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Había salido del coche y corría hacia el porche cuando la vi. La mujer escudriñaba por entre las cortinas de la puerta, y un relámpago iluminó el oscuro cristal un instante, encuadrando su cara como en una fotografía. Y en absoluto se trataba de una imagen bonita; la mujer estaba tan lejos de ser de una belleza arrebatadora como yo. Pero algo en aquel rostro me estremeció. Tropecé en un socavón y estuve a punto de caer al suelo. Cuando volví a levantar la vista, la mujer había desaparecido y las cortinas estaban inmóviles.

Subí los escalones cojeando, dejé en el suelo la maleta con el muestrario y llamé al timbre. Me alejé un paso de la puerta y esperé. Hacía lo posible por esbozar una amplia sonrisa, sin dejar de echarle una ojeada al jardín.

Era una vivienda grande y anticuada, situada más o menos a un kilómetro más allá del campus de la universidad del estado, y era la única casa en toda aquella manzana. A juzgar por su aspecto y situación, pensé que probablemente había sido una granja en el pasado.

Volví a llamar al timbre. Esta vez mantuve el dedo pegado en él, escuchando cómo resonaba, estrepitoso y chillón, en el interior de la casa. Abrí la mosquitera y me puse a aporrear la puerta. Era el tipo de cosas que uno hacía cuando trabajaba para los almacenes Pay-E-Zee. Estaba acostumbrado a que las personas se escondieran cuando me veían venir.

La puerta se abrió de sopetón mientras yo continuaba aporreándola. Miré un segundo a aquella tipa y reculé lo que se dice de inmediato. No era la joven, la chavala de expresión angustiada que había visto escudriñar entre las cortinas. Esta era una vieja con una napia tan curva como el pico de un halcón y unos ojillos mezquinos y muy juntos. Tendría unos setenta años —no sé cómo una persona puede convertirse en algo tan feo en menos de setenta años—, pero se la veía sana y feliz, a su manera. En la mano llevaba un bastón muy grueso, y tuve la impresión de que estaba más que dispuesta a usarlo. Contra mis costillas.

—Discúlpeme por la molestia —dije con rapidez—. Soy el señor Dillon, de los almacenes Pay-E-Zee. Y me preguntaba si...

—Largo de aquí —ladró la vieja—. ¡Fuera de aquí ahora mismo! En esta casa no compramos a mercachifles ambulantes.

—No me ha entendido bien —dije—. Como es natural, estaríamos encantados de abrirles una cuenta, pero, de hecho, yo llamaba para pedirle cierta información. Tengo entendido que en esta vivienda estuvo trabajando para ustedes un señor llamado Pete Hendrickson. Si no me equivoco, este caballero se ocupaba de los trabajos en el jardín y demás. Me pregunto si sería tan amable de decirme dónde podría encontrarlo.

La vieja vaciló un segundo, entornó los ojos y me miró con expresión taimada.

—Les debe dinero. Es eso, ¿verdad? —preguntó—. Y quieren encontrarlo para que les pague de una vez.

—En absoluto —mentí—. De hecho, es justamente al revés. El señor Hendrickson nos pagó por equivocación una suma excesiva, y quisiéramos...

—¡Sí, claro! —soltó, con una desagradable risotada—. ¡Me está diciendo que ese borracho holgazán, que ese inútil les ha pagado de más! Pero resulta que a Pete Hendrickson no hay quien le saque nada que no sean trapacerías y excusas.

Sonreí artificiosamente y me encogí de hombros. Lo normal es hacer las cosas de otra manera, pues incluso tu peor enemigo rarísimamente está dispuesto a chivarle tu paradero a un cobrador que anda tras tu pista. Pero muy de vez en cuando, te encuentras con alguien miserable de verdad, alguien que disfruta de que a otro le caiga una buena tunda del cielo. Y eso era lo que pasaba con aquella vieja bruja.

—Mala gente y un vago de cuidado —describió—. No daba golpe y encima quería cobrar el doble por no hacer nada. Se suponía que estaba trabajando para mí, pero se buscó un segundo empleo a mis espaldas. Le dije que iba a arrepentirse...

Me dio la dirección de Pete, así como el nombre del lugar donde estaba trabajando. Se trataba de un invernadero en Lake Drive, a tan solo unas manzanas de donde me encontraba en ese momento. Llevaba diez días trabajando allí. Todavía no había cobrado su primera paga, pero ya le faltaba poco.

—Anoche se presentó aquí lloriqueando y suplicándome —dijo ella—, con la intención de que le prestara unos cuantos dólares para resistir hasta la primera paga. ¡Ya puede suponer lo que le dije!

—Me lo imagino —dije—. Y bien, ya que estoy aquí, me gustaría mostrarle algunos artículos muy especiales que...

—¡Ya! ¡Ni hablar! —Empezó a cerrar la puerta.

