edificio. Lo apoyé contra la pared, para salvaguardarlo un poco de la lluvia y para que no lo atropellaran. Después abrí la cerveza con un pedrusco y se la puse en la mano.

No era la clase de tratamiento que esperaba recibir. O al que estaba acostumbrado. Me miró con ojos de perro apaleado. Me dejé llevar por un impulso —o acaso fuera una corazonada— y saqué cinco monedas de dólar del bolsillo, que dejé en su regazo.

—Siento lo de su empleo —dije—. Igual puedo conseguirle otra cosa... ¿Quiere que pregunte por ahí? Si me entero de algo, se lo digo.

Asintió lentamente con la cabeza, mientras se limpiaba la sangre de la nariz.

—Sí, sí, por favor... Pero, pero... ¿Por qué, Dillon? ¿Señor Dillon? ¿Por qué primero me hace esto y luego...?

—No tenía más opción. —Me encogí de hombros—. Si en la empresa me dicen que cobre un dinero, yo tengo que cobrarlo. Y si me dice usted que quiere pelea, también tengo que pelearme. Si por mí fuera, en fin, ya lo verá usted. Soy muy capaz de tratarlo como a un hermano. De darle dinero de mi propio bolsillo, de encontrarle el trabajo que haga falta.

Bebió un sorbo de la botella; bebió un nuevo sorbo. Eructó y meneó la cabeza.

—Qué mala pata —dijo—. ¿Por qué hace usted estas cosas, señor Dillon? Tan buena persona como es... ¿Cómo se explica que trabaje para esa mala gente?

Le dije que ahí me había pillado, que suponía que, como yo era tan buen tipo, la gente entonces se aprovechaba de mí. Luego le dije que se tomara la cosa con calma y me marché a casa.

Las costillas me dolían una barbaridad, y no conseguía quitarme a Staples de la cabeza. Pero a pesar del dolor y de la angustia, me eché a reír con estrépito... ¡Menudo pájaro! Si la gente insistía en seguir diciéndome que era un fulano con un corazón de oro, igual terminaba por creérmelo. Y sin embargo... Pues bien, ¿dónde estaba la gracia de todo el asunto? ¿Qué carajo era lo que me llevaba a reírme así?

Nunca le había hecho daño a nadie si podía evitarlo. Le había echado un cable a más de uno, sin tener por qué hacerlo. Hoy mismo, por ejemplo, justamente hacía un momento. No estaba mal, ¿eh? Cuántos otros tipos habrían pasado de montárselo con Mona y luego le habrían echado un pequeño cable a un menda que hubiera tratado de matarlos?

Pete, de hecho, lo había visto claro. El problema no era yo, sino mi empleo. Y yo no sabía cómo librarme de él, del mismo modo que no sabía cómo había ido a parar a un trabajo así. Yo...

¿Alguna vez os habéis parado a pensar en el trabajo? ¿En los empleos que la gente pilla, quiero decir? Igual ves a un fulano que es peluquero de perros, o a otro que está junto a la cuneta, armado con una pala y apilando estiércol de caballo. Y en ese momento te preguntas: ¿cómo es que el muy infeliz se dedica a algo así? Y el hecho es que el fulano tiene pinta de ser bastante listo, tan listo como todo el mundo, más o menos. ¿Cómo carajo puede ganarse la vida haciendo esas cosas?

En ese momento te sonríes un poco y lo miras por encima del hombro. Te dices que el menda estará chiflado, creo que me explico, o que igual no tiene ninguna ambición. Pero entonces te miras bien a ti mismo y de pronto dejas de hacerte preguntas sobre el otro tipejo... Cuentas con tus manos y tus pies. Andas bien de salud, tienes un aspecto presentable y en lo referente a la ambición... ¡pues tienes toda la que haga falta! Eres joven, si consideramos que un hombre de treinta años es joven, y eres fuerte. No tienes muchos estudios, pero sí más que muchos otros que han llegado a lo más alto. Y, sin embargo, a pesar de todo esto que tienes —a pesar de todo cuanto has podido usar para abrirte paso en la vida—, no has llegado demasiado lejos. Y algo te dice que tampoco vas a ir mucho más lejos, si es que vas más lejos en absoluto.

Y no hay nada que en este momento puedas hacer al respecto, por supuesto, pero no puedes evitarlo y sigues teniendo esperanzas. No puedes evitarlo y sigues preguntándote si...

... Si quizá fuiste demasiado ambicioso. Quizás ese fue el problema. No te veías trabajando cuarenta años seguidos para pasar de botones a presidente de la empresa de turno. Así que te pusiste a currar como vendedor a domicilio de suscripciones de revistas, de costa a costa. Y luego te salió otro empleo similar, que era un chollo, o eso parecía, por lo menos. Y estuviste metido en el asunto hasta que encontraste algo mejor, algo que daba la impresión de estupendo. Y de vender una cosa pasaste a vender otra: ofertas especiales de té y café, vajillas, pólizas de seguros a precio de risa, cupones para revelados fotográficos, parcelas en el cementerio, medias y calzas en general, concentrados de carne y lo que hiciera falta. Recaudaste fondos para las organizaciones de caridad. Compraste viejas piezas de oro. Volviste a meterte en las revistas y el café y el té. Te sacabas bastante dinero, doscientos al mes a veces. Pero cuando hacías el promedio, entre las buenas semanas y las malas, al final no era tanto. Cincuenta o sesenta a la semana, bueno, setenta a lo mejor. Más de lo que podrías sacarte, quizá, trabajando en una gasolinera o en un bar. Pero tenías que deslomarte para ganar aquella pasta, y seguías sin mejorar. Continuabas donde siempre, en el punto de partida. Y ya no eras un chaval.

Así que un día llegas a esta ciudad y ves este anuncio. Se busca vendedor puerta a puerta y cobrador de letras. Buenas ganancias para la persona trabajadora. Y te dices que quizás esta vez sí. El empleo parece estar bien; la ciudad tiene pinta de estar bien. Así que pillas el trabajo y te quedas a vivir aquí. Y por supuesto, ni el uno ni la otra están bien, son lo mismo que todo lo anterior. El empleo es un asco. La ciudad es un asco. Tú mismo das asco. Y no hay una sola puñetera cosa que puedas hacer al respecto.

Lo único que puedes hacer es seguir arrastrándote, como hacen los otros. Como hace el fulano que es peluquero de perros, y el fulano que se pasa el día apilando estiércol de caballo. Y detestas lo que estás haciendo. Y te detestas a ti mismo.

Y sueñas con que un día...

Una mujer endemoniada

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