Читать книгу La experiencia como hecho social - Jorge Eduardo Suárez Gómez - Страница 13

La participación en los modos de la experiencia (fuga)

Оглавление

La idea de participación invoca, al menos y en forma no excluyente, un doble problema que puede ejemplificarse en la díada “tomar parte”/“dar parte”. “Tomar parte” implica para el sujeto una inmersión solidaria y concurrente en un proceso que, al mismo tiempo que lo especifica en lo individual, lo trasciende colectivamente. Es siempre una tarea recíproca: se trata de intervenir, junto a otros, en algo. “Dar parte” supone un convite: la intención de implicar a otro(s) en el curso del proceso o de dar noticia de su desarrollo y especificidad. Es, sin duda, una actividad peligrosa que supone atravesar una frontera, dejándola abierta y ya imposible de suturar como bien ilustra la reflexión-dilema de Lévi-Strauss: “Al término de un excitante recorrido, tenía allí mis salvajes, ¡y qué salvajes! […] Con solo que lograra adivinarlos perderían su condición de extraños, y tanto me habría valido haber permanecido en mi aldea. O bien, como en este caso, conservaban su extrañeza, tampoco podía hacer uso de ella, puesto que no era capaz de entenderlos” (citado en Geertz, 1989: 56).

Reverberancia del doble significado problemático es que un antónimo de participación sea la palabra silencio. No hay participación sin comunicación: al interior entre los que toman parte, al exterior cuando se da parte a los que no intervienen. El consecuente interrogante aflora por sí mismo: ¿es posible “dar parte” sin “tomar parte”? Las respuestas que se ensayen resultan cardinales en la definición del sentido y el carácter de la aventura antropológica, sociológica o histórica en pos de la captura y traducción de la experiencia.

Alfred Schütz apostaría a que es posible deslindar la comunicación hacia fuera, de la inmersión en la comunicación interna. Afirma:

el sociólogo (como sociólogo y no como un hombre entre sus semejantes, cosa que sigue siendo en su vida privada) es un observador científico desinteresado del mundo social. Es “desinteresado” en cuanto se abstiene intencionalmente de participar en la red de planes, relaciones entre medios y fines, motivos y posibilidades, esperanzas y temores, que utiliza el actor situado dentro de ese mundo para interpretar sus experiencias dentro de él; como hombre de ciencia, procura observar, describir y clasificar el mundo social con la mayor claridad posible, en términos bien ordenados de acuerdo con los ideales científicos de coherencia, consistencia y consecuencia analítica (1974a: 96).

Esta escisión radical entre la operación de observación y la de participación es, cuando menos, espinosa en el contexto de la investigación sociológica y antropológica. ¿De qué modo es posible describir y clasificar lo que no se experimenta, aquello que no interesa?

En uno de los ensayos más clarificadores[3] de su perspectiva sobre la práctica social —incluida la científica—, Pierre Bourdieu, retomando las tesis de Huizinga en Homo Ludens, especifica la noción de “interés” en un sentido especialmente caro para el recorrido que trazan estas líneas: “Interesse significa ‘formar parte’, participar, por lo tanto reconocer que el juego merece ser jugado y que los envites que se engendran en y por el hecho de jugarlo merecen seguirse: significa reconocer el juego y reconocer los envites” (Bourdieu, 1997: 141). En este sentido, no hay desinterés posible para el investigador, toda vez que el reconocimiento de un proceso como digno de ser conocido conlleva el interés y este, la participación. Bourdieu recuerda que la noción de interés “se opone a la de desinterés, pero también a la de indiferencia […] el indiferente ‘no ve a qué juegan’, le da lo mismo […] es alguien que, careciendo de los principios de visión y de división necesarios para establecer las diferencias, lo encuentra todo igual, no está motivado ni emocionado” (1997: 142). La trama crítica entre el interés y el desinterés, como opciones éticas del investigador, es el núcleo de la obsesión participante, esa suerte de energía profunda que lanza al investigador a sumergirse en los territorios siempre pantanosos de la experiencia ajena.

