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ОглавлениеTrabajadores en los cañaverales durante la zafra para la producción del ron BACARDÍ en México en los años sesenta. (Propiedad desconocida)
CAPÍTULO 1
EL COMIENZO (1772-1862)
Una colonia lejana, un pequeño alambique de licor… y un murciélago
LOS ORÍGENES DE LA FAMILIA BACARDÍ
Como se acostumbra decir, comencemos por el principio.
Juan José Antonio Bacardí Tudo nació en noviembre de 1722 en un pueblo del noreste de España llamado San Jaime de Passanant. Pocos años después, su padre, quien venía de una larga estirpe de albañiles, mudó a la familia hacia la costa, al municipio de Sitges, justo a las afueras de Barcelona.
Es a partir de este momento que se puede comenzar a rastrear de manera definitiva la genealogía de la familia cubana Bacardí.
Juan José creció en Sitges. Con el tiempo se casaría con doña Marina Massó. Tuvieron seis hijos: Juan, Magín, José, Facundo, Manuela y María.
Los registros de nacimiento de la ciudad fueron destruidos durante la guerra civil española, pero varios testimonios concuerdan en que la fecha de nacimiento de Facundo, quien terminaría fundando la empresa familiar de ron, es el 14 de octubre de 1814.
La economía de Sitges, una localidad conocida por los marineros griegos 3000 años antes como Blanca Subur, estaba centrada en la producción de vino, y Juan José se convirtió en un comerciante establecido de vino. La industria vitivinícola se mantuvo fuerte allí hasta la década de 1960; en la actualidad es un vibrante pueblo turístico frente al mar, con muchos de sus calles y edificios de varios siglos de antigüedad aún intactos.
Con el tiempo, el encanto del enorme imperio colonial de España se volvió irresistible para los hijos de Juan José, quienes soñaban con oportunidades y aventuras más allá de su antigua ciudad natal catalana.
Manuela, ya anciana, recordó en una entrevista de tiempo atrás que su hermano Facundo se fue de Sitges cuando tenía 15 años —lo que sería el año 1829— en busca de una nueva vida en las colonias caribeñas. Recuerda que su hermano se fue de casa con apenas unas cuantas pertenencias.
En aquellos días, los barcos europeos normalmente zarpaban cuando tenían suficiente cargamento para justificar el largo viaje al extranjero. Los pasajeros pasaban semanas esperando la siguiente salida, para luego tener que acomodarse y dormir en condiciones de oscuridad y humedad bajo cubierta. Era una situación pestilente debido al pésimo saneamiento, el mar agitado, las plagas y las enfermedades.
A finales de la década de 1820, el viaje por el mar Mediterráneo, a través del estrecho de Gibraltar y por todo el océano Atlántico, tenía una duración de entre seis y diez semanas.
Juan, el hermano mayor, parece haber sido el primero en realizar el viaje. Le siguieron Facundo y, más tarde, Magín y José.
Para la década de 1840, los cuatros hermanos Bacardí Massó ya estaban establecidos en Santiago de Cuba, ciudad portuaria fundada por el conquistador Diego Velázquez a principios del siglo XVI. El lugar era conocido por su pujante mezcla de las culturas francesa, británica, española y africana.
UNA NUEVA VIDA EN EL CARIBE
Para finales del siglo XVIII, Santiago se había convertido en una pequeña ciudad en auge. Para el año 1800 albergaba ya a más de 30 000 habitantes, de los cuales más de la mitad eran esclavos o lo habían sido.
La Revolución francesa inspiró en Haití, territorio que en aquel entonces se conocía como Saint-Domingue, una insurrección de esclavos que duró 13 años. Para 1804, la población francesa blanca y acaudalada había huido de la isla tras 150 años de dominio colonial.
Si se mide la distancia entre sus puntos más cercanos, Haití y Cuba están solo separadas por 80 kilómetros, de modo que la ciudad sudoriental de Santiago se convirtió en el lugar predilecto de exilio.
