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Para culminar y a modo de propuesta programática, basten algunas referencias generales a puntos de apertura que las cuestiones tratadas exigen considerar en futuras aproximaciones.

En primer término, el esclarecimiento de la relación entre la experiencia y su procesamiento consciente requiere indagar la particularidad de la intervención de la escritura en el milagro invisible que sumerge al lector —si el prodigio ocurre— en la experiencia que el autor testimonia, siendo este un modo último de la participación. No me refiero aquí a la “naturaleza poética y específicamente lingüística”[12] que otorga coherencia y consistencia a las tramas, los argumentos y las implicaciones ideológicas que constituyen al relato y al testimonio, tal como White (1992) demuestra puntillosamente; sino a un tópico de características materiales: la consideración de la escritura como medio y mediación que condiciona tanto la experiencia como los modos de su traducción. Carlo Ginzburg provee los indicios donde perseguir esta idea al rescatar la importancia del proceso de “paulatina desmaterialización del texto, progresivamente depurado de toda referencia a lo sensible: si bien la existencia de algún tipo de relación sensible es indispensable para que el texto sobreviva, el texto en sí no se identifica con su base de sustentación” (1994: 148). Es esta idea de la desconexión entre el relato y su fuente sensible lo que otorga al primero autonomía para presentarse como verdadero, pero también lo libra a la suerte del “acto poético que precede al análisis formal del campo, [por el cual el investigador] a la vez crea el objeto de su análisis y predetermina la modalidad de las estrategias conceptuales que usará para explicarlo” (White, 1992: 40).

En segundo lugar, esta referencia al componente poético y expresivo confronta al esfuerzo científico de captación de la experiencia con un recurso a la vez temido y deseado: la intuición. Invocada con desparpajo por Geertz, tímidamente susurrada por Ginzburg, para dar solo dos ejemplos, recorre como un espectro toda reflexión que se pregunta sobre las armas que dispone el investigador para identificar y conquistar la experiencia ajena, colectiva o individual.

Por último, las exploraciones que se presentan en este capítulo pueden conducir, dialécticamente, a la reconsideración del problema del otro —y del investigador en tanto otro— al considerar una segunda obsesión de la investigación social y cultural: la versión del otro como salvaje. Es importante aquí la idea de versión dado que permite escapar a una formulación del tipo “la concepción del otro como salvaje”, con su implacable remisión a una ontología definitoria. La idea de versión, por el contrario, implica una construcción que no desdeña otras dimensiones constitutivas de la experiencia, sino que simplemente refuerza alguna como opción descriptiva u objetivante. La que interesa aquí es esa suerte de pulsión silvestre que puede especificarse como impulso hacia la captación y traducción de lo desconocido, lo arbitrario o lo siniestro.

En la idea de la obsesión por una versión del otro como salvaje aparece la distinción entre estar allí y estar aquí como dilema territorial y como punto ciego. O, en otros términos, como el conocido problema entre verdad y verosimilitud, entre lo imaginario y lo imaginado,[13] entre lo “experimentado” y lo “meramente pensado”:[14] “la experiencia intersubjetiva, la comunicación y el compartir algo implican, en último análisis, la fe en la veracidad del Otro, la fe animal, en el sentido de Santayana; implican que presupongo la posibilidad del Otro de asignar a uno de los innumerables subuniversos el acento de realidad y, por otra parte, que él, el Otro, presupone que también yo tengo posibilidades abiertas para definir qué es mi sueño, mi fantasía, mi vida real” (Schütz, 1974b: 150). Marcando así escenarios diversos donde es posible la experiencia y su testimonio: la vigilia, el sueño, el arte, el mito.

La experiencia como hecho social

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