Читать книгу Resignificar la educación - Jorge Daniel Vásquez Arreaga - Страница 8
ОглавлениеEl mundo máquina y el lugar de la comunicación
Vivimos emocionados y pensando.
Laura Esquivel, El libro de las emociones
En un diálogo con el pedagogo Francisco Gutiérrez, nos emergió la pregunta que ponemos a modo de subtítulo al palabrear sobre la posibilidad de “crear realidades” desde nuestra experiencia. ¿Esta realidad que conocemos es un asunto personal o existe como hecho objetivo? ¿Se trata de conformar nuestra realidad a la idea o viceversa, tal como en los debates de la filosofía del siglo XVIII? ¿Se trata de aceptar con desparpajo que lo que yo pienso sobre la realidad lo performa de manera que soy, sin más, un sujeto creador? ¿En el caso de que esto último sea verdad, constituiría plenamente un acto racional y como tal válido?
En nuestros actos cotidianos se juega nuestra razón, nuestra forma de ver la vida, los valores que profesamos, las emociones que experimentamos, las explicaciones de la realidad que construimos; en fin, en lo cotidiano nos va la vida. ¿Acaso las decisiones cotidianas más simples no nos envuelven totalmente? ¿Será posible pensar o sentir que la elección constante no constituye la expresión más radical de nuestra humanidad? ¿No es en la decisión en la que nos jugamos la libertad que aseguramos es el tesoro más preciado de nuestra conciencia como individuos, como sociedad y como especie?
Por eso quisiéramos atrevernos a dar el paso por preguntarnos cómo nos educaron en torno a la elección. Y es que para mí, como para todos los que pasamos por la escuela, nos dijeron una vez que en la vida se trata de “usar la cabeza” a la hora de vivir. Esta expresión “usar la cabeza”, transmitida culturalmente, sabemos que en su uso hace referencia a que apliquemos “toda la razón de la que somos capaces” a la hora de elegir. Así se siembra en nosotros un ethos que reproducimos en torno a la justicia ciega que una razón abstracta y universal aplicará sobre nosotros si, poniendo en suspenso las emociones, las intuiciones, etc., hacemos la elección más racional.
Quizá sea conveniente decir que “la razón” no existe en la acción humana, sino mediante una racionalidad. La racionalidad es la forma de ordenar la razón en los procesos humanos sean en el ámbito de la ciencia, la cultura, lo político o lo emocional. Esta consideración significa ir más allá de la unidimensionalidad de la razón que Marcuse (1984) criticó en los años sesenta como un reduccionismo de “la razón” a su aspecto instrumental.
Por supuesto, sin racionalidad no sería posible la interacción humana o la configuración de los escenarios donde nos hacemos humanos. Sin racionalidad no habría posibilidad de elección; sin embargo, cuando nos enfrentamos a esos pequeños o grandes asuntos en los que nos hacemos personas —es decir, cuando ponemos en juego nuestros criterios, valores o actitudes— podemos caer en una división inútil entre nuestro interior —nótese que decir: “en nuestro interior” ya supone una primera división con el exterior— para poder realizar “elecciones racionales”. Aquí un rezago del dualismo cartesiano, ese divorcio entre cuerpo y mente que constituyó una base epistemológica de los inicios de la modernidad desde el siglo XVII.
Descartes y su exaltación a la razón están tan presentes en nuestras formas cotidianas de comunicarnos, porque estas son el espacio donde la ética es más ética que nunca, justamente porque no se habla expresamente de ella. En la comunicación, la ética es praxis. En cualquier escenario de decisión en el que estamos en relación con otro/a podría ser considerada como aceptable (digna de aprobación); la decisión que a juicio de los otros y de mí mismo aparezca como más racional. En este escenario sencillo de decisión pareciera ser que aquello sobre lo cual elegimos es algo diferente del sujeto que decide. Un rezago más del sujeto cartesiano-newtoniano: alguien que decide “sobre algo” que es diferente de él.
La física cuántica, al disolver la diferenciación entre “sujeto que observa” (podríamos decir “sujeto que decide”), y “objeto observado” (aquel o aquello “acerca de lo que se decide”) nos pone de cara a otra realidad: aquella que nos permite decir que toda decisión sobre algo es a la vez decisión sobre nosotros mismos.
Aunque el psicoanálisis freudiano nos haya abierto los ojos a la imposibilidad de lo absolutamente racional de nuestras decisiones, el autoengaño de “podemos ser totalmente racionales” a la hora de decidir sigue estando presente al menos como lo deseable en el discurso ético de nuestra cotidianidad.
