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La esclavitud rampante

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12 años esclavo (12 Years Slave)

Estados Unidos-Reino Unido, 2013

De Steve McQueen

Con Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong’o

En 12 años esclavo, poderoso opus 3 del artista plástico afrolondinense de 44 años Steve McQueen (Hambre, 2009, Shame: deseos culpables, 2011), con guion de John Ridley basado en el remoto recuento autobiográfico homónimo del protagonista verdadero, el fino violinista-ingeniero canadiense de raza negra con esposa e hijos neoyorquinos Solomon Nothorp (Chiwetel Ejiofor) es engañado por dos falsos contratistas estadunidenses (Scoot McNairy y Taran Killam) que lo drogan, lo hacen amanecer con grilletes y lo ceden a un tratante de esclavos irónicamente apellidado Freeman (Paul Giamatti), por lo cual el hombre nacido libre padecerá la situación de una esclavitud rampante entre 1841-1853, al ser rebautizado Pratt a la brava, trasladado en bote, vendido al dueño de una plantación en Louisiana, William Ford (Benedict Cumberbatch), y obligado a permanecer allí, y revendido, pasando del amo desbordable Tibeats (Paul Dano) al amo sádico Epps (Michael Fassbender el prodigioso invento imprescindible mcqueeniano), destinado sin reposo al corte de la caña o la pizca del algodón y subsistiendo sometido a las peores humillaciones y brutalidades. La esclavitud rampante filma en los virulentos límites de lo humano / inhumano un trágico descenso a los horrores infernales del trabajo forzado y una epopeya de la resistencia interior, sus respectivas estrategias y sus contradicciones, al mostrar vivencialmente a su héroe sufriendo el alevoso cautiverio, no desde una perspectiva retórico-histórico-legalista como el patriotero Lincoln de Steven Spielberg (2012), sino en carne propia, sin sensacionalismo maniqueo ni melodrama sentimentalista, con dureza antiCabaña del Tío Tom, imposibilitado para huir, castigado con semiahorcamiento o tortura por cualquier rebeldía (“Tendré tu piel”), manifestando o escondiendo sus habilidades, pero altivamente decidido a preservar la dignidad de su conciencia (“Sobreviviré, no caeré en la desesperación”), aunque sea traicionado por el algún ambiguo abolicionista visceral Armsby (Garret Dillahunt) o encargándose de los desolladores latigazos a su adorada compañera Patsey (Lupita Nyong’o) en la secuencia más impactante, hasta lograr de un providencial benefactor Brass (Brad Pitt) la entrega de una carta y la azarosa liberación, plasmada en libro por el propio afectado un año después. La esclavitud rampante documenta y desquicia de distintas maneras la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, del amo como reverencial tratamiento obligatorio al esclavista y del prefabricado eslavo víctima de una doble injusticia (la producida por secuestro sumada a la inherente condición en sí de la esclavitud), a razón de un desvío dinámico-conceptual por cada uno de los dueños, animados por el irrefutable derecho adquirido, la justificación bíblica, el usufructo seudocompartido, la rabiosa voluntad de dominio, o por la compasión en pugna con los celos, tan bien fundados como los del ama aberrante Mary (Sarah Paubon), aunque sin resentimientos ni piedad por parte de ese inolvidable Solomon omnipresente y desafiante cual enérgico monstruo sensible del estoicismo lúcido. Y la esclavitud rampante funda también sobre las tiernas muñequitas de hoja de maíz, sobre la metáfora edificadora de un kiosco blanco y sobre el regreso a casa pidiendo perdón, su requisitoria en favor de la esperanza y del inalienable derecho a la libertad.

El cine actual, confines temáticos

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