Los franceses llevaron con ellos su cultura y sus visiones políticas liberales, influidas por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, formulada durante la Revolución francesa. También llevaron sus conocimientos agrícolas: en la época de la revuelta de los esclavos haitianos, la colonia producía más de la mitad del café del mundo.
Se dice que cuando los insurrectos quemaron las plantaciones de café de la isla en su totalidad, un enfurecido Napoleón Bonaparte exclamó: «¡Maldito café! ¡Malditas colonias!».
Los exiliados franceses llevaron a los suelos montañosos fértiles que rodean Santiago las semillas de café y un siglo de experiencia en su cultivo, procesamiento y exportación. Sembraron vastas extensiones de tierra en la zona oriental de Cuba, refinaron técnicas de producción y construyeron una industria internacional de exportación que rápidamente eclipsó el diezmado comercio de Haití.
Fue en esta floreciente ciudad portuaria del siglo XIX que los recién llegados hermanos Bacardí Massó decidieron ganarse la vida. No hay registro de cómo los cuatros jóvenes inmigrantes llevaron el pan a su mesa durante los primeros días en Cuba, pero sobrevivieron.
El primero en ser dueño de un negocio fue Juan, el mayor, quien había reunido suficiente dinero para abrir una pequeña quincallería. La llamó El Palo Gordo.
No se sabe con exactitud cuándo Juan estableció la tienda, pero un amigo de la familia llamado Diego Pérez dijo en una entrevista en 1925, a los 95 años de edad, que recuerda haber ido allí de niño a comprar papel para la escuela. Pérez afirmó que en aquel momento probablemente tenía unos 12 años, y nació en 1831, así que la tienda de Juan ya debía de haber estado abierta en 1843.
Al parecer José y Facundo trabajaron en la tienda de su hermano Juan en algún momento. Tras la muerte de Juan, su hermano Magín asumió el control del comercio.
Facundo abrió su propio negocio en 1844, una tienda de géneros y abarrotes. Esa empresa fue registrada de manera oficial como Facundo Bacardí y Compañía.
Y así, para mediados del siglo XIX, los cuatro hermanos Bacardí Massó —hijos de un comerciante de vinos de la antigua Sitges, en España— habían echado raíces y se estaban abriendo paso en el Nuevo Mundo.
UN PEQUEÑO ALAMBIQUE, UN RON MÁS CLARO Y UNA MARCA REGISTRADA
Mientras operaba su tienda de abarrotes y otras mercancías, Facundo conoció a un inmigrante jamaiquino llamado John Nuñes.
Unos cuantos años antes, Nuñes había adquirido un alambique —pequeño aparato de metal para destilar— y, con derivados de la caña de azúcar de Cuba, había comenzado a fabricar un ron simple y tosco en cantidades pequeñas.
Los licores similares al ron se produjeron por primera vez en el sureste asiático y en India hace miles de años, y más adelante en Turquía y el Medio Oriente. Colón llevó la caña de azúcar al Caribe en 1494, durante su segundo viaje a las Américas. En el año 1600 ya se sabía que los esclavos de las plantaciones caribeñas fermentaban la melaza, un derivado que se producía en abundancia del proceso de refinación del azúcar, para convertirla en alcohol.
Este aguardiente era inferior a los licores europeos y los cubanos parecían usarlo más como un líquido limpiador y antiséptico que como bebida para adultos.
Con el tiempo, se emplearon varias técnicas de destilación para concentrar el alcohol y eliminar las impurezas y, para la década de 1620, ya habían surgido en Barbados y Brasil formas primitivas de lo que hoy conocemos como ron.
En sus primeras encarnaciones, el ron era bebida de bucaneros salvajes y greñudos: oscuro, denso y abrumadoramente fuerte. Se le conocía como «matarratas» y «matadiablo», y la Marina británica lo mezclaba con agua para crear el legendario grog.
El cuerpo del vicealmirante Nelson fue preservado en una barrica de ron a bordo del navío HMS Victory para poder llevarlo de vuelta a Inglaterra, tras su muerte en combate en la batalla de Trafalgar, cerca de Gibraltar, en 1805.