En este sentido, una traza alternativa para el doble significado de la noción de “participar” está dada por otra distinción, en este caso magistralmente puesta en cuestión por Clifford Geertz mediante el contrapunto entre el “estar aquí” y el “estar allí”. La palabra contrapunto no es casual, da cuenta de la relación de contraste entre dos cosas simultáneas. Este contraste se detalla, más profundamente, cuando Geertz suma al análisis las metáforas del peregrino y del cartógrafo como artilugio de representación de las opciones verificables tanto para el modus vivendi, como para el modus operandi del antropólogo.[4]

Al configurar la relación “estar aquí”/“estar allí” distinguiendo sus diferencias según se trate de la empresa de un peregrino o la de un cartógrafo y señalando el desafío literario de invisibilizar tal diferencia, Geertz conduce la cuestión hacia el orden del lenguaje. Pero ya no como problema idiomático en el otro, sino como dilema propio del investigador frente a su texto. Señala así que

encontrar a quien pueda sustentar un texto que se supone debe ser al mismo tiempo una visión íntima y una fría evaluación es un reto tan grande como adquirir la perspectiva adecuada y hacer la evaluación desde el primer momento. La única forma de captar ese reto —como sonar como un peregrino y como un cartógrafo al mismo tiempo— y la incomodidad que provoca, así como el grado de representarlo como producto de las complejidades de las negociaciones yo/otro, más que de las yo/texto, es a partir de la observación de los propios textos etnográficos (Geertz, 1989: 19-20).

El problema de la participación asume así la forma de un dilema literario, al que Geertz da nombre y apellido, “descripción participante”, y al que supone herencia irrepudiable de Bronisław Malinowski. De forma general, la “descripción participante” se centra en el polo de la operación de “dar parte” de haber “tomado parte”. Geertz especifica que el problema

es el de cómo representar el proceso de investigación en el producto de la investigación; escribir etnografía de tal forma que resulte posible conducir la propia interpretación personal de determinada sociedad, cultura, modo de vida o lo que sea, y los encuentros personales con algunos de sus miembros, portadores, representantes o quienes sea, a una relación inteligible. O, por decirlo rápidamente de otro modo, antes de que la psicología pueda colarse de rondón, se trata de ver cómo introducir un autor yo-testifical en una historia dedicada a pintar a otros. Comprometerse con una concepción esencialmente biográfica del “Estar Allí”, antes que con una de tipo reflexivo, aventurero u observacional, es comprometerse con un enfoque confesional de la construcción textual (Geertz, 1989: 94).

De ningún modo esto implica desentenderse de la experiencia concreta que se relata o entregarse por completo a los influjos de la ficción; antes bien, se trata de asumir el compromiso expresivo de dar cuenta en el texto de la conexión entre el investigador y la [su] experiencia.[5] Es en el texto donde sucede, y allí se verifica lo novedoso de la interpretación geertziana: no es en las conjuras asépticas que proveen los largos recetarios de técnicas, ni en las promesas metodológicas de la justa medida entre inmersión y distanciamiento donde debe focalizarse el esfuerzo de hacer consciente el camino del saber, sino en la construcción literaria.

La conexión textual entre “Estar Allí” y “Estar Aquí” de la antropología, la construcción imaginativa de un tercero común entre el “Escribir en” y el “Escribir acerca de” […] es la fons et origo de cualquier poder que la antropología pueda tener de convencer a alguien de algo, y no la teoría, el método, ni siquiera el aura de la cátedra profesoral, por consecuentes que puedan ser. […] toda descripción etnográfica es interesadamente casera, es siempre descripción del descriptor, y no del descrito” (Geertz, 1989: 154).

