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La “cultura crítica”

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La problemática constitutiva del campo radicalizado de los estudios culturales durante la década de 1970 puede ser formulada parafraseando a Kant: la ideología sin cultura está (históricamente) “vacía”, la cultura sin ideología está (políticamente) “ciega” (Kant, 1978).[11] Son éstos los parámetros del espacio conceptual en donde emerge el concepto crítico de cultura, en una querella “populista” contra la “ideología”. Cabe mencionar aquí otro término clave: la “hegemonía”. Una de las principales funciones teóricas del concepto de hegemonía es la de mediar en las tensiones ya mencionadas que se producen entre los conceptos de “cultura” e “ideología”. Se trata del espacio teórico desde el cual es posible describir los estudios culturales como un alejamiento del marxismo y como un acercamiento al marxismo al mismo tiempo.[12] La hegemonía se mueve en dos direcciones a la vez: hacer de la ideología algo concreto, y de la vida cotidiana algo político; es el principal mecanismo a través del cual se generalizan las ideas de la clase dominante (ideología), de tal forma que su dominio es vivido (cultura) como un consentimiento. Así, el Estado queda firmemente anclado en la vida cotidiana y la vida cotidiana, en el Estado. Es ésta una de las bien conocidas formas en que la “hegemonía” procura socavar el valor epistemológico de la metáfora “base/superestructura”.

Sin ser populista como tal, el concepto de “hegemonía” tiende a reforzar la dimensión populista de los estudios culturales en dos formas relacionadas entre sí: debilitando el alcance de la ideología, y llamando la atención hacia la agencia y mediación popular. En primer lugar, la idea de “consentimiento” puede ora reforzar el poder de la incorporación ideológica sin residuo —como lo desarrolla Althusser en la teoría de la interpelación: el “desconocimiento” (misrecognition) que constituye el sujeto—, en cuyo caso el consentimiento del dominio es ideología;[13] ora debilitarlo, aparentemente, en la medida en que además contempla una política de alianza que incluiría negociar con y satisfacer otras necesidades, deseos y fantasías corporativas (o “intereses”, en una teoría de la ideología más leninista). En este caso, las fuerzas de la contrahegemonía adquieren un poder de mediación transformativa, una “otredad” material que el dominio hegemónico debe reconocer si quiere llevar a cabo su incorporación. La negociación, e incluso la rearticulación (como en el análisis de Stuart Hall que ve en el thatcherismo un “populismo autoritario”), provoca entonces reajustes incómodos en el poder de la ideología. En segundo lugar, si consideramos el campo de la política desde el punto de vista de la hegemonía, las determinaciones más abstractas asociadas con la instancia económica (por ejemplo, la clase) tienden a desaparecer con su concreción. En su lugar aparecen nuevas subjetividades, las cuales están a un tiempo polarizadas y entrelazadas:[14] lo dominante y lo dominado, el bloque hegemónico y el subalterno, las clases dominantes y “el pueblo” —que, por supuesto, se erige en el concepto legitimador clave de la política moderna—. De esta manera, en el concepto de hegemonía, la contrahegemonía se presenta como algo popular y creado por “el pueblo”, disponible para ser recuperado culturalmente contra la ideología.

Esto es apenas un diagrama mínimo de las relaciones existentes entre los conceptos más importantes de los estudios culturales establecidos a lo largo de las décadas de 1960 y 1970. Dennis Dworkin opina que la intención no tan secreta de los estudios culturales era producir un marxismo cultural local en la Gran Bretaña de posguerra, que alcanzó su cúspide en la segunda mitad de la década de 1970 (Dworkin, 1997). Estoy de acuerdo. Me atrevería incluso a sugerir que el concepto crítico de cultura que se desarrolló en diálogo con los conceptos de ideología y hegemonía constituye una prolongación y renovación del marxismo occidental en el Reino Unido posimperial, cuyo sujeto intelectual sería de carácter colectivo, disperso e incluso antagonista a nivel interno, si bien gira alrededor de la labor de individuos clave.[15] Es a partir de esta tradición descentrada de donde emerge la colección de textos en seis volúmenes Culture, media and identities, publicada a fines de la década de 1990, que incorpora y resume muchas, si no es que todas, las mutaciones y transformaciones del concepto crítico de cultura (Du Gay et al., 1997; Hall, 1997; Woodward, 1997; Du Gay (ed.), 1997; Mackay, 1997; Thompson, 1997).

De todas las antologías e introducciones a los estudios culturales publicadas en los últimos años, probablemente esa serie sea la más interesante. Esto se debe a que nos muestra los estudios culturales en plena actividad, tanto como una disposición analítica, como una pedagogía alternativa. No obstante, la historia del campo de estudio aquí evocado presenta una característica fundamental: la inflación teórica del concepto de “cultura” en tanto forma de pensar las relaciones de poder y, al mismo tiempo, la devaluación —casi hasta la invisibilidad— del poder conceptual de ideología y hegemonía en tanto indicadores críticos del dominio de clase.[16] Si durante la década de 1970 hubo un acercamiento crítico hacia el marxismo por parte de los estudios culturales, estos textos reflexionan, en cambio, sobre su posterior alejamiento.

Políticas culturales: acumulación, desarrollo y crítica cultural

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