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El circuito de la cultura
ОглавлениеEl Curso D318 de la Open University (la Universidad Abierta), “Culture, Media and Identities”, está organizado en torno a cinco procesos culturales: representación, identidad, producción, consumo y regulación. Hay un tomo dedicado a cada uno de esos procesos. Éstos, en su conjunto, conforman lo que los organizadores del curso (y los editores de los tomos) llaman “el circuito de la cultura”. Hay también otro excelente tomo introductorio, dedicado a la importancia cultural del walkman de Sony, que analiza una articulación específica de los cinco procesos en conjunto. En la serie, cuyo alcance es ejemplar, la exégesis teórica y una aproximación interdisciplinaria se combinan con investigaciones sobre una gran variedad de historias, prácticas, objetos y sujetos que, además, hacen referencia cruzada con otros momentos del circuito de la cultura analizados en otros tomos. De esta manera queda enfatizada la idea de una multideterminación compleja que atraviesa todo el circuito.
Doing cultural studies: The story of the Sony Walkman (“Haciendo estudios culturales: la historia del walkman de Sony”), escrito por cinco miembros del equipo encargado del curso, introduce al estudiante-lector en la idea del “circuito de la cultura”. Este último es puesto a funcionar aplicándole un objeto cultural cuidadosamente escogido que condensa muchas de las cuestiones abordadas en la serie, algunas de las cuales no se mencionan en el circuito. Una de ellas es la globalización, sobre la que regresaré más adelante. Otra es la relación entre las esferas de lo privado y de lo público. De esta última se ocupa el capítulo dedicado a la regulación, que es el proceso dentro del circuito de la cultura que se encarga de observar cuáles son los papeles de la ley y el mercado en la regulación de la cultura, así como el papel de la cultura en la regulación de la ley y el mercado. Lo importante aquí es que el walkman tiende a traspasar las esferas pública y privada a contrapelo de “la creciente privatización de la vida cultural”, lo cual, por extraño que parezca, acaba dejándolo siniestramente “fuera de lugar”. Por supuesto, si consigue esto es porque anula la oposición e invierte la norma, es decir, facilita la escucha y el entretenimiento privado en público (Du Gay et al., 1997: 120).
Por lo tanto, cuando la dimensión transgresora de este acto de escucha aparece en las discusiones bajo el rubro de “consumo”, no es de extrañar que el fantasma del populismo tal y como lo diagnosticara Meaghan Morris en la década de 1980 —consumo sin producción— vuelva a emerger, como lo hace también la relación entre los estudios culturales y la Escuela de Frankfurt. Y aparece en conexión con uno de los mismos críticos señalados por Morris —Ian Chambers— cuya descripción de la forma en que el walkman diluye las fronteras entre las esferas pública y privada ha sido retomada por los autores del tomo.
Según Du Guy et al., la mejor manera de interpretar el consumo es, por un lado, como “la producción del sentido mediante el uso” —el momento populista recuperativo (y antiideológico) de los estudios culturales (que caracteriza igualmente la dimensión administrativa de la obra de García Canclini)— y, por el otro, como un fenómeno permanentemente inscrito en una “compleja geometría del poder” que “reconoce la naturaleza irregular y diferenciada del uso del Walkman” (Du Gay et al., 1997: 108, 109).[17] Los autores del libro esgrimen la diferencia como argumento para rebatir la versión totalizante y binarizada de Chambers, donde el consumo se opone a la producción, y prefieren hallar tanto las continuidades entre los códigos que rigen la fabricación, comercialización y empleo del walkman (incluyendo aquellos considerados transgresores), como las discontinuidades. Así, el paradigma recuperador de los estudios culturales no pierde vigencia, pero es radicalizado en una dirección no-populista mediante un llamado a la contextualización diferencial —o a la “contingencia”— prescindiendo en cambio de la recuperación ideológica como es definida por el marxismo occidental (por ejemplo, mediante una intensificación contradictoria de la noción burguesa del individualismo posesivo, sea o no liberador, a través del entretenimiento). Aunque no dejan de reconocer que hay un cierto grado de reproducción en el consumo, los autores se resisten a la crítica de la ideología y el diagnóstico político, decantándose más bien por un historicismo radical, o “nuevo” (Mackay, 1997: 1-11). La “articulación” de los distintos momentos del circuito cultural, insisten los autores, no son “necesarios, determinados ni absolutos y esenciales para siempre; más bien [sus] condiciones de existencia o emergencia deben buscarse en las contingencias de la circunstancia” (Du Gay et al., 1997: 3).[18] En esta nueva mutación en el paradigma de los estudios culturales, la ideología —y algunos tal vez añadan a la historia— se pierde entre la necesidad y la contingencia.