—Permítame enseñárselos un momento —dije. Me agaché y abrí la maleta con el muestrario. Empecé a sacar de todo, hablando a toda pastilla, sin dejar de observar su rostro en busca de una expresión de interés—. ¿Qué me dice de esta colcha? Sale muy bien de precio. ¿O de este neceser de baño? Sale prácticamente regalado, señora. ¿Necesita unas medias? ¿Un chal? ¿Guantes? ¿Zapatillas para andar por casa? Si no tengo su talla aquí mismo, siempre puedo...

—Que no. Ni hablar. —Meneó la cabeza con firmeza—. No tengo dinero para semejantes caprichitos, joven.

—No hace falta dinero —dije—. Casi no hace falta. Basta con abonar una entrada muy pequeña por cualquiera de estos artículos o por todos ellos, y luego usted misma puede ir pagando a su mejor conveniencia. Puede tomarse todo el tiempo que quiera para completar el pago.

—Sí, claro. —Soltó otra risotada—. Igual que Pete Hendrickson, ¿no? Mejor váyase a otra parte, joven.

—¿Y qué me dice de la otra señorita? —apunté—. ¿De la señorita más joven? Seguro que en la maleta tengo alguna cosa que le encantaría.

—Ya —gruñó ella—. ¿Y cómo cree que ella podría pagarlo?

—Con dinero, diría yo —respondí—. Aunque igual tiene algo mejor que darme.

Me estaba mostrando impertinente a propósito, que quede claro. No me gustaba aquella vieja y ya le había sacado todo cuanto podía sacarle. Así que, ¿para qué ser cortés con ella?

Empecé a meter todas las cosas de nuevo dentro de la maleta, de cualquier manera, pues aquel material no era del que se rompía fácilmente. Y ella entonces me habló otra vez, y en su voz percibí una nota ladina y fisgona que me hizo levantar la cabeza de golpe.

—¿Le gusta esta sobrinita mía, joven? ¿La encuentra guapa?

—Pues sí, claro —respondí—. Me ha parecido una señorita muy atractiva, sí.

—Y es muy obediente también, joven. Si le digo que haga una cosa, la hace al momento, y ya puede ser lo que sea.

Le dije que eso era estupendo, o excelente, o algo por el estilo. Lo que se suele decir en esta clase de situaciones. La vieja señaló la maleta con el muestrario.

—Ese juego de cubertería, joven. ¿Por cuánto lo vende?

Abrí el estuche y se lo enseñé. Le dije que en realidad no tenía pensado venderlo; era una ganga tal que yo mismo pensaba quedármelo.

—Un juego para ocho personas, señora, y cada pieza tiene un baño de plata de primera calidad. Normalmente pedimos setenta y cinco dólares por un juego así, pero estamos liquidando estos últimos que nos quedan por treinta y dos con noventa y nueve.

Asintió con la cabeza, sonriéndome con astucia.

—¿Le parece que mi sobrina...? ¿Cree que ella podría pagarle ese juego, joven? ¿Podría usted arreglarlo de alguna forma para que mi sobrina pudiera pagárselo?

—Eh... Seguro que sí —dije—. Primero tendría que hablar con ella, como es natural, pero...

—Déjeme a mí —respondió—. Usted espérese aquí.

Entró, dejando la puerta abierta. Encendí un cigarrillo mientras esperaba. Y no, puedo jurar sobre un montón de biblias que no tenía la menor idea de lo que la vieja loca se traía entre manos. Me daba cuenta de que era una tipa de lo más ruin, pero hasta la fecha no había conocido a muchas personas que no lo fueran. Y pensaba que su comportamiento era propio de una mujer chiflada; a la mayoría de los clientes de los almacenes Pay-E-Zee les faltaba algún tornillo que otro. Quienes tenían dos dedos de frente no entraban en tratos comerciales con una empresa como la nuestra.

Seguía a la espera, y me estremecí ligeramente cuando de pronto cayó un nuevo relámpago. Me pregunté cuántos puñeteros días iba a seguir lloviendo de ese modo. Llovía desde hacía casi tres semanas seguidas, y la lluvia me había fastidiado el trabajo a base de bien. Las ventas habían caído en picado, y, de los cobros, mejor ni hablar. Cuando el tiempo es así de lluvioso, resulta sencillamente imposible realizar un buen trabajo puerta a puerta. Resulta imposible conseguir que la gente te abra. Y con una cuenta de clientes como la mía, plagada de trabajadores temporales y demás, tampoco servía de mucho que al final te abrieran la puerta. Los habían puesto a todos de patitas en la calle a causa del mal tiempo. Y ya podías decirles de todo y amenazarles, que no ibas a conseguir que te dieran lo que no tenían.

Me pagaban un salario de cincuenta a la semana, poco más que lo justo para moverme en coche. Mis verdaderas ganancias tenían que proceder de las comisiones, y no me estaba sacando ninguna. Bueno, sí que me estaba sacando algo, claro, pero ni de lejos lo suficiente para salir adelante. Me mantenía a flote manipulando mis cuentas, embolsándome parte de los cobros de las letras y alterando las fichas de las cuentas pendientes a conveniencia. Ahora mismo debía más de trescientos dólares, y si a alguien se le ocurría irse de la lengua antes de que pudiera arreglar el asunto...

