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2. Mariátegui, Benjamin, Chaplin: para reírse del americanismo[1]

En 1928, el mismo año en que se estrenó la primera película con banda sonora producida en Hollywood, se estrenó también El circo de Charles Chaplin. Para entonces, Chaplin no era solamente una figura clave del entretenimiento fordista de masas y la imaginación internacional popular, sino también se le consideraba como auteur, famoso por imponer su control total sobre los contenidos audiovisuales y dramáticos de su obra. Su terca resistencia al sonido sincronizado, por ejemplo, era un uso deliberado del anacronismo tecnológico, tanto como poderoso principio de composición como forma de resistencia al proceso de holly­woodización verbal —el sonido mecánico del “americanismo”— desde la perspectiva de una suerte de mimética vernacular general.

A principios de 1929, la película se estrenó en Berlín. En febrero, Walter Benjamin ya había escrito un pequeño ensayo sobre Chaplin (“Chaplin en retroperspectiva”, publicado en Die literarische Welt), tomando el estreno como su oportunidad: “El circo —empieza— es la primera producción del arte cinemático que es también producto de la vejez” (Benjamin, 1999b: 222). Con la nueva película de Chaplin, parece sugerir, el cine estaba en proceso de transformarse en una forma cultural histórica: había tomado toda una vida. Y, claro, para entonces, esta historia del cine ya se estaba globalizando.

Algunos meses antes (octubre de 1928), la revista vanguardista limeña Amauta había publicado una reacción similar —es decir, totalizante— a la obra de Chaplin, en el momento del estreno de El circo en Perú: “Esquema de una explicación de Chaplin” de José Carlos Mariátegui (1979). En contraste con Benjamin (quien parece proponer una aproximación inmanente a todo un corpus cinemático), Mariátegui comienza su ensayo más convencionalmente, como retrato político de los tiempos en curso: “El tema de Chaplin —declara— es tan importante para cualquier explicación de nuestra época” (1979: 67), como sería el de cualquier estadista contemporáneo. Sus ejemplos, como Chaplin, son británicos: Lloyd George y Ramsey MacDonald. Pero, enseguida, Mariátegui adopta otra perspectiva: primero, porque en el terreno de la formas culturales “Carlitos” tiene significación histórico-mundial (el vagabundo, en otras palabras, es significante desde la perspectiva del comunismo); y, segundo —aunque en ningún momento el ensayo se refiere directamente a Perú—, porque provee a Mariátegui la oportunidad de experimentar brevemente con nuevas formas de pensar la modernidad, libre de las demandas de su relevancia política inmediata. En esos momentos, el problema de la subjetivización mítica es particularmente importante para Mariátegui (para tomar su distancia del positivismo y los procesos de desacralización asociados con la modernidad), como lo es también pensar la idea del desarrollo histórico desde una perspectiva materialista (que, a la inversa, requiere entonces de una aproximación al positivismo). Como es bien conocido, durante los años veinte y tempranos años treinta, Benjamin también se enfrentaba con el positivismo (y la democracia social), mientras se aproximaba a un tecnobolchevismo brechtiano, para finalmente llegar al mesianismo marxista radicalmente antihistoricista de sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”. Desde esta perspectiva, estos dos breves textos sobre Chaplin escritos por Benjamin y Mariátegui, respectivamente, constituyen importantes avances experimentales hacia obras clásicas mucho más conocidas como “La obra de arte en la época de su reproducción mecánica” y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

En La agonía de Mariátegui, Alberto Flores Galindo (1994: 377) describe a Mariátegui como un sujeto dividido y desarraigado, con la sensibilidad romántica “de un hombre de frontera”. Refiriéndose particularmente al Mariátegui posterior a 1924, es decir, después de su regreso de Europa (de hecho, una artimaña estatal para deshacerse de él), esta frontera reúne y divide —“agónicamente”— espacios definidos de manera geocultural: se trata de “[la] experiencia europea y la experiencia peruana”. Pero no es sólo cuestión de espacios, sino de temporalidades también: el tiempo fabril, el tiempo sacro (de la iglesia) y, en palabras de Flores Galindo, “el tiempo cíclico y tradicional de los habitantes de la amazonía” (1994: 375), sin olvidarse de su reordenamiento jerárquico según pautas modernizantes y desarrollistas —aparente aquí, incluso, en las referencias de Flores Galindo al “atraso” y su desocialización del tiempo “tradicional”—. Perú, acota Flores Galindo, experimentaba procesos rápidos de modernización y reforma estatal capitalistas, es decir, una reterritorialización de la nación, según nuevas lógicas: la mercantilización de la producción, un emergente mercado nacional, la construcción de “los ferrocarriles y carreteras, el correo y el telégrafo” (Flores Galindo, 1994: 376), como también la organización de las fuerzas policiacas durante el gobierno de Leguía (1919-1930), incluyendo el establecimiento de toda una red de informantes, el “soplonaje” (Flores Galindo, 1994: 396) —tendencias, todas, que simultáneamente extienden y centralizan los aparatos estatales—. Perú es una unidad compleja y contradictoria, que incluye y excluye (ésta es la experiencia racista de mucha de la población indígena de los Andes bajo la forma de una exclusión interna: incluidos como mano de obra, pero excluidos como ciudadanos).