Es quizás en la cifra ricœuriana donde la “descripción participante” encuentra su definición más parsimoniosa al entenderse como “la descripción del yo pasando por el desvío del otro”:[6] el texto como la experiencia del desenlace de un experimento de participación, la descripción como el ejercicio de precisar un esquema de interpretación de la propia experiencia[7] como experiencia del otro. El autor es, en buena parte, un encantador quijotesco, esos a los que Schütz otorga la facultad de trocar “el esquema de interpretación vigente en un subuniverso, en el esquema de interpretación válido en otro […] No hay nada que siga siendo inexplicable, paradójico o contradictorio, en cuanto se reconoce a las actividades del encantador como un elemento constitutivo del mundo” (Schütz, 1974b: 137). Allí parece dirigirse la preocupación de Geertz sobre el devenir de la etnografía, toda vez que afirma que su empresa es “crear obras que relacionen unos y otros [los aquí y los allí] de manera más o menos inteligible”. Pero advierte que en los escenarios contemporáneos donde lo desconocido y extraño se familiariza en la pantalla “los etnógrafos tienen que vérselas hoy en día con realidades que ni el enciclopedismo ni el monografismo, ni los informes mundiales, ni los estudios tribales, pueden afrontar de manera práctica. Habiendo surgido algo nuevo, tanto “sobre el terreno” como en la “academia”, es algo nuevo también lo que debe aparecer en la página escrita” (Geertz, 1989: 157-158). Una vez más es necesario volver a Koselleck, para observar con su prisma cómo Geertz enhebra el cambio de experiencia con el cambio de método, aunque ahora datado en el dilema expresivo.

Noción estimulante, crítica realista de la tradición antropológica y juego de lenguaje, la fórmula “descripción participante” pone en cuestión el estatus de la observación y el análisis como problema teórico-metodológico cardinal, aunque no logra desplazarlo como sustrato de la operación literaria o científica[8] que propone como sustituta. La observación permanece, empero, en tanto participa quien ha observado y solo es válida la observación como construcción —otra vez, literaria o científica, si es que hay alguna diferencia— del que ha participado.

Con énfasis distintos, Bourdieu también juega con la herencia malinowskiana para postular su “objetivación participante”, una noción que puede pensarse como un reverso posible de la “descripción participante”. No se trata de una operación sobre la escritura, sino sobre el escriba.[9] La propuesta implica emprender “la exploración no de la experiencia vivida del sujeto del saber, sino de las condiciones sociales de posibilidad (y, por tanto, de los efectos y límites) de esa experiencia o, más precisamente, del acto de objetivación. […] Lo que necesita ser objetivado [es] el mundo social que ha hecho tanto al antropólogo como a la antropología conscientes, o inconscientes, de lo que se involucra en la práctica antropológica” (Bourdieu, 2008: 96-97). Pero ¿qué modo de participación invoca esta objetivación? Es posible aventurar dos clases: una, de tipo espacial y estructural, vinculada a la teoría bourdieusiana de los campos, que implica establecer con precisión las distancias. La otra, de tipo biográfica.

En la visión de Bourdieu, exterioridad, diferenciación y autonomía son elementos estructurales de un espacio social que, a su vez, se estructura en una dinámica creativa constituida de posiciones objetivas antagónicas. Es merced a la idea de diferenciación que es posible pensar la idea de campo, como universos sociales relativamente autónomos y relacionales. “Diferenciándose —afirmará Bourdieu—, el mundo social produce la diferenciación de los modos de conocimiento del mundo” (Bourdieu, 1999: 121). En la noción de campo la complejidad del espacio social se operacionaliza en mundos diferenciados definidos por los tipos de capital que prevalecen en sus prácticas y las especificidades de sus antagonismos, porque “si hay una verdad, es que la verdad es un envite de luchas” (Bourdieu, 1997: 84).[10]

En este contexto, intervenir aceptando ese envite equivale a participar en la experiencia de la construcción contenciosa del espacio social, en este caso el campo científico. La determinación de intervenir —y aquí la palabra determinación es síntesis dialéctica de sus sentidos: como decisión libre y como condicionalidad externa, para nuestros propósitos, dos fuentes de la participación— explicita la estrategia por medio de las disposiciones del habitus. En las características de este reside que tal intervención busque transformar la distribución de capital propia del campo o perpetuarla. La relación entre posición objetiva en el campo y disposición es dialéctica y mutuamente referida, y conforma todo el espectro posible de la participación objetivable.

