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Vivíamos en una pequeña pocilga de cuatro habitaciones junto al límite del distrito comercial. El barrio no era ningún chollo, eso estaba claro. Nuestra casa estaba situada entre un negocio de desguace de automóviles y una vía secundaria del ferrocarril. Pero para nosotros sí que era un chollo. Allí estábamos igual de bien o igual de mal que en cualquier otro lugar. Ya podíamos meternos en un palacio o en una choza, que el resultado siempre era el mismo. Si la vivienda no era una pocilga en primera instancia, se convertía en pocilga en un dos por tres.

Todo cuanto hacía falta era que entrásemos a vivir en ella.

Entré mientras me quitaba el abrigo y el sombrero. Los dejé sobre la maleta del muestrario —la maleta por lo menos sí que estaba limpia— y eché una mirada en derredor. El suelo estaba sin barrer. Los ceniceros, atiborrados de colillas. Los periódicos de días anteriores, esparcidos por todas partes. Los... Maldita sea, nada era como tenía que ser. No veías más que suciedad y desorden, allí donde mirases.

El fregadero de la cocina estaba lleno de platos sucios; la cocina estaba sembrada de sartenes grasientas y pegajosas. Joyce se había hartado de comer, o eso parecía, y por supuesto había dejado la mantequilla y todo lo demás fuera de la nevera. Y ahora eran las cucarachas las que se estaban dando un festín. Aquellos bichejos verdaderamente vivían de fábula en nuestro hogar. Qué demonios, tenían mucho más para comer que yo mismo.

Asomé la cabeza en el dormitorio. Se diría que un ciclón lo había devastado. Un ciclón y una ventisca de polvo.

Abrí la puerta del baño de un patadón y entré.

Era uno de sus días productivos, supongo. Tan solo eran las siete de la tarde y hasta se había puesto algunas ropas. No muchas; apenas un liguero en la cintura, unas medias y unos zapatos. Pero en su caso, estaba lo que se dice la mar de bien.

Se pasó una barra de carmín por los labios, mirándome con los ojos entrecerrados a través del espejo del armarito de los medicamentos.

—Bueno, bueno, bueno... —dijo con voz arrastrada—. ¡Pero si es el rey en persona! Y tan amable como siempre.

—Muy bien —dije yo—. Puedes volver a ponerte la bata. Ya te he visto otras veces antes y sigo diciendo que por las aceras circula mejor material.

—¿Pero, cómo...? —Los ojos le centellearon—. ¡Si serás cabrón! Cuando pienso en todos los hombres estupendos de los que me olvidé para casarme contigo, no sé cómo...

—¿Que te olvidaste de ellos? Más bien querrás decir que te los trabajaste a todos, ¿no es eso?

—¡Eres un mentiroso del carajo! Yo n-nunca... —Dejó caer la barra de carmín en el lavamanos y se giró en redondo hacia mí—. Dolly —dijo—. ¡Dolly, cariño...! ¿Qué es lo que nos pasa?

—¿Y a ti qué te parece que nos pasa? —apunté—. Todos los días salgo a trabajar, me deslomo durante horas seguidas, ¿y qué es lo que saco a cambio? Lo que se dice nada de nada, eso es lo que saco. Ni siquiera una cena medio potable o una cama limpia. Ni siquiera un lugar en el que pueda sentarme sin verme invadido por un montón de cucarachas.

—Yo... —Se mordió la lengua—. Lo sé, Dolly. Pero siempre terminan por volver, los bichos esos, y da igual lo que haga. Y ya puedo pasarme el día entero trabajando, que este lugar siempre tiene la misma pinta. Y, bueno, yo creo que lo que pasa es que sencillamente me canso, Dolly. No le veo ningún sentido a la cosa. Aquí no hay nada que funcione como tiene que ser. El fregadero se atasca continuamente, y el suelo está lleno de grietas y...

—¿Y qué me dices de todos los sitios donde hemos vivido antes? ¿Es que te ocupaste de mantenerlos limpios y bonitos?

—Nunca hemos vivido en un lugar bonito de verdad, Dolly. Nunca hemos vivido en una casa que pudiera arreglar de verdad. Siempre nos hemos estado metiendo en agujeros como este.

—Querrás decir que esas casas se convirtieron en agujeros —contesté—, después de que te pasaras el día sin dar golpe, dejando que todo se fuera deteriorando. Porque a ti todo eso te importa una mierda. Maldita sea, para que lo sepas, tendrías que haber visto cómo se las arreglaba mi madre, lo bonita que siempre estaba la casa donde vivíamos. Éramos siete hermanos en un edificio de varias plantas sin agua caliente, en un barrio pobre, pero todo estaba siempre limpio y reluciente y...

—¡Ya vale! —chilló—. ¡Resulta que no soy tu madre! ¡Yo no soy ninguna otra mujer! Soy yo, ¿te enteras de una vez? ¡Yo, yo!

—¿Y estás orgullosa de serlo? —pregunté.

