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El consumo sin producción

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En un importante ensayo publicado en 1988, “La banalidad en los estudios culturales” (“Banality in Cultural Studies”), la crítica australiana Meaghan Morris reconoce el espectro populista que recorre su campo de estudio en la forma de una retórica o estilo repetitivo que parece confirmar no sólo su institucionalización sino también su industrialización como producto intelectual: Morris insistía en que la lectura de un sólo ejemplo de estudio cultural producía la impresión de haber leído todos (Morris, 1988: 3-29). La clave que explica tal experiencia se encontraba, según esta autora, en una sobrevaluación generalizada de la capacidad del “pueblo” para leer creativamente y apropiarse de los productos de la cultura de masas de tal manera que las particularidades de su modo de producción, su forma mercantil y sus determinaciones ideológicas desaparecen. Tal “populismo”, el término político a tener más en cuenta aquí, surge a partir de un simulacro narcisista de identidad “entre el sujeto de conocimiento de los estudios culturales”, por un lado, “y un sujeto colectivo, ‘el pueblo’”, por el otro. Este último, prosigue Morris:

no tiene las características necesarias que lo definan —con excepción de una indomable capacidad para “negociar” lecturas, generar nuevas interpretaciones y rehacer los materiales de la cultura […] Así, oponiéndose a la fuerza hegemónica de las clases dominantes, “el pueblo” de hecho representa las energías y las funciones creativas de la lectura crítica. Al fin, no es simplemente el objeto de investigación del estudioso cultural y sus informantes nativos; el pueblo es también, por delegación textual, el emblema alegórico de la actividad propia del crítico. (Morris, 1988: 17).

La alianza textual —o ventriloquia política— que Morris descubre en el populismo de los estudios culturales británicos en la década de 1980 tiene pues un terreno conceptual que es posible ubicar: en concreto, se trata de la idea del consumo sin producción, según la cual, primero, la “producción” significaría tanto la particularidad social no-populista como la materialidad de la determinación histórica e ideológica y, segundo, el “consumo” se convierte en un reino bajtiniano de libertad donde el crítico se identifica con lo que alguna vez fue meramente el objeto de su compromiso político transformado aquí en el sujeto histórico real de su crítica.[3] En cierta medida, está claro que lo anterior debe ser interpretado como una inversión de la postura de la Escuela de Frankfurt en su crítica de la ideología, con lo cual, desde el punto de vista que aquí desarrollamos, podríamos formularla como una producción sin consumo, donde las lógicas abstractas de la mercantilización y la razón instrumental (ideología) incorporan al consumidor-lector al reino de la necesidad capitalista, sin resto alguno (“el consumo me consume”, según la conocida fórmula de Tomás Moulian) (Moulian, 1999).[4] Así pues, desde la perspectiva de la crítica de la ideología, la productividad del consumo se reduce a la reproducción (si bien ampliada, cabe añadir). Desde esta perspectiva podemos interpretar el populismo de los “estudios culturales británicos” —o, al menos, los ejemplos de los que se ocupa Morris— como un intento acrítico de rescatar al “pueblo” (que consume) de la cárcel de la determinación ideológica.[5]

De hecho, es posible que al criticar este giro en los estudios culturales Morris haya revelado el espacio teórico y político que estructura el campo en su totalidad. En este sentido, ya no podría decirse que los estudios culturales cayeron en el populismo durante los ochenta con el debilitamiento de la influencia del Birminghman Centre of Contemporary Cultural Studies (de lo cual se lamenta Morris, como tantos otros críticos culturales) y el surgimiento del thatcherismo-reaganismo.[6] Tampoco se trata simplemente de saber si las intenciones de tal o cual estudio son o no populistas. Lo que pasa es que, en realidad, el populismo —o sea, la política de su problemática según el esbozo de Morris— es una dimensión constitutiva de los estudios culturales en sí mismos.[7] Hay razones históricas y teóricas para que esto sea así.