Esa relación, sin embargo, parece permitir un procesamiento biográfico en el marco de una práctica concebida como estrategia,[11] instancia dinámica de un juego social en el que los jugadores plantean sus tácticas y sus movimientos en la, para Bourdieu, permanente, inescindible, vinculación entre biografía e historia: “conoce cada vez mejor al mundo en la medida que se va conociendo mejor el propio investigador; el conocimiento científico y el conocimiento de uno mismo, y del propio inconsciente social, van de la mano, así como la experiencia primaria transformada por la práctica científica, transforma a su vez la práctica científica y viceversa” (Bourdieu, 2008: 103). El procesamiento consciente [objetivación] de la experiencia ajena exige, así, un ejercicio igual y anterior sobre la propia, única alternativa para sortear la falsa opción entre “la observación participativa, una inmersión necesariamente ficticia en un entorno extraño, y el objetivismo de la ‘mirada distante’ de un observador que permanece tan alejado de sí mismo como de su objeto” (Bourdieu, 2008: 96).

“Descripción participante” y “objetivación participante” son más que dos fórmulas sintéticas de una obsesión intelectual que atraviesa a las ciencias sociales del siglo xx: son el emergente, en manos de dos protagonistas centrales del teatro del pensamiento social, de la preocupación por sortear el riesgo de la imposibilidad de la comunicación, ergo, del conocimiento. Ambas recuerdan que no hay observación posible desde la distancia, tanto como no es traducible ninguna experiencia sin salirse de ella. Observar y traducir requieren de comunicar, aunque en momentos diferentes: en un caso, es la comunicación con el otro en tanto actor, en el esfuerzo por hacer recíproca su experiencia; en un segundo momento, es la comunicación para el otro, ahora lector, destinatario de un testimonio que debe ser escrito y reescrito a la distancia de esa experiencia que se intenta traducir. Y es una distancia cuantiosa, porque el desvío del otro necesario para describir el yo es siempre un camino largo y sinuoso.

Hay un problema material de la participación —la comunicación con el otro actor en el marco de su experiencia— sobre el que Bourdieu posa su mirada. Postula que no hay modo de establecer ese diálogo sin primero hacer consciente las marcas objetivas del propio continuo experiencial, advirtiendo que “el etnólogo que no se conoce a sí mismo, al no tener un conocimiento adecuado de su propia experiencia primaria del mundo, pone al primitivo a distancia porque no reconoce su condición, el pensamiento prelógico, dentro de sí” (Bourdieu, 2008: 100).

Hay, también, un problema expresivo, el cual Geertz avizora en su formulación del dilema literario de la antropología. Implica los obstáculos propios de la detección y la inmersión en la experiencia, esos que para superarlos requieren de la perspicacia con que el cazador clasifica los indicios; pero, sobre todo, demanda el artilugio poético del viejo que cuenta la historia de las grandes cacerías frente al fuego. Las formas de la escritura condicionan y a la vez prefiguran los modos de la experiencia. Así, Geertz constata que

la habilidad de los antropólogos para hacernos tomar en serio lo que dicen tiene menos que ver con su aspecto factual o su aire de elegancia conceptual, que con su capacidad para convencernos de que lo que dicen es resultado de haber podido penetrar (o, si se prefiere, haber sido penetrados por) otra forma de vida, de haber, de uno u otro modo, realmente “estado allí”. Y en la persuasión de que este milagro invisible ha ocurrido, es donde interviene la escritura (Geertz, 1989: 14).

La experiencia como hecho social

Подняться наверх