La boca se le abrió y se le cerró. Me dedicó una larga mirada morosa y volvió el rostro hacia el espejo.

—Muy bien —dije—. Muy bien. Estás hecha toda una princesita, y yo soy un canalla. Me hago cargo de que no lo tienes fácil. Me hago cargo de que todo iría mucho mejor si yo ganara más dinero, y ojalá pudiera, por Dios. Pero no puedo, y no me queda otra. Así que, ¿por qué no tratamos de tomarnos lo mejor posible las cosas como son?

—Contigo ya no hablaré más —dijo ella—. Tendría que haberme dado cuenta hace tiempo de que hablar contigo es perder el tiempo.

—Maldita sea —solté—. Lo siento, ¿vale? Me he pasado el día entero bajo la lluvia mientras tú estabas tumbada en el catre, y cuando vuelvo a casa me encuentro con una pocilga asquerosa, y resulta que estoy harto y cansado y preocupado y...

—Tú sigue con el rollo de siempre —espetó—. Sigue con tu rollo de rey de la casa.

—¡Ya te he dicho que lo siento! —dije—. Te pido disculpas. Y ahora, ¿por qué no sacas a esos animales tuyos de compañía de la mantequilla y me preparas algo de cenar?

—Hazte tú mismo tu maldita cena. Total, lo que pueda hacerte de cenar tampoco te va a gustar.

Dejó la barra de carmín y cogió un lápiz para las cejas. Un dolor fulgurante y cegador irradió por mi frente.

—Joyce —repuse—. Ya te he dicho que lo siento, Joyce. Te pido por favor que me hagas algo de cenar, Joyce. Por favor, ¿me has oído? ¡Por favor!

—Ya puedes seguir pidiendo por esa boca —contestó—. Es un placer decirte que no.

Siguió a lo suyo con el lápiz para las cejas. Como si yo no estuviera allí.

—Nena —dije—. Escúchame bien. Porque estoy hablando muy en serio. Más vale que muevas el culo de una vez y te metas en la cocina ahora que sigues teniéndolo pegado al cuerpo. Como sigas fastidiándome la vida un minuto más, juro que vas a necesitar una maleta para cargar con él.

—Qué monadas dices, de verdad —dijo ella.

—Hablo en serio, Joyce. Y es la última vez que te lo digo.

—¡Larga vida al rey! —Hizo un ruido con los labios—. Aquí tienes un besito, rey mío.

—Y aquí viene otro para ti —respondí.

El puñetazo se lo largué desde la altura del cinturón, el gancho de izquierda más fino de la historia. Joyce giró sobre los tacones altos de sus zapatos cayó sobre su trasero, hasta meterse de lleno en la bañera llena de agua sucia y jabonosa. Y por Dios que el chapuzón le estropeó el maquillaje.

Apoyé la espalda en la puerta, riéndome. Salió como pudo del baño, chorreando agua espumosa y viscosa, y echó mano a una toalla. Yo no le había hecho daño de verdad, ya me entendéis. Qué demonios, si me hubiera propuesto soltarle un gancho completo de abajo arriba, le habría arrancado la cabeza.

Empezó a secarse, sin decir palabra, y dejé de reírme, un poco. Pero entonces dijo algo que era para troncharse, pero que a la vez también resultaba un poco triste. Lo dijo con aire pensativo y con voz suave, como si fuera la cosa más importante del mundo.

—Este era mi último par de medias de las buenas, Dolly. Me has destrozado el único par bueno que me quedaba.

—Vamos, ya está bien... —respondí—. Te daré otro par. Tengo varios en la maleta del muestrario.

—Esas medias no puedo llevarlas. No terminan de ajustar bien en el talón. Ya veo que tendré que irme con las piernas al aire.

—¿Irte? —dije yo.

—Me voy. Ahora. Esta noche. No quiero nada de ti. Puedo empeñar mi reloj y mi anillo y sacarme lo suficiente para ir tirando hasta que encuentre un trabajo. Lo único que quiero es largarme de aquí.

Le dije que muy bien, si tantas ganas tenía de portarse como una tonta: sus zapatos del número cinco no estaban clavados al suelo.

—Pero creo que harías mejor en pensarlo un poco antes. Mejor harías en quedarte un tiempo, por lo menos, hasta que te salga un empleo. En un poblachón como este no hay clubes nocturnos, ya lo sabes.

—Ya encontraré algo. Ninguna ley me obliga a quedarme en esta ciudad.

—¿Y por qué demonios no buscaste un trabajo antes? —dije—. Si hubieras echado una mano, si hubieras tratado de ayudar en algo...

—¿Y por qué tenía que hacerlo? ¿Por qué iba a querer hacerlo? ¿Por qué iba a tener que ponerme a trabajar para un hombre que sería incapaz de decir una palabra amable en la mismísima iglesia? —Levantó la voz y volvió a bajarla—. Muy bien, Dolly, ya te lo he dicho antes. Yo soy yo, y no otra persona. Quizá tendría que haber hecho muchas cosas, y quizá tú también, pero no las hemos hecho y tampoco las haríamos si tuviéramos una segunda oportunidad. Y ahora, si me lo permites..., voy a asearme un poco.