El ron que Nuñes compartió con Facundo fue un licor casero estilo jamaiquino, es decir, un aguardiante tosco. La caña de azúcar de Cuba tenía niveles particularmente altos de sacarosa, por lo que se fermentaba rápido, generaba calor en intensidad significativa y producía un alcohol con sabores y aromas desagradables y raros.
En algún momento alrededor de 1840, Facundo debió iniciar una relación comercial con Nuñes, y comenzó a vender el ron en su tienda. Sus vecinos lo llamaban «el ron de Bacardí», por el joven vendedor.
Mientras tanto, la colonia de exiliados franceses en Santiago continuaba creciendo gracias a la afluencia de migrantes de Nueva Orleans y bonapartistas que huían de Francia.
Entre los residentes francocaribeños de la ciudad se encontraba la hermosa y encantadora Amalia Lucía Victoria Moreau, quien era la hija huérfana de un acaudalado francohaitiano propietario de una finca cafetalera y descendiente de Jean Victor Marie Moreau, un famoso general de las guerras napoleónicas.
Los registros muestran que Amalia, de 20 años, se casó con Facundo Bacardí Massó en la catedral de Santiago en 1842.
Su primer hijo, Emilio Bacardí Moreau, bisabuelo del autor, nació el 5 de junio de 1844. Tuvieron otros cinco hijos a lo largo de los siguientes quince años: Juan, Facundo, María, José y Amalia.
La economía de Santiago era sólida y la tienda de abarrotes de Facundo prosperaba. En un reporte de aquel momento sobre la economía de la ciudad se afirmaba: «Con un aumento notable en la construcción, la perspectiva de un mayor crecimiento es muy buena».
TODO SE DERRUMBÓ
Y entonces, un cálido día de verano en 1852, todo cambió.
La mañana del 20 de agosto, un fuerte terremoto de magnitud 7.5 azotó Santiago de Cuba y destruyó casi toda la ciudad en cuestión de segundos.
El terremoto tuvo 26 réplicas fuertes y los daños fueron extensos. El hospital se derrumbó y el edificio del gobierno, la aduana, la catedral y otras ocho iglesias quedaron parcialmente destruidas.
Pronto llegó el hambre. Los registros muestran que las autoridades locales llamaron a Facundo para que ayudara a organizar la ayuda alimentaria. La iglesia, negocios locales y organizaciones de beneficencia establecieron comedores populares en los que miles de sobrevivientes, confundidos y llenos de polvo, hacían fila para alimentarse. Hay testimonios de que Facundo servía sopa todas las tardes en la plaza Santo Tomás.
Mientras tanto, con una ciudad devastada que luchaba por recuperarse, el negocio de Facundo se vio perjudicado. Pasaron muchos días en que la tienda no registró ni una sola venta; sin embargo, le dio crédito a sus clientes, amigos y vecinos afectados y otorgó pequeños préstamos para ayudar a las personas a estabilizarse. Su generosidad no tenía límites.
La situación llegó a un punto desolador cuando, tan solo dos semanas después, un segundo desastre azotó Santiago de Cuba: esta vez se trató de un agresivo brote de cólera.
Con los sistemas de saneamiento y agua potable destruidos por el sismo, la enfermedad sumamente contagiosa se propagó con rapidez.
Hubo tal cantidad de muertos que un gran número de cadáveres permanecieron sin entierro durante días, lo que alimentó aún más la epidemia. Llegó un momento en que llegaron a morir alrededor de cien personas al día, en una ciudad de por sí ya devastada por el terremoto.
BUSCANDO REFUGIO EN SITGES
Trágicamente, la enfermedad segó las vidas de dos hijos de Facundo y Amalia: Juan, de 6 años de edad, y la pequeña María.
Desconsolados y aterrados, y estando el este de Cuba bajo la tiranía de la hambruna y la enfermedad, decidieron llevarse a la familia a la relativa seguridad de España.