Los cinco tomos dedicados a los procesos distintos pero relacionados que constituyen el circuito de la cultura se ocupan de investigar una gran variedad de prácticas y formas culturales (fotografía, narración de cuentos, cine y música) a la par que bosquejan los paradigmas cambiantes de los estudios culturales desde 1970. Los giros lingüísticos y psicoanalíticos de la crítica cultural juegan papeles importantes en esta historia, como también lo hacen en los análisis de las subjetividades sexualizadas, racializadas y de género (gendered) sobre las cuales se reflexiona a lo largo de toda la serie, sobre todo en Representation: Cultural representations and signifying practices, editado por Stuart Hall (1997b), e Identity and difference, editado por Kathryn Woodward (1997). Lo que estas publicaciones dan a entender con mayor claridad al lector-estudiante es que la tarea de los estudios culturales consiste no sólo en recuperar las experiencias de modernidad, hegemonía, colonización, industrias culturales y demás, sino también las formas como se intersectan los dominios de lo social y lo psíquico para constituir sujetos, identidades y agentes sociales. A este respecto sin duda es de crucial importancia el “trabajo de representación” (Hall, 1997: 13-64), y es por ello que en su capítulo sobre el tema, Stuart Hall recuerda a sus lectores el lugar central que los estudios culturales han otorgado al paradigma semiótico, desde el estudio del mito y la moda en Roland Barthes con sus inflexiones antropológicas (Levi-Strauss) y psicoanalíticas (Lacan), pasando por la sociodialógica de Voloshinov, hasta, más allá, las nociones foucaltianas del discurso y el saber-poder. La semiótica y la teoría del discurso, al combinarse con el psicoanálisis, adquirieron mayor importancia para los estudios culturales como formas de reflexionar sobre la gramática social de la subjetividad en su decurso a través de la psique, ofreciendo nuevas posiciones sociales susceptibles de ser ocupadas, deseadas, negadas. Siguiendo esta lógica, en las décadas de 1970 y 1980, los estudios culturales recuperaron y transformaron de forma crítica concepciones más viejas de la “cultura” que en su momento habían sido diseñadas para moldear —es decir, “mejorar”— a los sujetos (Lloyd y Thomas, 1998). Hoy en día, las pautas que sirven para imponer dicha transformación cultural son, no hace falta decirlo, la “modernización” y el “desarrollo”.