La “agonía” de Mariátegui es su existencia en la encrucijada de estos tiempos históricos coexistentes y sobrecodificados en relaciones de conflicto, percibidos en términos desarrollistas como la no contemporaneidad de lo contemporáneo. En otras palabras, el pensamiento de Mariátegui emerge de la experiencia de lo que se concibe en la tradición del “marxismo político” (que pasa por Lenin, Gramsci y Althusser) como el “desarrollo desigual”.[2] En verdad, más que nada, Mariátegui era un marxista cultural o “literario”, que había dedicado una parte sustancial de su obra a la literatura o a “temas internacionales”. Pero, entre 1926 y 1928, escribe la increíble cantidad de 124 artículos sobre Perú y su configuración histórica (Flores Galindo, 1994: 376). Esto culmina con la publicación en 1928 de Siete ensayos… El artículo sobre Chaplin, en el que no se menciona Perú, se escribe en este periodo.

La experiencia que tiene Mariátegui de Chaplin es tanto nacional como internacional, cuyas fronteras geoculturales residen ahora entre Perú en transformación acelerada, como hemos visto, y un Estados Unidos imperial, emergente, por un lado, y un imperialismo europeo más y más residual, por el otro. Esta dimensión internacional es particularmente importante porque establece una simultaneidad con el interés de Benjamin hacia Chaplin, producido por el tiempo de exhibición cinemático de El circo —sugiriendo, además, la existencia de un modernismo transnacional legible a nivel nacional y no nacional, particular y general: es decir, transcultural—. Porque, claro, también Benjamin escribía en un contexto definido por el desarrollo desigual —que pasa a través de las naciones (y no entre las naciones)— y los efectos políticos y culturales de la percibida coexistencia de estratos sociales y formaciones culturales de diferentes épocas históricas al mismo tiempo. De hecho, como señala Ernst Bloch (1977: 22-38), darle la atención debida a la dialéctica de lo no sincrónico era fundamental para entender el auge del fascismo. No es claro que Benjamin prestaba tal atención; no obstante, son las inflexiones diferenciadas de sus respectivas coyunturas espacio-temporales, tanto en su lectura de Chaplin, como en la de Mariátegui —sobredeterminada por un “tiempo fabril” industrial en proceso de globalización—, que hace de esta experiencia transnacional del cine una experiencia transcultural.

Las condiciones de existencia de este modernismo transcultural compartido por Mariátegui y Benjamin son, por lo menos, tres: primera, como sugiere el primero de sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, un capitalismo internacional en vías de hegemonización por el capital corporativo y la fuerza militar estadunidenses, y que se refleja en Europa y América Latina como “americanismo”. Las tecnologías de producción y consumo masivos son claves aquí, particularmente para el cine en cuanto institución social. A través de la diseminación mundial de sus películas, Hollywood será un elemento constitutivo del “americanismo” en Europa y América Latina —por ejemplo, como el “otro” cultural de las vanguardias—. Por su parte, como observan Mariátegui y Benjamin, Chaplin resiste el emergente sistema de los grandes studios desde adentro y es, a la vez, puesto bajo vigilancia continua por el FBI. Segunda, el movimiento comunista internacional institucionaliza una contraesfera pública, produciendo e imponiendo modelos de producción y consumo cultural (el “realismo”, por ejemplo) en sus territorios, forjando identidades proletarias internacionalizadas como los sujetos nuevos de la libertad. En esos tiempos, antes del auge del nazismo, el movimiento obrero alemán era, aún, uno de los más grandes y mejores organizados en el mundo, y la organización del tiempo libre una de sus actividades más importantes; igualmente en Italia, donde el fascismo había llegado al poder. En Perú, mientras tanto, el movimiento comunista estaba en vías de formación, y Mariátegui era una de sus figuras definitorias —aunque en franco conflicto con ciertas posiciones de la Internacional Comunista—. El significado de Chaplin también era tema de debate continuo en este ambiente internacional. Tercera, la existencia del cine en sí: participando tanto en las experiencias contemporáneas del mundo del capital, como en las del mundo del trabajo —es decir, en el fordismo (o “americanismo”) y en el comunismo— el cine comparte las mismas tecnologías de la maquinofactura, que como medios de producción industrial (y cinematográfico) enfrentan y conforman a la clase obrera en lo que Flores Galindo denomina “el tiempo fabril” (como a los actores en la “fábrica de los sueños”).