Este sujeto capaz de decisiones meramente racionales es “el hombre” que resulta de la filosofía de Descartes y Bacon y de la física de Newton, para quienes el mundo, que llamarán “naturaleza” puede ser concebido como un reloj. De este “hombre” y de esa forma de ver “el mundo” queremos hablar a continuación.
El relojero de la naturaleza
La razón es el elemento vital que permite conocer cuándo el sujeto, aquel construido desde la tríada Descartes-Bacon-Newton, es capaz de dominar la naturaleza, de someterla y de transformarla. Para Descartes-Bacon-Newton, la razón se aplica a la naturaleza con el propósito de transformarla y ponerla a disposición del “hombre”. Esto exalta el espíritu y nos permite dar cuenta de la perfección humana que es capaz de “medir” todo lo que le rodea. Siendo la razón lo más puro del espíritu humano —en cuanto que en su uso radica toda la certeza de nuestra condición de existencia [cogito ergo sum]— permite que emerja “el hombre” como aquel en cuya razón las cosas encuentran una explicación, una demostración. Por lo tanto, el hombre es el centro del mundo que trasciende el oscurantismo de la Edad Media —en la formulación eurocéntrica que va desde la Ilustración [la Aufklarung de Immanuel Kant] hasta “los pueblos sin historia” de Hegel.
Si mediante un método que permite descubrir las “leyes científicas” universales podemos erradicar la centralidad del dogma para proclamar la centralidad del “hombre”, se instaura un antropocentrismo que será la base de una concepción del mundo en la que, así como el movimiento de los planetas puede ser predecible, la vida humana lo puede ser también.
Nos preocupa entonces descubrir cómo la visión mecanicista de la vida crea la metáfora del mundo-máquina. Si el mundo es una máquina quiere decir entonces que podemos determinar su funcionamiento y concebirlo como una suma de muchas partes que operan como las piezas de un reloj. Aquí, “el hombre” es aquel que utiliza su razón para descubrir ese funcionamiento, es decir, un relojero brillante que conoce el funcionamiento de una creación del propio hombre.
El sujeto iniciado por Descartes-Bacon-Newton encuentra su razón de ser en cuanto “cultiva su espíritu” (en lenguaje cartesiano) al ser capaz de dominar dicha máquina mediante el análisis de sus partes. Pero más importante aún es indicar que el ser humano depende de la máquina a un punto tal que solo mediante la imposición de su razón sobre ella encuentra sentido. Dicho de otro modo: el hombre es el centro de la máquina y la razón instrumental es el centro del hombre. Sin voluntad de someter la naturaleza, el hombre pierde el sentido de su existencia porque esa es la finalidad que debe tener la razón que lo hace “hombre”. No hay relojero sin reloj.
El sujeto de Descartes-Bacon-Newton solo puede aparecer como dominador. Únicamente siendo amo de la naturaleza (de lo material) es posible “ser hombre”. No se puede “ser hombre” si no se piensa “para algo” (someter la naturaleza) porque solo ahí se puede “cultivar el espíritu”. Es la razón instrumental que va de la mano del cartesianismo. El dualismo cartesiano está en eso: el espíritu domina la naturaleza, la mente domina el cuerpo, la razón domina el mundo de lo material: he aquí el ímpetu teleológico de la historia humana.
El relojero como amo del tiempo
Lo titulamos de esta manera porque consideramos que esta concepción del “hombre” de Descartes-Bacon-Newton contribuyó a la creación de los mitos antropocéntricos en los cuales “el hombre”, que por medio de la razón científico-técnica, puede dominar la naturaleza en su tridimensionalidad (largo, ancho, profundidad), se lanza también hacia la conquista del tiempo. Es así como el relojero de la modernidad no pretende solo controlar el reloj, sino el tiempo mismo. Para eso la modernidad es una pretensión de conquista sobre el espacio y el tiempo.
La ciencia mecánica clásica manifiesta su antropocentrismo racionalista en la colocación de este sujeto cartesiano como el dueño de la historia, que concibe el tiempo como una línea que va de pasado a futuro. La concepción del tiempo lineal —como un continuum de acontecimientos ordenados mecánicamente en pasado, presente y futuro— va ligada a una concepción de la ciencia como el camino para lograr hacernos amos del futuro. Los esfuerzos humanos en el campo científico nos llevan “hacia adelante”, significan “progreso”.