Mascullé una imprecación. Tiré el cigarrillo al jardín. Me volví hacia la puerta, y allí estaba ella...: la chica.

Tendría veintipocos años, o eso creo, aunque nunca he sido muy bueno a la hora de adivinar la edad de una mujer. Tenía el pelo espeso, rubio y ondulado, tirando a corto, y sus ojos eran oscuros; quizá no fueran los ojos más grandes que hubiera visto jamás en una chica, pero en aquel rostro blanco y delgado daban la impresión de serlo.

Llevaba un vestido blanco ceñido, del tipo que llevan las camareras y las peluqueras. El profundo escote en pico dejaba ver que la muchacha estaba muy bien dotada. Pero más abajo..., pues no mucho, la verdad. Los chicos de la escuela de agricultura —yo tenía una o dos cuentas en dicha escuela— la hubieran comparado con una res sin muchas carnes pero buena lechera.

Abrió la puerta mosquitera. Cogí la maleta con el muestrario y entré.

Todavía no me había dirigido la palabra, y tampoco me la dirigió en ese momento. Me había dado la espalda y había echado a andar por el pasillo casi antes de que yo entrara en la casa. Andaba con los hombros un tanto encogidos, como si se inclinara hacia delante. La seguí, pensando que quizá no tenía mucha chicha en el trasero pero que la forma de este tampoco estaba nada mal.

Pasamos por la sala de estar, el comedor, la cocina. Ella seguía por delante, y yo tenía que apretar el paso para no quedarme rezagado. A la vieja no se la veía por ninguna parte. Los únicos sonidos que se oían eran los de nuestras pisadas y los de los truenos ocasionales.

Empezaba a tener una sensación desagradable y como de náusea en la boca del estómago. Si no hubiera estado tan obligado a conseguir una venta, me habría largado al momento.

Había una puerta que salía de la cocina. La cruzó; le seguí, andándome con cierto cuidado, sin apartar los ojos de ella. Quería decirle alguna cosa, pero sin saber qué demonios podía ser esa cosa.

Era un pequeño dormitorio, un cuarto con una cama, por así decirlo, y un lavamanos anticuado, con un cuenco y una jarra. Las persianas estaban echadas, pero por los contornos se filtraba bastante luz.

Cerró la puerta y se volvió; comenzó a luchar con el cinturón del vestido ajustado. Y en ese momento capté la onda, lógicamente, pero ya era lo que se dice demasiado tarde. Demasiado tarde para detenerla.

El vestido cayó al suelo. La chica no llevaba nada debajo. Se dio media vuelta.

Yo no quería mirar. Me sentía enfermo, furioso y avergonzado... Y eso que yo no soy de los que se avergüenzan fácilmente. Pero no podía evitarlo. Tenía que mirar, aunque fuese lo último que mirara en el mundo.

Un verdugón atravesaba su cuerpo, un verdugón como el producido por un hierro al rojo. O por un palo. O por un bastón... Y había una gota de sangre...

Seguía de pie, con la cabeza gacha, a la espera. Tenía los dientes apretados, pero yo veía cómo le temblaba la barbilla.

—Por Dios. Por Dios, guapa... —dije.

Y me agaché y recogí el vestido. Porque la quería; diría que la había estado deseando desde el mismo momento en el que la había visto en la puerta, como una imagen iluminada por el relámpago. Pero no iba a aprovecharme así de ella, ni aunque me pagaran por ello.

Así que empecé a vestirla otra vez con ese pingajo suyo, pero las cosas no salieron según lo previsto, y no terminé de hacer lo que me proponía. No de inmediato, por lo menos. Estaba ocupado en ponerle aquella maldita cosa, mientras le decía que no llorara, que era una chica estupenda y maravillosa, y que ni por asomo iba a hacerle daño. Y ella al final levantó la vista y me miró a la cara, y supongo que le gustó lo que vio en ella, del mismo modo que a mí me gustó lo que vi en su rostro.

Se apretó contra mí y hundió la cara en mi pecho. Me rodeó con sus brazos; puse los míos en torno a su cuerpo. Nos quedamos así juntos, abrazándonos el uno al otro como si nos fuera la vida en ello. Le acaricié la cabeza y dije que no tenía ninguna maldita razón para llorar. Le dije que era una chavala estupenda y una chica maravillosa y que el viejo Dolly Dillon iba a cuidar de ella.

Es divertido del carajo, ahora que lo pienso. Extraño, quiero decir. Yo —un tipo como yo— me encontraba en un dormitorio con una mujer desnuda entre los brazos y ni siquiera prestaba atención a que estuviera desnuda. Me limitaba a pensar en ella sin fijarme en su desnudez.

Sin embargo, eso fue lo que pasó. Justamente eso fue lo que pasó. Puedo jurarlo sobre un montón de biblias.

Una mujer endemoniada

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