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Al final conseguí calmarla un poco. La ayudé a ponerse el vestido otra vez, y nos sentamos en el borde de la cama. Nos pusimos a hablar en voz baja.

Su nombre era Mona, y su apellido era el de su tía, Farrell. Por lo que ella sabía, claro está. Lo único que conocía era cuanto la vieja bruja le había dicho. No recordaba haber vivido con ninguna otra persona. Que ella supiera, no tenía otros familiares.

—¿Por qué no te largas de aquí? —le pregunté—. Tu tía no podría impedirlo. Se metería en un lío de los gordos si lo intentara.

—Yo... —Negó vagamente con la cabeza—. No sabría qué hacer, Dolly. Ni adónde ir. Yo... simplemente no sabría cómo hacerlo.

—Qué carajo. Puedes hacer cualquier cosa —dije—. Puedes ponerte a trabajar en lo que sea. Como camarera. De acomodadora en un cine. De vendedora en una tienda. Como mujer de la limpieza, si no encuentras otra cosa.

—Es verdad, pero... Pero...

—Pero, ¿qué? Puedes hacer lo que te dé la gana, guapa. Si no quieres, no tienes por qué decirle que te marchas. Sencillamente, vete y no vuelvas nunca más. Porque de vez en cuando sales de la casa, ¿no? Ella no te mantiene aquí encerrada todo el tiempo, ¿verdad?

No... Sí... Asintió con la cabeza. Salía bastante de casa. Para ir al centro o de compras por el barrio, para comprarle a la vieja lo que necesitara.

—¿Y bien? —dije.

—No..., no puedo, Dolly...

Suspiré. Me daba cuenta de que efectivamente no podía. Estaba demasiado hundida, carecía de seguridad en sí misma. Pero si pudiera contar con alguien que la sacara de allí, que cuidara de ella hasta que madurase un poco...

Me estaba mirando con una expresión de disculpa. De humildad. Suplicándome con los ojos. Bajé la mirada.

¿Y qué demonios quería que hiciera yo? Ya estaba haciendo lo que se dice mucho más de lo que me correspondía.

—Bueno —dije—. Por el momento no te va a pasar nada. Y voy a dejarte el juego de cubertería. La vieja no tiene por qué saberlo... Así que te dejará en paz un rato.

—Dolly...

—Será mejor que empieces a llamarme Frank —dije, tratando de desviar su atención del tema principal—. ¡Dolly...! —me burlé de mí mismo—. ¡Menudo nombrecito para un tiparraco tan grandullón y feo como yo!

—Tú no eres feo —protestó ella—. Eres guap... ¿Es por eso por lo que te llaman Dolly? ¿Porque eres tan..., tan...?

—Pues sí —respondí—. Porque soy un menda de lo más guapo. Conmigo no hay quien pueda, y es que soy un tipo muy duro de pelar.

—Eres buena persona —dijo ella—. Hasta ahora no había conocido a nadie que lo fuera.

Le dije que el mundo estaba lleno de buenas personas. Me habría costado lo suyo tratar de demostrárselo, pero, en todo caso, eso fue lo que le dije.

—Todo te irá de maravilla, una vez que te hayas ido de aquí. Así que, ¿por qué no tratas de ayudarte a ti misma un poquito? ¿O me dejas que te ayude? Puedo decirle a la policía lo que...

—¡No! —Me agarró del brazo con tanta fuerza que estuve a punto de dar un brinco—. ¡No, Dolly! Me lo tienes que prometer.

—Pero, niña... —dije—. Todo eso que ella te ha estado diciendo es pura patraña. A ti no van a hacerte nada en absoluto. Es a ella a quien van a...

—¡No! ¡No me creerían! Les diría que estoy mintiendo, y luego me obligaría a decirles que sí. Y luego... Y después, cuando estuviera a solas conmigo...

La voz le falló hasta sumirse en un silencio compungido. Volví a rodearle el cuerpo con el brazo.

—Muy bien, guapa —dije—. Ya pensaré en otra solución. Tú por el momento no hagas nada y... —Me detuve, al recordar lo rápido que la vieja me había hecho su oferta—. ¿Has tenido que hacer cosas así antes, Mona? ¿Ella te ha obligado?

No dijo palabra, pero asintió con la cabeza. Un ligero rubor se extendió por el delicado blanco de su cara.

—¿Con personas que estaban de paso? ¿Como yo mismo?

Volvió a asentir con dificultad.

—En su..., en su mayoría...