Se embarcaron en diciembre de 1852 y tocaron tierra en Cataluña alrededor de un mes y medio más tarde. Se refugiaron con los familiares de Facundo en Sitges.
El mayor de los niños Bacardí Moreau, Emilio, tenía ocho años en ese momento. Era un chico silencioso y reflexivo, con inclinación por la lectura y el dibujo.
Cuando la familia llegó a España, el pequeño Emilio conoció a su padrino Daniel Costa. El elegante y culto Costa, amante de la literatura y las artes, simpatizó con el voraz lector Emilio y decidió que el niño debía convertirse en pintor.
Facundo, el abarrotero colonial cuya forma de sustento se había desvanecido, no creía que eso fuera una decisión práctica. Sin embargo, como el futuro de la joven familia era incierto, aceptó.
A los pocos meses de haber regresado a España, estaba muy inquieto, así que a principios de 1853 —a pocos días de cumplir 40— se preparó para zarpar de nuevo a Cuba con todos, menos el pequeño Emilio.
Ante la incertidumbre que ofrecía la golpeada ciudad de Santiago de Cuba y todavía en duelo por la muerte de dos de sus hijos, accedieron a dejar al precoz Emilio en España bajo la tutela de su padrino. Emilio vivió en la cosmopolita Barcelona y aprendió a pintar. Seguiría pintando el resto de su vida.
Costa, su sofisticado padrino, murió de forma inesperada en 1857, y Emilio, ya de 13 años, regresó con su familia a Cuba, para lo que tuvo que viajar solo durante más de un mes.
Más tarde recordaría que cuando se bajó del barco en Santiago, tras varios años de ausencia, logró divisar a su padre y a su hermano Facundo en el muelle, pero le extrañó no ver a su madre.
Ahí se enteró de que su madre estaba en casa amamantando al recién nacido José Bacardí Moreau. Su hermana Amalia nacería dos años después.
FRACASO… Y UN NUEVO COMIENZO
Facundo regresó a Santiago en el invierno de 1853. Había pasado menos de un año del terremoto y la epidemia de cólera, y la comunidad todavía estaba tratando de recuperarse.
Su tienda había sido saqueada y se había deteriorado casi por completo durante su ausencia. Una caída en el mercado global del azúcar le había dado otro golpe a la economía local, y los múltiples deudores del comerciante no habían podido pagar sus préstamos.
Las cosas iban de mal en peor, y no tuvo otra opción más que declararse en bancarrota. En 1855, según muestran los registros, Facundo Bacardí y Compañía dejó, oficialmente, de ser un comercio.
Al parecer, en medio del caos Facundo había mantenido la relación con su viejo conocido productor de ron, Nuñes. Tras cerrar su tienda, se enfocó en el negocio del ron. Empezó a pasar tiempo en la destilería rudimentaria, visitando clientes, ajustando precios y organizando ventas en los barcos del puerto.
Fue una manera de costear una vida austera en un momento en el que todo lo demás había fracasado. El 4 de febrero de 1862, pudo comprar la parte del negocio de Nuñes. Era ya dueño del 100 % de la compañía, que consistía de un alambique viejo de cobre y hierro fundido que producía pequeñas cantidades de un licor tosco de olor fuerte.
Aunque nadie podría haberlo adivinado en aquel momento, la muerte tres años antes de Clara Astie, la madrina de su esposa, terminaría desempeñando un papel importante en la transformación de la incipiente empresa. Doña Clara dejó un patrimonio valorado en unos 19 000 pesos, el equivalente a unos 610 000 dólares de hoy. Le heredó dos tercios de esa pequeña fortuna a su ahijada, doña Amalia, y a los hijos varones de esta.
Entre los activos que heredó Facundo hijo había una casa en Santiago que alquilaba en ese momento un químico y confitero francés llamado José León Boutellier.
Cuenta la historia que un día, Facundo padre fue a recoger la renta en nombre de su hijo y el inquilino lo invitó a tomar un trago entre amigos.