—¿Y ahora a qué vienen todos estos malditos remilgos por tu parte? —dije—. Aún estamos casados.

—No vamos a seguir estándolo, si puedo arreglarlo. Y por favor, ¿vas a irte de una vez, Dolly?

Me encogí de hombros y eché a andar hacia la puerta.

—Muy bien —dije—. Me voy al centro a cenar alguna cosa. Buena suerte y da mis recuerdos a los chicos de la brigada antivicio.

—Dolly..., ¿es lo único que se te ocurre decir en un momento como este?

—¿Y qué quieres que diga? ¿Colorín, colorado, este cuento se ha acabado?

—¿No...? ¿No...? ¿No vas a darme un beso de despedida?

Volví la cabeza hacia el espejo.

—¿Eso? —dije—. Tienes tres oportunidades para responder a esa adivinanza, guapa, pero la respuesta sigue siendo que no.

Enfilé la puerta y le di la espalda como un maldito estúpido. Lo siguiente que pasó fue que recibí un porrazo en la cabeza con un cepillo para la ropa. Me dolió muchísimo, y los insultos que me estaba dedicando a gritos tampoco eran muy agradables. Pero no volví a sacudirle; ni siquiera le respondí con nuevos insultos. Ya había dicho bastante, pensé. Ya había hecho lo suficiente.

Maté un par de horas cenando y manipulando las fichas de mis clientes, y volví a casa.

Joyce se había ido, pero su recuerdo pervivía, no sé si me explico. Me había dejado un pequeño recuerdo. Las ventanas del dormitorio estaban abiertas de par en par, y la cama estaba empapada de agua de lluvia. Mi ropa..., bueno, pues ya no tenía más ropa.

Joyce había vertido tinta sobre todas mis camisas. Había echado mano a unas tijeras y recortado unos grandes agujeros en mi traje, el otro traje que tenía, porque no tenía más. Había cortado en trizas mis corbatas y pañuelos. Y había metido en el retrete todos mis calcetines y la ropa interior.

Una chica estupenda, ¿no os lo decía? Todo un primor. Si volvía a encontrármela, iba a tener que devolverle la broma de algún modo.

Puse manos a la obra y arreglé el estropicio en la medida de lo posible, y serían las dos de la madrugada cuando finalmente me tumbé en la sala de estar. Exhausto, quemado, haciéndome preguntas. No lo entendía, la verdad. Si un fulano no le gustaba y no tenía intención de llevarse bien con él, ¿por qué se había tomado tantísimo trabajo para pescarlo?

La había conocido en Houston hacía tres años. Yo por entonces estaba al cargo de un equipo de vendedores de suscripciones de revista, y ella trabajaba como chica de los cigarrillos en un garito de mala muerte al que me acercaba casi cada noche. Y bien, desde el principio empezó a darme cuartelillo. Por la forma en que se apretaba contra mi mesa, uno pensaría que Joyce venía a ser un segundo mantel. Me resultaba imposible echar un trago sin verla a través del culo de mi vaso. Y... Y, bueno, una cosa llevó a la otra, y empecé a acompañarla a casa al final de su turno. ¿Y qué otra cosa va a hacer un fulano, cuando la chica insiste en ofrecérsele de esa forma? Durante varias noches la dejé en su puerta, y ella una noche me dejó pasar al interior. Y tenía uno de esos pequeños apartamentos modernos tan bonitos. Yo nunca había visto ninguno igual. Supongo que en el edificio contaban con servicio de limpieza, y como Joyce vivía sola, tenía el pisito muy apañado. Tampoco es que yo me pusiera a inspeccionarlo. En aquel momento tenía otra cosa en mente. Así que le dije: ¿cómo lo ves si nos lo montamos, guapa? Y... ¡patapam! Al momento me soltó un guantazo en los morros. Di un respingo y me dirigí hacia la puerta. Se puso a llorar. Me dijo que la tomaría por una cualquiera si me decía que sí, que no querría casarme con ella y que luego siempre se lo echaría en cara. Y yo entonces le dije: vamos, guapa, no te lo tomes así. ¿Qué clase de hombre piensas que...?

¡No, no, un minuto! Me parece que lo estoy confundiendo todo. Creo que fue Doris quien se puso en ese plan, la chica con quien estuve casado antes de Joyce. Pues sí, seguro que fue Doris... ¿O fue Ellen? En fin, tampoco es que importe mucho; todas eran muy parecidas. Todas resultaron ser lo mismo. Y, bueno, como decía, le dije: ¿qué clase de hombre piensas que soy? Y ella entonces dijo... Todas ellas dijeron... Creo que eres un buen tipo. Y yo... me quedé dormido.

Una mujer endemoniada

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