Según Miriam Hansen (1995: 365-366), el cine era “el horizonte discursivo singular más expansivo en que se reflejaba, se rechazaba o se negaba, se transfiguraba o se negociaba los efectos de la modernidad [...] donde una gran variedad de grupos buscaban acomodarse al impacto traumático de la modernización”. Aunque refiriéndose principalmente a la experiencia alemana, Hansen concibe al cine como un producto industrial de entretenimiento masivo internacional que, como se ha visto, incluye a Perú. Y al producir tanta risa (un tema muy próximo a los corazones de Mariátegui y Benjamin), Chaplin era fundamental a su configuración afectiva.

La verdad es que el ensayo de Benjamin no desarrolla su argumento inicial, prefiriendo más bien comentar las opiniones del crítico surrealista Phillippe Soupault, quien se limita a señalar que Chaplin era el primer compositor del arte cinemático, es decir, su primer auteur. Su párrafo final, sin embargo, está lleno de ideas, algunas de las cuales Benjamin desarrolló (y también abandonó), en sus intercambios sobre Chaplin con Brecht y Adorno, mientras escribía su ensayo famoso sobre “La obra de arte…” y armaba su libro sobre los pasajes de París, y se aproximaba al marxismo (y, por ello, indirectamente, a Mariátegui). Primero, Benjamin sugiere que el arte de Chaplin logra evocar “la resonancia no interrumpida, aunque altamente diferenciada, que existe entre naciones” (Benjamin, 1999b: 223. El subrayado es mío). En otras palabras, el cine (y más particularmente las películas de Chaplin) toca la experiencia internacional —idea que comparte con Mariátegui—. De ahí el antagonismo de Chaplin hacia el cine sonoro. Segundo, ilumina el significado que tiene en el cine su público en cuanto crítico o experto, una idea brechtiana que reemerge en su ensayo “La obra de arte…”. Tercero (relacionado con los dos puntos precedentes), insiste en que “Chaplin apela tanto a la emoción más internacional como a la emoción más revolucionaria de las masas: su risa” (Benjamin, 1999b: 224). Ésta es una idea que Benjamin comparte con Mariátegui, y quizá también con Brecht. Por su parte, sin embargo, Adorno criticará ferozmente tanto la segunda como la tercera ideas de Benjamin.

La correspondencia entre Benjamin y Adorno sobre la composición de “La obra de arte…” sugiere que algunas de las ideas presentes en su ensayo de 1928 sobre Chaplin se desarrollaron allí en su primera versión alemana de 1936, solamente para ser borradas después en la tercera versión definitiva en que se basan las traducciones inglesa y española. Sin embargo, la segunda versión francesa, aunque la menos política (aquí la influencia de Horkheimer es fundamental), preserva la huella de su presencia. He aquí una traducción al español de la versión inglesa de un párrafo importante realizada por Howard Caygill en Walter Benjamin: The Colour of Experience:

Cuando se consideran las tensiones peligrosas producidas en las masas por el desarrollo tecnológico y sus consecuencias —tensiones que en sus etapas críticas adoptan un carácter psicótico—, uno rápidamente se da cuenta de que este mismo desarrollo técnico ha creado la posibilidad de una inoculación psíquica contra tal psicosis de masas a través de ciertas películas, en las cuales el desarrollo forzado de fantasías sádicas o de ilusiones masoquistas inhiben su emergencia natural y peligrosa en las masas. La risa colectiva presenta el escape oportuno y curativo de tales psicosis (Caygill, 1998: 113).[3]