Cuando la conversación se centró en las técnicas para la fabricación de dulces y la pequeña destilería de Facundo, Boutellier dijo que tenía algo que podría interesar al productor de ron. Le enseñó un sistema de destilación que utilizaba para producir pequeñas cantidades de coñac en la trastienda. Era mucho más avanzado que el alambique primitivo que Facundo le había comprado a Nuñes, y el confitero le explicó su funcionamiento.
Don Facundo quedó fascinado por lo que vio. Tenía tiempo anhelando crear un licor más ligero y suave que atrajera a la sofisticada comunidad de exiliados franceses y a la emergente clase media de Cuba, quienes preferían los licores y vinos europeos. Además, quería producir este licor más refinado en cantidades comerciales. Comprendió que el equipo moderno de destilación de Boutellier y las técnicas mejoradas de producción que le había explicado eran precisamente lo que necesitaba para volver realidad su sueño.
Ambos vieron las ventajas de combinar sus conocimientos, recursos y experiencia, y eso fue exactamente lo que hicieron. Formaron una sociedad comanditaria —una sociedad limitada— llamada Bacardí, Boutellier & Compañía. José, el hermano menor de Facundo aportó capital sin involucrarse en la operación.
El 12 de abril de 1862, el gobierno municipal de Santiago de Cuba emitió el título de propiedad y registró la marca comercial de ron BACARDÍ.
Gracias a su socio capitalista y a la asistencia financiera adicional de doña Amalia, pudieron comprar un edificio más grande y resistente cerca del puerto, y establecieron un sistema de destilación mejorado y de mayor tamaño.
El negocio estaba andando y tenían serias intenciones de lograr que funcionara y elevar la calidad. Ya no habría marcha atrás.
MURCIÉLAGOS EN LAS VIGAS: UN BUEN AUGURIO
Amalia, la esposa de Facundo, fue quien sugirió que se usara un murciélago como el nuevo logo de la compañía de ron.
Al parecer, había una colonia de los mamíferos alados que pendía de las vigas del cobertizo rústico donde se añejaban las barricas de ron de Bacardí, Boutellier & Compañía, por lo que los vecinos se referían al producto como «el ron del murciélago».
En la Cuba rural, los murciélagos eran considerados una señal de buen augurio, ya que polinizan la caña de azúcar y devoran las plagas que amenazan los cultivos. Su excremento, llamado guano, es un rico fertilizante agrícola, y muchas plantas tropicales dependen exclusivamente de ellos para la polinización y la dispersión de semillas.
En el folklor catalán de la tierra natal de Facundo se consideraba que los murciélagos eran símbolos de hermandad (algunas colonias superan el millón) y perseverancia (vuelan durante la noche, aparentemente a ciegas). Se les idealizaba por su gran movilidad y por ser sociales y longevos.
Aunque algunos podrían considerar a esta criatura nocturna y voladora demasiado tenebrosa para ser la mascota de un producto —ciertamente también se les asocia con la oscuridad, los vampiros y la muerte—, Facundo aceptó la sugerencia de doña Amalia y adoptó un audaz murciélago negro como el logo de la destilería.
Para la familia Bacardí, el murciélago siempre ha sido más que una marca registrada o un diseño de mercadotecnia. Ha representado los valores y los obsequios que Dios nos ha concedido: éxitos y buena fortuna, orgullo de pertenencia, lazos y tradiciones familiares, una búsqueda incansable por la calidad, compromiso, lealtad, sacrificio, trabajo arduo y reservas inagotables de fuerza y resiliencia.
Al mismo tiempo, el murciélago ha sido para nosotros un símbolo de las fuerzas impulsoras del subconsciente, no escritas ni definidas, que nos dieron un sentido de dirección y guiaron nuestras decisiones en los tiempos más oscuros.
A través de terremotos y epidemias, muertes e insurrecciones, bancarrotas, guerras y encarcelamientos, el murciélago, siempre un compañero leal y constante, ha contemplado a generaciones enteras de la dinastía de la familia Bacardí.
Y así, con el murciélago vigilante sobre su hombro, don Facundo había dado el primer gran paso.
