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La cultura como operación y acción simbólica

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Desde una perspectiva sociológica, Niklas Luhmann propone comprender la cultura como un concepto histórico cuya emergencia sitúa a partir de la segunda mitad del siglo xviii. Se trata de una operación que consiste en una observación de segundo orden, observación de observaciones, que sustituye las preguntas orientadas al qué se observa por las dirigidas al cómo se observa, algo propio de la modernidad enfrascada en comparar sociedades (Luhmann, [1995] 1997).

De este modo, el concepto de cultura aflora históricamente a partir del giro que significó observar observadores; preguntarse cómo los observadores observan y comparar estas observaciones con las realizadas por otros observadores. Según Luhmann: “muchos campos sociales se empezaron a observar con la observación de segundo orden y con los conceptos que esto requería […] Esto es válido, por ejemplo, […] para el nuevo concepto de ideología con el fin de observar la conducción del observador observado mediante ideas (Beachtung der Steuerung der beobachteter Beobachter durch Ideen), que son tomadas por ello (no importa por qué razón)” (Luhmann, 1997: 14).[1]

Aparece así un interés por la comparación (observación de observadores), el cual se pone de relieve a partir de un concepto de cultura “que está tomado del círculo ordenado de los temas de lo comparable y que expresamente así se presenta” (Luhmann, 1997: 16).

Este conocimiento comparativo, visible como cultura, relativiza la religión mediante su comparación con otras religiones, lo que no conduce, sin embargo, a que la cultura ocupe el lugar jerárquico que antes tenía la religión.

Asimismo, el lenguaje es objeto de comparación y estos intereses de comparación lingüística apuntalan el papel de la cultura, ya que por medio del lenguaje todo es intercambiable y, por tanto, comparable lingüísticamente. En este caso, de lo que se trata es del lenguaje escrito, dado que “con la escritura, las exteriorizaciones pueden ser formuladas de manera más libre y menos comprometida socialmente ya que se deslindan más de las situaciones sociales en las que los presentes reaccionan corporalmente y con ello perciben cómo se los percibe en la realidad” (Luhmann, 1997: 17).

Por ello, la cultura ocupa un metanivel, en el cual permanece indeterminada con respecto a las relaciones de orden social (Vorrangverhältnisse), al igual que los valores indeterminados, a la vez que debe ser compatible con diferentes prioridades.

De este descubrimiento se puede extraer una comparación triple, no solo porque lo comparado tiene que ser diferente, sino también porque debe ser elegido el punto de vista de la comparación (la cultura como observación), debe garantizarse la igualdad de lo comparado a pesar de la diferencia (observación de observadores) y debe asumirse la contingencia de la comparación.

Desde una perspectiva antropológica, Clifford Geertz propone anclar el concepto de cultura a la interacción simbólica socialmente situada, a partir de un ejercicio interpretativo (Geertz, 1973, 1992).

El concepto de cultura […] es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en redes de significación que él mismo ha urdido, tomo la cultura como esas redes, y el análisis de estas, por tanto, no como una ciencia experimental en busca de leyes sino como una interpretación en busca de sentido. Esa es la explicación que busco, interpretar expresiones sociales en su enigmática superficie (Geertz, 1973: 5).[2]

La cultura, entonces, es un documento actuado y, por ello, es pública, lo que significa que no es el conjunto de ideas que están en la cabeza de las personas, ni una entidad material y oculta —ni subjetiva, ni objetiva—, sino la acción simbólica de la conducta humana, es decir, la “acción que, lo mismo que la fonación en el habla, el color en la pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música, significa algo” (Geertz, 1992: 24). La cultura es pública tanto porque requiere de la interacción social como de la “familiaridad con el universo imaginativo en el cual los actos de [las] gentes son signos” (Geertz, 1992: 26), es decir, de la comprensión de los significados que están en juego en la actuación.

Por tanto, el analista cultural antes que preguntar por el estatus ontológico de lo que está ocurriendo y observando —el qué— debe preguntar por su significado, su calado, lo que es dicho en su acontecer y su agencia, el cómo. En palabras de Geertz, el estudio cultural consiste en “intentar leer (en el sentido de ‘construir una lectura de’) un manuscrito —extraño, descolorido, lleno de elipsis, incoherencias, enmiendas sospechosas y comentarios tendenciosos y, además, no escrito en grafos de sonidos convencionales sino en ejemplos evanescentes de comportamientos delineados” (Geertz, 1973: 10).

En este sentido, el estudio de la cultura exige del investigador cultural, o el etnógrafo en los términos de Geertz, más que la ejecución precisa de un conjunto de actividades, técnicas y procedimientos, el despliegue de un esfuerzo intelectual de desentrañamiento “de las estructuras de significación” y de su “origen social y alcance” similar al análisis de texto del crítico literario, lo que supone una “aventura complicada” [elaborate venture] o descripción densa (Geertz, 1973: 6, 9), como lo nombrara Gilbert Ryle en su análisis filosófico sobre el proceso mental de “pensar pensamientos” (citado en Geertz, 1992: 21), lo que sintoniza ampliamente con la concepción luhmanniana sobre la cultura como una observación de segundo orden.

Al respecto, Geertz señala que “los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura interpretaciones de segundo y tercer orden”. Y aunque afirma que “Por definición, solo un ‘nativo’ hace interpretaciones de primer orden: se trata de su cultura”, reconoce que los informantes ofrecen habitualmente interpretaciones de segundo orden, y en el caso de las culturas ilustradas la interpretación “nativa” puede alcanzar niveles superiores (Geertz, 1992: 28).

En este sentido, la propuesta de Geertz, a diferencia de la reflexión de Luhmann en torno a la cultura como operación de observar observadores u observación de segundo orden, conduce a una doble consecuencia para el investigador y la investigación cultural: asumir que se trata de una experiencia personal y, a la vez, de un ejercicio autoral. El desafío que implica esta dualidad, según Geertz, requiere que el analista cultural “pueda sustentar un texto que se supone debe ser al mismo tiempo una visión íntima y una fría evaluación”, lo cual implica “sonar como un peregrino y como un cartógrafo al mismo tiempo” (Geertz, [1988] 1989: 20). Una operación que trasciende la identificación de semejanzas y diferencias, la comparación, entre los diversos sistemas sociales —lenguas, religiones, política, etcétera—, para alcanzar el principal objetivo del análisis cultural: la “ampliación del discurso humano”.

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