Los medios de producción del “tiempo fabril” tienen dos inflexiones psicosociales: la primera es psicótica y se experimenta en el trabajo; la segunda es curativa y se experimenta en el cine (la fábrica de los sueños). Si el fascismo, según Benjamin en “La obra de arte…”, moviliza a la contemplación aurática como guerra, la risa en el cine se transforma en su contrario: la politización del arte (y quizás una formulación temprana del jetztzeit (“tiempo-ahora”) —que recuerda, además, la crítica mitológica-mexicana del fordismo producida por la risa y la broma en Dirección única—. Después de citar algunos ejemplos del cine burlesco y de Disney, la traducción francesa concluye: “C,est ici que se situe la figure historique de Chaplin” (Benjamin, 1991b: 732). Esto significa que, en las películas de Chaplin, la risa está conectada con la mímesis: se ríe del trabajo que se experimenta en el cine. “Lo que hay de nuevo en los gestos de Chaplin”, señala Benjamin en notas escritas durante la composición de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” y citadas por Susan Buck-Morss en The Dialectics of Seeing, es que “despedazan a los movimientos de la expresión humana en una serie de las más pequeñas inervaciones. Cada uno de sus movimientos está compuesto de una serie de pedazos de moción: uno puede enfocarse en su manera de caminar, cómo maneja su bastón o toca su sombrero; es siempre la misma secuencia espasmódica de los más pequeños movimientos que elevan la ley de la secuencia de imágenes a la de la acción motor humano” (Benjamin citado en Buck-Morss, 1989: 269-270). Como insiste Buck-Morss, Benjamin describe la mímesis chaplinesca de la producción fabril. Y aquí, finalmente, Benjamin describe al payaso en su libro sobre Baudelaire: “En la actuación del payaso hay una obvia referencia a la economía. Con sus movimientos bruscos imita tanto a las máquinas que empujan el material como al ‘boom’ económico que empuja las mercancías” (Benjamin, 1989: 53). Desde esta perspectiva, entonces, reírse del payaso Chaplin es una “inoculación”, una liberación catártica de la disciplina laboral “psicótica” impuesta por la maquinofactura; es decir, de la experiencia de la clase trabajadora como capital variable que su cuerpo “espasmódico” imita y del cual huye.

Como sugiere Roland Barthes, Chaplin es un vago que huye del capital y de la clase (es decir, tanto de la fábrica como de las relaciones de producción), en busca de la humanidad (Barthes, 1976: 39-40).[4] Es la risa mimética que fundamenta el ideal de Benjamin de que, con el cine, el público se transforma en experto crítico del arte: la clase obrera vive la relación entre cuerpo y tecnología experimentada en el cine. Igualmente (y esto es un ejemplo del tecnobolchevismo brechtiano del que hablábamos antes), esta experiencia vivencial es lo que hace del cine en ese momento un avance “epocal” técnico-político sobre todas las otras formas culturales.

Adorno, por su parte, invierte la teoría benjaminiana del payaso, declarando la calidad mimética de la risa cinemática misma: “está lleno del peor sadismo burgués” (1980: 123). Para Adorno, la grandeza de Chaplin es más difícil, y más negativa. Esto es porque sus películas revelan que, de hecho, la risa expresa la subordinación al capital, celebrando la violencia hacia el otro, inherente a la lucha por la existencia bajo su mando. Aquí, la risa es “psicótica”. Claramente, las críticas de Adorno tuvieron un efecto importante sobre Benjamin, porque cambió su texto original, borrando la referencia a la calidad revolucionaria de la risa. Los estudios culturales (es decir, su gesto crítico originario), se podría aventurar, emergen en un intento de rescatar la experiencia de la ideología, el hacer del capital, la risa de la psicosis, y a Benjamin (y a Chaplin) de Adorno —sólo para perderse un poco después porque, como casi siempre, Adorno había visto algo: la astucia del capital.

Adorniana o benjaminiana, esta risa emerge del tiempo fabril moderno citado por Flores Galindo, ya internacionalizada en las películas de Chaplin. Mariátegui, sin embargo, lee a Chaplin desde la representación y no desde la mímesis. Quizá porque a él le interesan también esos otros tiempos sobrecodificados (como supuestamente no contemporáneos) y sus sujetos políticos. De hecho, Mariátegui lee a Chaplin en relación con la historia del capitalismo, sus orígenes y su desarrollo. En verdad, “Esquema de una explicación de Chaplin” es una lectura de dos películas de Chaplin: La quimera del oro de 1925 y El circo. El ensayo forma parte del tercer volumen, El alma matinal, de sus Obras completas, cuyos contenidos fueron establecidos por el mismo Mariátegui antes de fallecer. Dicho volumen también incluye sus ensayos sobre la cultura italiana (derivados de su estadía en Italia por orden del Estado peruano), sobre novelas de James Joyce, Romain Rolland y la novela de la guerra, así como sus ensayos sobre una variedad de temas. De ellos, quizás “El hombre y el mito” sea el más conocido.