El concepto crítico de cultura que se asocia con los estudios culturales surgió en diálogo, y de hecho también en conflicto, no sólo con el sedimentado concepto conservador de “cultura” que asociamos con el cultivo del buen gusto (ser “culto”), sino también con el concepto tradicional de “ideología” del marxismo occidental, que asociamos ya sea con Lukács (una “falsa conciencia” centrada en la mercancía) o con Althusser (una reproducción de estructuras, por medio de la “interpelación”, centrada en el Estado) (Lukács, 1971; Althusser, 1993: 1-60). Podemos trazar la historia de dicho diálogo y conflicto no sólo en la obra de Williams y Hall, sino también en la muy influyente historiografía de E.P. Thompson y de otros, como Ralph Samuel, vinculados a la revista History Workshop, así como en las investigaciones del Birminghman Centre. Tales concepciones tradicionales de la ideología ponen de relieve el poder interpretativo (el capital cultural) de los intelectuales radicales —quienes revelan la verdad histórica que se halla detrás de las ilusiones que a) instituyen un proceso social de olvido, y b) motivan acciones políticas siempre ya susceptibles de recuperación—, pero al mismo tiempo deshistorizan y desautorizan de modo radical a la propia gente que dicen representar. Cuando se emplea de forma acrítica tal concepto de ideología, invariablemente se corre el riesgo de redoblar el efecto ideológico a través del cual se instaura el poder intelectual ilustrado —el lugar desde donde se pronuncia el diagnóstico de la “ideología”— y se subalterna a los subalternos.

Es por ello que el concepto de cultura en los estudios culturales lucha con la idea de que es posible recuperar los conocimientos, las historias, las memorias y las prácticas de los dominados, a los que generalmente se configura de acuerdo con su clase, género, “raza”, etnicidad o edad, y que se hallan en el corazón de la “ideología”: por ejemplo, concebir la lectura como una actividad en la que se pueden usar los objetos y los textos en formas no establecidas por su codificación o producción.[8] En este sentido, la recuperación de tales experiencias “reprimidas” extiende el gesto democratizador del concepto antropológico de la cultura como “toda una forma de vida” al interior de la ideología; y al mismo tiempo —en su mejor faceta no-populista— permite reconocer el poder de las estructuras existentes, incluyendo el elitismo intelectual de la ideología de la “ideología”: la cultura se convierte así en “toda una forma de lucha”, con una inflexión política ejercida “desde abajo”.[9] Más que la mera valorización de las formas populares o masivas de la industria cultural como tales, es este trabajo cultural de rescate lo que constituye el populismo que, tal vez con razón, los estudios culturales deben arriesgarse a atravesar. Sin embargo, un concepto de cultura que se niegue a reconocer el poder de la ideología, ya se presente en forma de mercantilización e interpelación o como una violencia epistémica que desautoriza y subalterna, no evitará caer en un tipo de populismo que, de hecho, no es más que una celebración de lo dado, en la medida en que reproduce el mismo “efecto ideológico” que critica: la captura hegemónica a través del “desconocimiento” (misrecognition). Desde este punto de vista, para un concepto crítico de la cultura se necesita una concepción de la ideología, en la misma medida que para un concepto crítico de la ideología hace falta una concepción de la cultura. En este tenso espacio teórico, a los primeros trabajos de Williams y Thompson se los ha identificado con el bando de los culturalistas (y populistas) “auto-creadores” (self-making) —cuando el principal término en disputa durante la década de 1970 no es el “consumo” sino la “experiencia”—, mientras que a los estudios culturales asociados con el Birmingham Centre podríamos identificarlos, a la luz de su polémica con el populismo de Williams y Thompson, con el bando de los “ideologistas”, según los cuales muchas de las formas de resistencia recuperadas resultaban estar, en última instancia, estructuralmente sobredeterminadas, es decir, subordinadas a una lógica de reproducción.[10]

Así pues, el gesto-simulacro que caracteriza a los estudios culturales británicos tal y como los describe Morris —con todos sus problemas— parecería responder a una dimensión constitutivamente antiideológica y recuperadora del mismo concepto crítico de la “cultura” que produce los estudios culturales. El ejemplo que Morris nos da del populismo —un consumo sin producción— parece, incluso, dotar al “pueblo” de la posibilidad de participar en la enunciación del estudio cultural. Desde una perspectiva más literaria que la de Morris, la radicalidad de tal gesto podría ser vista como un acto simbólico, una especie de ficción utópica de la des-subalternización intelectual: ¿cómo se representa la responsabilidad política en la gramática de la crítica? Pero, dado que se olvida de la “producción” y no muestra apreciación alguna de los efectos reales de la “ideología” —que en este caso, parece más bien ser denegado—, el gesto cae en la trampa de un populismo (el diagnóstico político del “culturalismo”) que en el mejor de los casos es voluntarista y en el peor mera ventriloquia; pero que, a pesar de todo, es en cierto sentido la prolongación estilística de un reclamo que de por sí ya es constitutivo de los estudios culturales.

Políticas culturales: acumulación, desarrollo y crítica cultural

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