Una vez que se estableció la empresa de ron, con el murciélago como su símbolo, un nuevo edificio provisto de equipo de destilación actualizado, los conocimientos de química y confitería del socio francés, financiamiento y un mercado listo y dispuesto a recibir algo más refinado que el aguardiente de las plantaciones que corría por las venas de la isla, la nueva empresa puso manos a la obra.
En cuanto el emprendimiento echó a andar, Facundo le dio un trabajo a su hijo Emilio, que para ese entonces tenía 18 años. Se dedicaría a hacer mandados, a ayudar con el llenado de facturas, pagar las cuentas y a atender otras labores de oficina.
Los vecinos recuerdan haber visto al serio joven sentado en un escritorio cerca de las ventanas abiertas al frente de la oficina, pasando páginas de libros y absorto entre papeles. Si bien estaba completamente dedicado a su trabajo, se sabe que Emilio también escribía reflexiones personales, ensayos y, posteriormente, audaces tratados políticos.
Un par de años después, Facundo hijo también se incorporó al creciente negocio familiar, trabajando con su padre en el área de producción.
En 1862, de niño, Facundo hijo sembró un cocotero en la entrada de la destilería. Conocido con cariño como «el Coco», el árbol tuvo unos primeros años difíciles en los que casi muere en un par de ocasiones, pero los hermanos Bacardí lo regaron y lo mantuvieron vivo.
En una carta a Emilio, su hermano Facundo le escribió: «Cuiden al Coco, y sobrevivirá mientras exista la compañía». Esas palabras fueron proféticas: la querida palma murió el año en que los comunistas de Fidel Castro incautaron la empresa.
Facundo padre continuó durante muchos años el trabajo práctico de experimentar, modificar y ajustar los elementos complejos y superpuestos del proceso de elaboración del ron. Esto incluía los ingredientes y «las cinco claves» de la producción: fermentación, destilación, añejamiento, filtración y mezcla.
LA ALQUIMIA DE LOS PLANTÍOS DE CAÑA: DESTILANDO EL LICOR
Entonces, ¿cuál era en concreto —y sigue siendo— la «ciencia» detrás de la producción de ron?
Los asentamientos de los poderes coloniales europeos en el Nuevo Mundo dedicaron grandes extensiones de tierra al cultivo de caña para obtener azúcar, un producto valioso. Los tallos leñosos se trituraban en molinillos y el jugo que se extraía, el guarapo, se hervía y se curaba.
A continuación, el azúcar cristalizada se separaba mediante un proceso de centrifugado y quedaba un líquido viscoso, de color entre marrón y negro.
El azúcar era «el oro blanco», pero el derivado meloso y espeso, la melaza, no tenía gran valor. Algunos registros muestran que un pequeño porcentaje de la melaza se utilizaba para alimentar a los esclavos y al ganado, pero enormes cantidades del residuo pegajoso se arrojaban al mar.
Aunque se conservan relatos históricos de esclavos de plantaciones que fabricaban un alcohol bruto a partir de melaza fermentada, con el tiempo empezaron a emplearse algunas variaciones de técnicas antiguas europeas de destilación para elaborar licor a partir de las sobras de la producción de azúcar.
Para crear un licor más apetecible, los productores solían hervir el llamado «vino de caña», que se producía al fermentar la melaza. Cuando el líquido se enfriaba, el producto condensado (etanol y otros tipos de alcohol) se recolectaba y añejaba en barriles.
Varios derivados no alcohólicos de la fermentación, llamados congéneres, contribuían al aroma y sabor únicos de cada lote de licor. Los alambiques sencillos, de un solo recipiente, dejaban muchas de esas impurezas intactas, lo que daba como resultado un ron denso y oscuro.
Más adelante, comenzaron a utilizarse alambiques de columna recubiertos de cobre —con filas de placas horizontales, perforadas y colocadas como los pisos de un rascacielos— para separar de manera eficaz una mayor cantidad de estos subproductos, lo que daba como resultado un ron más claro y suave al paladar.