Mariátegui realiza una lectura mítica de La quimera del oro. Y, claro, tal lugar —el del mito— es el de otro encuentro de Mariátegui y Benjamin que pasa por el pensamiento de George Sorel. La interpretación que hace Mariátegui del contenido mítico de la película, sin embargo, no trata la constitución cuasi religiosa y pasional del sujeto revolucionario que da sentido al mundo desacralizado tematizado en “El hombre y el mito”, sino más bien los orígenes míticos del capitalismo, el mito del oro, del cual incluso el capital industrial y financiero no logran deshacerse: “El oro no ha cesado de insidiar su cuerpo y alma” (Mariátegui, 1979: 68), escribe. Y ésta es la razón por la cual “el descubrimiento de América está [...] fundamentalmente ligado a su historia”, es decir, a la historia del capital.

Efectivamente, con Chaplin (“antiburgués por excelencia”) Mariátegui redescribe el mito burgués de la acumulación originaria —que se encuentra, por ejemplo, en la obra de Adam Smith— como drama bohemio. Según Marx, el mito de la llamada acumulación originaria sugiere que el capital viene al mundo ya hecho, apareciendo o adquirido en la forma de riqueza, el atributo del burgués, toujours dejá presente, a la espera de que lo ponga a trabajar en su provecho. En contraste, Marx muestra la violencia real y constitutiva del capital como relación social detrás del mito. Por su parte, Chaplin se queda en el terreno del mito burgués. Pero sólo (como muestra Mariátegui) para transgredirlo. Como en las novelas de Roberto Arlt (otro contemporáneo), el vagabundo se hará rico a través del no trabajo y la aventura amorosa: tomará el oro y, después... huye. El cuerpo de Chaplin siempre está trabajando (Benjamin), pero, al mismo tiempo —como ocurre con los héroes de Arlt—, resiste a la subsunción y mercantilización capitalista al fugarse.

La lectura que Mariátegui hace de El circo es extraordinaria... por su ausencia. Ignora el texto fílmico y, más bien, se aprovecha de la oportunidad para trazar una historia del payaso como especie, del cual Chaplin es el ejemplo culminante, emergiendo justamente en ese momento cuando el circo —un entretenimiento y espectáculo que contiene las semillas del cine (“es movimiento de imágenes”)— es transformado por la tecnología en comedia de payasadas (slapstick) en el cine. Habiendo ya atacado a “los guardianes del orden estético”, al sugerir que Chaplin es uno de los mejores novelistas contemporáneos, Mariátegui muestra otra vez su sensibilidad a la historia del desarrollo tecnológico en la cultura en cuanto medio.

Como han señalado Alberto Flores Galindo y Óscar Terán, Mariátegui, con Otto Bauer y Antonio Gramsci, ha hecho de la forma-nación el objeto de la teoría marxista contra el grano de nociones fabricadas por la Tercera Internacional —como “el semicolonialismo”— en el contexto de intentos de pensar el desarrollo desigual histórica y políticamente.[5] Y al hacerlo, creo, reflexiona sobre sujetos rurales subalternizados, transformándolos, primero, en sujetos nacionales y, segundo, en potenciales sujetos proletarios comunistas de la libertad. En otras palabras, indianiza la historia mundial futura, más allá del capital. Algo de esto se encuentra en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, publicado el mismo año que su ensayo sobre Chaplin. Éste es, en muchos sentidos, todavía el más radical de los gestos críticos latinoamericanistas y transculturales. El problema, sin embargo, es si el gesto crítico de Mariátegui queda atrapado en una suerte de desarrollismo desigual, en el que traduce a sus nuevos sujetos a un espacio político ya fijo y definido por una idea industrial del proletariado, en vez de transformarlo conceptualmente. Como se dilucida en investigaciones recientes, las categorías de Mariátegui fueron marcadas indeleblemente por el racismo historicista que tanto influía en los análisis político-culturales de su tiempo (de los cuales intentaba escaparse). Su recuperación de la subjetividad política indígena se acompaña, por ello, con el menosprecio de otras: la china, la africana, incluyendo la mestiza.[6]