Los capítulos siguientes en el volumen se enfocan en una gran variedad de prácticas significantes regulativas, concentrándose mayoritariamente en formas visuales icónicas de alocución (address) —tan importantes para el psicoanálisis— y cuestiones relativas a la mirada y la exhibición (display) en la fotografía francesa de la posguerra (Peter Hamilton), museos (Henrietta Lidchi), telenovelas (Christine Gledhill), publicidad para el “nuevo hombre” (Sean Nixon) y espectáculos de “raza” coloniales y poscoloniales (Hall). En “The Body and Difference” (Woodward, 1997: 63-107), Chris Shilling destaca la extraordinaria importancia que ha tenido para los estudios culturales contemporáneos la antropología social de Pierre Bourdieu con sus reflexiones sobre el “capital físico”, y nos aconseja que no olvidemos las configuraciones históricas y sociales de la “encarnación” más allá de lo puramente semiótico. De esta manera, además de las investigaciones específicas contenidas en la serie, también está evocando una historia intelectual de los estudios culturales: desde Williams y Barthes en las décadas de 1960 y 1970, hasta Bourdieu y Foucault en la de 1980.[19]
Es bien sabido que toda definición relacional y estructuralista de la “identidad” presupone la “diferencia”. Pero la identidad no siempre se impone con éxito a la diferencia, ni la diferencia sirve tan sólo de soporte a la identidad. Llega incluso a trastocar la identidad, incluyendo la identidad de los estudios culturales. Las dos grandes transformaciones de los estudios culturales y su concepto crítico de la cultura se produjeron a raíz de la crítica feminista y antirracista de mediados de los años setenta y ochenta. Sus repercusiones en el paradigma de los estudios culturales de finales de la década de 1970 se dejaron sentir tanto en el bando culturalista como en el marxista: se demostró entonces que su propio concepto crítico de “cultura” no solamente estaba cultural e históricamente vacío, sino también ideológica y políticamente ciego, según lo atestiguan las experiencias particulares de más de la mitad de la población de Gran Bretaña, ¡por no hablar del mundo! Posteriormente vendrían los estudios gay y queer a complicar y dinamizar aún más el campo. Los efectos de esas críticas pueden palparse en los seis tomos de esta serie, pero sobre todo en los dos ya mencionados y en Media and cultural regulation, editado por Kenneth Thompson. Aquí nuevamente la obra de Hall adquiere importancia (además de ser coautor del primer tomo y editor del segundo, escribió tres capítulos para la serie), la cual también incluye otros capítulos excelentes: de Lynne Segal sobre las configuraciones de la sexualidad con perspectiva social y de género (Woodward, 1997: 183-228), de Bhiku Parekh sobre los pros y los contras del multiculturalismo (Thompson, 1997: 163-194), y de Paul Gilroy, quien, expandiendo su crítica de los “absolutismos étnicos”, escribe sobre el terror y la migración como partes constitutivas de las identidades diaspóricas (Woodward, 1997: 299-343).[20]
En un sentido muy real, las críticas tanto feminista como antirracista dejaron al descubierto que el concepto crítico de cultura era, a su manera, completamente ideológico —en consecuencia, no lo suficientemente crítico de la concepción dominante, con la cual, ahora, se veía coludido—, en la medida en que reificaba relaciones de poder constituidas históricamente —el paradigma del blanco, varón e inglés— como algo natural (Gilroy, 1987; McRobbie, 1980). De forma que, aunque mantenían una actitud crítica contra la ceguera ideológica del marxismo occidental, aun así compartían su preocupación por las distorsiones que la ideología generaba; y esta última ahora se veía como un indicador del dominio basado en género, etnia y clase. De forma similar, si bien criticaban la identidad monolítica implícita de la cultura —por ejemplo, “el pueblo”, “la nación”, “la comunidad”— evocada por el culturalismo británico, no dejaban de compartir su afán democratizante por rescatar experiencias que habían sido borradas del registro histórico. En este sentido, cuando fue desvelada la ideología de su concepto de cultura, los estudios culturales se radicalizaron potencialmente dentro de un paradigma transformado (que llegaría a incluir la crítica antirracista del feminismo y la crítica feminista del antirracismo). Pero está claro que ambas formas de crítica, como era lógico, desmontaron el concepto crítico de cultura dando origen a una política académica de la identidad centrada en las reivindicaciones étnicas y de género. Éste sigue siendo el paradigma dominante en la disciplina, sobre todo en Estados Unidos.[21] Curiosamente, la serie de tomos de nuevo se resiste a adoptarlo, en parte por la invocación de la multideterminación compleja y la contingencia, hecha a través del circuito de la cultura, y en parte debido a las transformaciones percibidas en el paradigma de la identidad, a su vez asociado con la idea de la globalización, incluyendo la suya propia, que se produce bajo la forma de “hibridez”.