Como sucede con todos los licores destilados, el añejamiento en barricas de madera —en particular aquellas cuyas paredes internas han sido tostadas y, por lo general, aquellas que ya han contenido otros tipos de licor— aporta color y sabor. Muchos rones se dejan envejecer durante años, lo que les otorga profundidad y carácter. A medida que el oficio se iba perfeccionando, el licor también se empezó a filtrar de distintas maneras para refinarlo aún más.
Con el paso de los años, también se volvió común que los destiladores combinaran habilidosamente varias categorías de ron —claro y oscuro, de diferentes tipos de barriles y edades— para producir mezclas con matices y aromas fusionados de forma única.
Luego de que Bacardí, Boutellier & Compañía comenzó operaciones, don Facundo pasó años experimentando con todas estas complejas variables. En verdad era un alquimista moderno, compenetrado en el arte del calentamiento, la purificación, la maduración y la mezcla de sus brebajes especializados.
Facundo mejoró aún más todo el proceso cuando puso por escrito un riguroso conjunto de normas de producción. Empezó a trabajar con ingredientes de mayor calidad y aisló una cepa de levadura de los plantíos de caña de azúcar cercanos para utilizarla en el proceso de fermentación.
También desarrolló técnicas de producción innovadoras. Entre otros procesos, filtraba su destilado pasándolo por carbón —una amalgama especial que preparaba con distintas maderas tropicales— y luego lo «suavizaba» en barricas de roble blanco.
En conjunto, la pasión y los experimentos de mi tatarabuelo condujeron a la «fórmula secreta» de Bacardí. A través de años de ensayo y error, transformó el aguardiente en bruto de las plantaciones en un licor especialmente suave y de cuerpo ligero.
Era, de hecho, el primer ron «blanco» del mundo.
A lo largo de siglo y medio, la legendaria fórmula Bacardí solo se ha enseñado a unos cuantos miembros de la familia. Para ser merecedor de esa distinción, se debe poseer un conocimiento absoluto de cada una de las cinco áreas de producción.
El secreto de cada área se vinculaba y subordinaba de manera inextricable al de la siguiente. Se puede decir que cuando te conviertes en maestro mezclador recibes las llaves de los «cinco cofres secretos». Cada uno contiene una pieza indispensable del secreto.
Luego de esforzarse al lado de su padre y de dominar todos y cada uno de los procesos, Facundo Bacardí Moreau —Facundo hijo— se convirtió en el primer maestro mezclador de Bacardí.
DESTILADOR, PADRE, CABALLERO PERFECTO
Existe suficiente documentación histórica de primera mano sobre las habilidades, los valores, el estilo y la personalidad de don Facundo para garantizar la fiabilidad del siguiente relato.
Sus contemporáneos recordaban al productor de ron como un perfecto caballero, siempre vestido con elegancia, de traje oscuro y chaleco, camisa blanca, zapatos negros relucientes y sombrero de copa. Se dice que nunca nadie lo vio sin su saco, ni siquiera cuando descansaba en casa los fines de semana.
Era su costumbre, cuando regresaba del trabajo al hogar, al final de la tarde, caminar de un lado al otro en el pórtico delantero, absorto en sus pensamientos, con los brazos cruzados por detrás, hasta que doña Amalia lo llamaba a cenar.
Se le conocía por ser un empresario estricto y muy trabajador, y de él se decía que era justo, honesto, fiel a su palabra y muy inteligente.
Además, sostenían que tenía un gran corazón. En casa era un padre amoroso y atento.
De acuerdo con aquellos que lo conocieron, fue un hombre de convicciones personales firmes, que solía explicar a sus hijos que «no había libertad sin rendición de cuentas». Con esto se refería a que si se quiere libertad es necesario ser responsable, y que las libertades traen consigo ciertas responsabilidades.
Y es aquí, en estas lecciones paternales, donde encontramos las reglas que definían la vida de la casa familiar. Con el paso de los años, estas reglas evolucionaron hasta convertirse en los valores básicos que sustentaron la cultura familiar Bacardí y su reflejo, la cultura empresarial Bacardí.