En este sentido, quizás las reflexiones de Mariátegui sobre Chaplin pueden interpretarse como un experimento sobre pensar el desarrollo histórico (que entonces liga “la libertad” con “el progreso”), desde el interior de una de sus modalidades paradigmáticas: aquí en diálogo (paródico, quisiera pensar) con el evolucionismo darwiniano aplicado al payaso como especie (y que recuerda el interés de Benjamin en las fisonomías y tipos sociales como el flâneur), produciendo una suerte de historia natural. Como es harto conocido, el desarrollo de las especies en Darwin tiene sus aspectos espacial y temporal: desde el punto de vista de la “distribución geográfica”, un especie se diferencia a través del espacio (por ejemplo, el de las pampas) y, desde el punto de vista temporal (el más importante), una especie se diferencia en su evolución en el tiempo. En su “Esquema de una explicación de Chaplin”, Mariátegui lee la emergencia del payaso Chaplin a través del espacio imperial, en tiempo capitalista; es decir, desde el mundo mediterráneo de sus orígenes, pasando por Gran Bretaña, a Estados Unidos. Escribe, por ejemplo: “el clown inglés representa el máximo grado de evolución del payaso. Está lo más lejos posible de esos payasos muy viciosos, excesivos, estridentes, mediterráneos [...]. Es un mimo elegante, mesurado, matemático [...]” (Mariátegui, 1979: 72).

Pero Chaplin, continúa Mariátegui, “ha ingresado a la historia en un instante en que el eje del capitalismo se desplazaba sordamente de la Gran Bretaña a Norteamérica. El desequilibrio de la maquinaria británica [fue] registrado tempranamente por su espíritu ultrasensible [...]. Su genio ha sentido la atracción de la nueva metrópoli [...]” (Mariátegui, 1979: 73).

En otras palabras, Chaplin encarna la transformación industrial del payaso del circo por la nueva “maquinaria” cinematográfica. Aunque, incluso en Estados Unidos, Chaplin es incontenible, y su excedente bohemio es, escribe Mariátegui, “sindicado de bolchevismo, entre los neocuáqueros de la finanza y la industria yanqui” (Mariátegui, 1979: 47). Por su parte (comunista), y reunidos como tantos otros por la configuración afectiva transnacional y transcultural del cine de Chaplin, tanto Benjamin como Mariátegui se ríen del “americanismo”, es decir, del tiempo fabril capitalista.

[1] Una primera versión de este ensayo apareció como “Mariátegui, Benjamin, Chaplin”, en M. Moraña y H. Herlinghaus (eds.), Fronteras de la modernidad en América Latina, University of Pittsburgh Press, 2003.

[2] Este tipo de “marxismo político” encuentra su momento definitorio cuando Gramsci sugiere que la revolución bolchevique era una “revolución contra El capital” (Kraniauskas, 2008: 45-51).

[3] Para la version original en alemán, véase Benjamin (1991a: 462).

[4] Según Barthes (1976), esto constituye el humanismo de Chaplin.

[5] Terán (1985) insiste en que a Mariátegui le interesa la “cuestión de la nación” y no la “cuestión nacional”, como lo definiera la Internacional Comunista.

[6] Debido a la falta relativa de industrialización en Perú, se pensaba que la lucha por el socialismo se apoyaría en las comunidades indígenas. Este párrafo de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana exhibe las ambigüedades de una política más o menos reíficada de traducción en ese contexto: “Bajo el más duro feudalismo, los rasgos de la agrupación social indígena no han llegado a extinguirse. La sociedad indígena puede mostrarse más o menos primitiva o retardada; pero es un tipo orgánico de sociedad y de cultura. Y ya la experiencia de los pueblos de Oriente, el Japón, Turquía, la misma China, nos han probado como una sociedad autóctona, aún después de un largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos del Occidente” (Mariátegui, 1978: 345-346). Para una discusión interesante de la perspectiva de Mariátegui sobre la idea de “raza”, véase Manrique (1999: 59-84); para una reflexión breve sobre la idea de “transculturación” del antropólogo cubano Fernando Ortiz y sus orígenes en el intento de sobreponerse teóricamente al racismo de sus previas concepciones de la cultura (enraizadas en la antropología criminal de Lombroso), véase Kraniauskas (2001).

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