Eso era lo bueno, si me pilláis la idea. Su tía terminaría por intentar engatusar al fulano menos indicado —al fulano idóneo, mejor dicho—, y meterían a la vieja en la cárcel en un abrir y cerrar de ojos.

—Pues bueno, ya no se aprovechará más de ti —dije—. No, no pienso olvidarme de ti. Y que ella sepa, todo va a marchar sobre ruedas. Esa es la idea, ¿entiendes? Volveré cargado con muchas otras cosas bonitas, y no quiero que vuelvas a pasarlo mal.

Levantó la cabeza otra vez y sus ojos escudriñaron mi rostro.

—¿Hablas en serio, Dolly? ¿Vas... vas a volver?

—Acabo de decírtelo, ¿no? —respondí—. Voy a volver y te sacaré de aquí tan pronto como yo mismo pueda irme. Eso sí, vamos a necesitar un poco de tiempo. Mi situación es un tanto complicada. Lo que pasa es que..., bueno, estoy casado.

Asintió con la cabeza. Estaba casado. ¿Y qué? Eso a ella le daba lo mismo. Supongo que tenía que darle lo mismo después de haber pasado por tantas cosas.

—Pues sí —proseguí—. Llevo años casado. Y con este trabajo que tengo me las veo y me las deseo para ganarme la vida.

Lo que tampoco le impresionó demasiado. Todo cuanto Mona sabía era que yo tenía muchísimo más en la vida que ella.

Su forma de comportarse no dejaba de irritarme un poco, pero en el fondo también me gustaba. Mona confiaba en mí a más no poder, estaba convencida de que yo podría arreglar la situación, por difícil que fuese. No habían sido muchas las personas que habían confiado en mí de esa manera. ¿Muchas? Qué demonios: ninguna.

Me sonrió con timidez. Era la primera vez que me sonreía de veras desde que la había conocido. Me cogió la mano y acarició su pecho con ella.

—¿Quieres... quieres hacerlo, Dolly? Contigo no me importaría.

—Quizá la próxima vez —dije—. Ahora mismo, lo mejor es que me largue.

La sonrisa se desvaneció. Empezó a preguntarme si me molestaba que lo hiciera con otros. Le dije que cómo iba a molestarme, por Dios, y le estampé un beso que la hizo soltar un gemido.

Yo la deseaba, pero no iba a montármelo con ella. Y cuando una chica te ofrece algo así —lo único que puede ofrecerte—, hay que ser muy pero que muy delicado a la hora de rechazarlo.

Saqué el juego de cubertería de la maleta y lo dejé sobre el tocador. Le di otro beso, le dije que no se preocupara por nada y me fui.

La vieja arpía, su tía, estaba en el pasillo, sonriendo de oreja a oreja y frotándose las manos. Me entraron ganas de soltarle un buen mamporro en su jeta repugnante, pero, por supuesto, no lo hice.

—Tiene usted todo un hallazgo ahí dentro, señora —dije—. Y cuide bien de ella, porque pienso volver a por más de lo mismo.

Soltó una risa sardónica y sonrió con satisfacción.

—Pues tráigame un abrigo de los buenos, joven —dijo—. ¿Tiene usted abrigos de invierno de los buenos?

—Tengo abrigos para dar y regalar —dije—. Y que no son de segunda mano, ojo. No soy de los que comercian con artículos de segunda mano. Y por eso le digo: si vengo por aquí y me encuentro a otro fulano en la cama, se acabó el trato.

—Usted déjeme arreglarlo, joven —respondió al punto—. ¿Cuándo va a volver?

—Mañana —respondí—. O quizá pasado mañana. Pienso volver cuando mejor me plazca, así que no trate de jugar a dos bandas conmigo. O ya puede despedirse del abrigo.

Me prometió que no lo haría.

Abrí la puerta y volví corriendo al coche.

Seguía lloviendo a cántaros. Se diría que iba a continuar lloviendo para siempre. Y ahora le debía a la empresa otros treinta y tres dólares. Treinta y dos con noventa y cinco para ser exactos.

—Te lo montas de fábula, Dolly —me dije en voz alta—. Pues sí, Dillon, te lo montas como nadie... ¿Es que piensas que ese sujeto, Staples, es tonto de remate? ¿Piensas que por eso tiene el encargo de vigilar de cerca a los pájaros como tú? ¿No sabes que Staples es el hijo de perra más cabrón y encallecido de cuantos trabajan en la cadena Pay-E-Zee?

Maldita sea, pensé. Maldito sea todo y mil demonios en conserva.

Conecté el motor y puse el coche en marcha. No eran más que las cuatro y media. Tenía tiempo de sobras para acercarme al invernadero y ver a Pete Hendrickson antes de que concluyera la jornada laboral.