Esta visión teleológica de la historia nos hace pensar que éticamente nuestra responsabilidad reposa en hipotecar nuestro presente por el bienestar en el futuro. El juego de la libertad y la elección se circunscribe dentro de la mentalidad del progreso: el fin humano siempre es algo que está más allá y se da como efecto de nuestro lugar y papel en el relato del progreso.
Si atendemos al imperativo kantiano del deber por el deber (como una expresión de la moral de la modernidad), solo es mediante el cumplimiento de este deber que podemos llegar a ser libres; por lo tanto, la forma como expresamos nuestra libertad (en la elección, la decisión) siempre está situada en el horizonte de lo que estará por venir, de ahí que palabras como “progreso” y “desarrollo” sean sinónimos de “porvenir” y devengan un sujeto apostado al futuro y que en ese horizonte plantea realización moral, su libertad.
Existe un determinado ethos de la modernidad que consiste en que el ser humano sea capaz de dominar la naturaleza para su beneficio futuro. La ética de la responsabilidad con el progreso es signo de un ser que utiliza bien la responsabilidad y que ojalá sea capaz de imponer el ritmo que esa máquina denominada “naturaleza” pueda tener.
Por lo tanto, el ideal máximo del progreso está situado en el dominio del tiempo, “la conquista del futuro” que nos permitirá hacer que el mundo-máquina funcione como queremos, que podamos marcar su aceleración o desaceleración, que podamos descifrar sus misterios, a fin de hacerlo productivo de acuerdo con nuestras necesidades y que genere días de abundancia para todos. Sin embargo, lo que ante nuestros ojos ocurre —y a través de nuestros ojos nos envuelve totalmente— es que este proyecto de progreso “es una promesa incumplida” como dirían los posmodernos (Lyotard y Vattimo, por ejemplo) o, quizá no hemos logrado comprender y generar las condiciones que le hubiesen permitido desarrollarse plenamente, como dirían los neomarxistas (desde Adorno hasta Habermas). En el escenario más probable que es el de que ambas corrientes tengan razón ineludiblemente necesitamos un antirrelojero.
Charlotte o la actitud del antirrelojero
Queremos utilizar una metáfora que, conscientemente, pretende hacer una crítica al mundo-máquina desde la estética. Se podría considerar que en el cine de Chaplin se pueden encontrar elementos que nos permiten leer con otros ojos lo que nos rodea. Esta vez escogemos como elemento iluminador el filme Tiempos modernos, escrita y dirigida por Charles Chaplin en 1936.
Figura 1. Afiche Tiempos modernos (1936)Fuente: More or Less@wordpesee.com. |
Si leemos con detenimiento el Punto crucial, de Fritjof Capra, nos veremos en la necesidad de volver a leer el Discurso del método que Descartes escribió en 1637. Efectivamente, el mundo cartesiano era una máquina que podía ser comprendido, analizado y sometido por la razón como único método para la certeza del conocimiento. El mismo Descartes así lo afirma cuando habla acerca de las distintas ocupaciones de las personas de su época:
[…] pensé que no podía hacer nada mejor que continuar en lo mismo en que me encontraba, es decir, emplear toda mi vida en cultivar mi razón, y avanzar, tanto como pudiera, en el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito… todo mi proyecto no tendía más que a asegurarme, ya a tirar la tierra movediza y la arena por encontrar la roca o la arcilla. (Descartes, 1637, pp. 46-48)
Esta actitud que está presente desde los albores de la modernidad hasta nuestros días es quizá uno de los postulados más fuertes del paradigma mecanicista y su símbolo puede ser este reloj que aparece al inicio de Tiempos modernos, película ambientada en la época de la crisis económica de los años treinta conocida como la Gran Depresión.
Como lo diría Capra, el sujeto en el paradigma mecanicista, el relojero del mundo o sujeto cartesiano, está dentro de una preferencia por el comportamiento competitivo y no por la cooperación como una de las principales manifestaciones de la tendencia autoafirmativa de nuestra sociedad (Capra, 1998, p. 48). El protagonista de Tiempos modernos es Charlotte, un trabajador de una fábrica cualquiera que representa no solo la trágica repetición mecánica de los procesos de producción, sino incluso la maquinización de las cosas que nos diferencian radicalmente de las máquinas. Esto se puede apreciar en la secuencia en la cual el personaje tiene que probar la eficiencia de una máquina de comer que se vuelve contra él. Al igual que en muchos relatos de ciencia ficción, la máquina termina peligrosamente volviéndose en contra de su creador.
Por lo tanto, el hombre pasa de ser el relojero del mundo a ser una simple pieza del gran reloj. Incapaz de crearlo y recrearlo es tragado por ella. La imagen de Charlotte (el personaje del vagabundo protagonista de las películas mudas de Chaplin), dentro de la máquina sugiere esa disolución del sujeto en la concepción del mundo-máquina. El hombre es presa de su propia razón instrumental; el hombre se convierte en una pieza de ese engranaje. Charlotte, tragado por esa máquina, que bien es la gigantografía de un reloj, denuncia esa condición por la cual el mundo-máquina genera y devora lo humano. Reduce la compleja dimensión de lo humano a un Homo faber.
Charlotte puede ser considerado la representación de un sujeto que logra subvertir el orden del mundo-máquina desde una visión caótica de la vida. Por eso podríamos considerarlo como el antirrelojero del mundo, ya que es un personaje creativo que, mediante las artes, hace de cada decisión un acto de creación; solo la emoción lo puede liberar. En Tiempos modernos, el personaje de la fábrica sufre un delirio y comienza a “sembrar el caos” haciendo pasos de danza y actos circenses como expresión contracultural a la estructura de la fábrica que representa la unidimensionalidad a la que se reduce la razón. En el delirio de Charlotte, el Homo faber como construcción reduccionista de lo humano a la producción, saca aquí su par complementario e innegable: el Homo ludens. El antirrelojero constituye ese momento de la existencia en que se expresa la irreductibilidad de lo humano, su condición, no contradictoria, sino compleja de lo faber/ludens.
De la confrontación entre los dos personajes (i. e. el relojero de Descartes y el antirrelojero de Chaplin) no queremos deducir que uno sea la superación del otro. No se trata de relacionarlos dialécticamente, sino de asumir a Charlotte como algo más que una determinada forma de ser, como una actitud que evidencia la complejidad que supera la unidimensionalidad del mundo-máquina. Una actitud que incorpora la vivencia plena de las emociones y con ellas nos permite recrear constantemente nuestro escenario actual. Por esto, hablamos del espíritu del antirrelojero como una actitud que nos libera de ese “progreso” acreedor de todos nuestros actos creadores.
Desde una postura existencialista las decisiones son el lugar donde se fragua y se juega nuestra libertad, pero son más aún una expresión de la condición humana, en cuanto nos ponen de frente al sentido trágico de la vida: la vida como constante paradoja. Las decisiones son una expresión de la vida que se extiende agónicamente en la lucha entre el sentimiento y el entendimiento. Y esta tensión entre razón y locura, a la vez, constituye una unidad vital tal como los expresara Miguel de Unamuno en su obra La vida del Quijote y Sancho (2000).
El esfuerzo existencialista constituyó una expresión de humanismo por cuanto rechazó el racionalismo cartesiano que se afianzaba a realidades meramente racionales dejando de lado otras realidades vitales. Entonces, desde el humanismo existencialista, el acto de decidir es más que una realidad racional, una realidad vital de carácter ineludible. Sin embargo, esta visión no se salvó de ser concebida dentro de un marco trágico: el hecho de estar condenado a decidir.
Esta visión quizá pueda ser superada por otra, que es la de concebir la decisión como un acto creativo que es capaz de reinventar el mundo cada vez que este aparece ante los propios ojos. Decidir es ineludible y, por lo tanto, ser cocreador de la realidad también lo es. Lo anterior nos permite plantearnos un giro en la forma de afrontar la libertad para ser creadores. Reconocer que todos somos potencialmente creativos como lo argumentan John Briggs y David Peat en Las siete leyes del caos y poder romper con el mito de que la creatividad es tan solo un don concedido a unos pocos (Briggs y Peat, 1999, pp. 16-17). Si asumimos que la elección, la vida que se da en las decisiones simples y cotidianas es la expresión más sencilla de nuestra comunicación constante con lo vivo, podemos asumir que la recreación de la realidad es un hecho.
El sujeto que se constituye a partir de la actitud creadora no es el relojero que busca manipular el mundo-máquina hasta ser engullido por él, ni es el sujeto que contempla la capacidad de elegir como el marco trágico de su destino; por el contrario, es el sujeto que se recrea en comunicación transformadora con la realidad cuando en la más cotidiana o trascendental de sus elecciones es consciente de que está provocando una particularidad que se inscribe necesariamente en una universalidad que, como especie humana, compartimos.
Nuestra naturaleza de “lo racional” se manifiesta mediante los esfuerzos por dominar el tiempo (estadísticas, predicciones, etc.) pero “lo emocional” —como fundamento no racional de lo racional— surge del lugar que le demos a la intuición, la imaginación, la creatividad y la espiritualidad en libertad.