Y si Pete no se portaba bien y no cumplía con lo suyo...

De pronto, sonreí para mis adentros. Frunciendo el ceño a la vez... Seguro que Pete Hendrickson se lo había montado con aquella pobre chica, con Mona. Apostaría lo que fuese. La vieja habría hecho lo posible por pagarle de esa forma, y Pete tampoco le habría dicho que no. Al momento se habría olvidado de sus facturas y letras pendientes —y si yo luego tenía que andarlo buscando por toda la ciudad, pues mala suerte— y se lo habría montado con ella. Y si al final en realidad no se lo había montado con ella, lo que estaba claro era que seguía siendo un indeseable.

Y yo necesitaba cobrar hasta el último centavo de lo que nos debía.

Aparqué delante del invernadero, es decir, frente a la puerta de la oficina. Rebusqué en la guantera del coche y saqué un fajo de papeles, que examiné con rapidez.

Encontré su contrato de venta, un contrato que nos autorizaba a retirar dinero de su salario. Había que mirar bien el documento debido a la letra pequeña, pero estaba claro. Todo era perfectamente legal e incontestable.

Entré con el contrato en la oficina y se lo mostré al jefe de Pete. El hombre aflojó la pasta como lo haría una máquina tragaperras. Treinta y ocho pavos, y sin rechistar. Contó los billetes para mí, y luego yo los conté a mi vez. Y él en ese momento dijo a uno de los empleados que hiciera venir a Pete.

Terminé de contar los billetes a toda prisa y me largué volando.

Contratos vinculados al salario y órdenes de embargo... Como es natural, a los patronos no les gustan ni los unos ni las otras. No les gusta que les importunen con cosas así, ni les gustan los trabajadores que les traigan problemas. A Pete iban a ponerlo de patitas en la calle. Y yo me decía que más me valía estar en otro lugar cuando eso sucediera.

Conduje calle abajo hasta llegar a una taberna. Pedí una gran jarra de cerveza, me fui con ella a uno de los reservados del fondo del local y me bebí la mitad de una sentada. A continuación puse un contrato en blanco sobre la mesa y anoté una venta en metálico a Mona Farrell por valor de treinta y dos con noventa y cinco.

Un problema menos. Con eso estaba justificado lo del juego de cubertería, con un beneficio de cinco dólares. Y si ahora dejara de llover de una vez y me cayeran en suerte unas cuantas semanas buenas...

Empecé a sentirme un poco mejor. Ya no estaba tan hecho polvo y desesperado. Pedí otra jarra de cerveza, que esta vez me fui bebiendo a sorbitos. Pensé en lo estupenda e inocente que era Mona y me pregunté por qué no podía haberme casado con ella en lugar de con una maldita foca como Joyce.

Y es que Joyce... Menudo carrerón que llevaba Joyce. La señorita Culogordo, incapaz de pegar sello en la vida, siempre con el cigarrillo en los labios, dispuesta a dejarse manosear por el primero que pasara. En su momento pensaba que estaba cañón, pero de eso hacía muchísimo tiempo, amigos. Estaba claro que había ido de primo por la vida, pero hacía tiempo que me había quitado la venda de los ojos. Joyce... Me había casado con una holgazana sin remedio, una egoísta y una pelandusca de tres al cuarto.

¿Por qué no podía haberme casado con Mona?

¿Por qué todo tenía que salirme siempre mal?

Eché un vistazo al reloj de pared. Las seis menos diez. Fui hasta el teléfono y marqué el número de los almacenes.

Staples me respondió con su voz de siempre. Melosa, zalamera, suave. Le dije que había salido a hacer un cobro fuera de la ciudad y que mejor pasaría por la oficina al día siguiente por la mañana.

—No hay problema, Frank —dijo—. ¿Y cómo va todo, por lo demás? ¿Ha dado ya con el paradero de Hendrickson?

—Aún no —mentí—. Pero la jornada ha ido bastante bien. He vendido uno de esos juegos de cubertería al contado.

—Buen chico —dijo—. Pero ahora sería interesante que diera con la pista de Hendrickson.

Su voz se recreó en el apellido. Subrayándolo. Staples estaba a más de siete kilómetros de distancia, pero tuve la impresión de que se encontraba justo a mi lado. Sonriéndome ladino, observándome, a la espera de que yo mismo me delatara.

—¿Y bien, Frank? —insistió—. ¿Qué tiene que decirme sobre esos treinta y ocho dólares que Hendrickson nos adeuda?

Una mujer endemoniada

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