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La cultura como estructura de significados y performance

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Un aporte fundamental a la conceptualización de la cultura y el análisis cultural ha sido la propuesta de Jeffrey C. Alexander y Philip Smith de distinguir la “sociología de la cultura” de la “sociología cultural”, lo cual demanda, en opinión de estos autores, el desarrollo de un programa fuerte de la sociología cultural sostenido en tres principios epistémicos y metodológicos en relación con su objeto de estudio (Alexander, 1996, 2000a, 2000b, 2003a, 2003b; Alexander y Smith, 1998, 2001).

El primer principio, de corte epistémico, implica una convicción en la autonomía de la cultura, la cual se sustenta en “la idea de que toda acción, sin importar cuán instrumental, reflexiva o coaccionada vis a vis por sus entornos externos sea, se halla encarnada [embedded], hasta cierto punto, en un horizonte de afecto y de significado”, lo que supone que es un “entorno interno”, un recurso ideal, que habilita a la vez que constriñe, parcialmente, la acción, generando un espacio tanto para la rutina como para la creatividad, para la conservación y para la transformación de las estructuras, y por lo cual el actor nunca puede ser completamente reflexivo o instrumental; así como que las “instituciones, sin importar cuán impersonales o tecnocráticas sean, tienen un basamento ideal que da forma a su organización y sus metas, y provee el contexto estructurado para los debates en torno a su legitimación” (Alexander y Smith, 2001: 136).

Este supuesto distingue la sociología cultural de la sociología de la cultura en la medida en que esta última, aunque comparte un repertorio común con la primera —valores, códigos y discursos—, sugiere que la cultura es algo que debe ser explicado, algo que está separado del dominio del significado social mismo. Así, para la sociología de la cultura el poder explicativo descansa en las variables “duras” de la estructura social y la cultura se convierte en la parte “blanda” de las relaciones sociales.[3]

El segundo principio, de corte metodológico, exige el compromiso con la reconstrucción hermenéutica de los “textos sociales”, lo que supone asumir la propuesta “Geertziana de la ‘descripción densa’ de los códigos, narrativas y símbolos que crean las redes texturizadas [textured] del sentido social”, así como poner entre paréntesis, en el sentido husserliano del término, las relaciones sociales no simbólicas para reconstruir el texto cultural puro. Esto contrasta con la descripción tenue o superficial, frecuente en la sociología de la cultura, en la que las significaciones simbólicas son leídas desde la estructura social o reducidas a una descripción abstracta y cosificada de normas y valores, fetichismo e ideología (Alexander y Smith, 2001: 137).

Por último, el tercer principio, también de orden metodológico, asume que la sociología cultural “intenta anclar la explicación causal en los actores y agencias concretas, especificando en detalle cómo interfiere la cultura con y dirige lo que realmente está ocurriendo”, lo que implica que “solo resolviendo las preguntas sobre los detalles —quién dijo qué, por qué y con qué efecto— es que el análisis cultural puede hacerse plausible según los criterios de las ciencias sociales”. Mientras, la sociología de la cultura tiende a “desarrollar una defensa [(de)fenses] terminológica abstracta y elaborada que provee tanto la ilusión de especificar mecanismos concretos como la ilusión de haber resuelto el irresoluble dilema de la libertad y la determinación” (Alexander y Smith, 2001: 138).

A partir de estos supuestos, el objeto de la sociología cultural lo constituyen los “hechos de la idealización colectiva”, lo que implica que los “enunciados fácticos están densamente entretejidos con las narrativas ficcionales” y los “códigos binarios y los enunciados verdaderos/falsos están implantados unos sobre otros” (Alexander, 2003a: 5). Así, por ejemplo, las retóricas del bien y del mal, del amigo y del enemigo, de la conciencia y de la lealtad, de la civilización y del caos son estructuras culturales que constriñen profundamente y habilitan a la vez.

Ante la acentuación de la diferencia “entre las teorías estructuralistas que tratan el significado como texto y que investigan los patrones [patterning] que proveen de autonomía relativa y las teorías pragmatistas que tratan el significado como emergente a partir de las contingencias de las acciones individuales y colectivas —las así llamadas prácticas— y que analizan las pautas culturales como reflejos del poder y los intereses materiales” (Alexander, 2006: 29), Jeffrey C. Alexander postuló una teoría de la pragmática cultural que trasciende el problema planteado por el estructuralismo: la ahistoricidad y la desaparición de la agencia, unido al idealismo de la autonomía de las estructuras culturales.

En la perspectiva de la pragmática cultural, las representaciones colectivas, performances, deben de ser evaluadas por su efectividad dramática; no hablan por sí mismas sino que, como en el teatro, son “la literatura que camina y habla ante nuestros ojos” (Boulton citado en Alexander, 2006: 33). “Es esta necesidad de caminar y hablar —y de mirar y escuchar a los que caminan y hablan— la que hace a la práctica pragmática de la performance la lógica cultural del texto. La pragmática cultural nace en este entrecruzamiento” (Alexander, 2006: 33).

La introducción de la noción de performance en la sociología, mediante la sociología cultural, busca sustituir la noción de práctica por un concepto más multidimensional; es decir, nuevamente se trata de un intento por articular las dimensiones ideales y materiales sin caer en posiciones unilaterales (idealismo versus materialismo).[4]

Las performances sociales, sean individuales o colectivas, pueden ser comparadas con las performances teatrales (el teatro en Erving Goffman, el dramatismo en Kenneth Burke) y su núcleo se condensa en la noción de ritual. Los rituales

son episodios de comunicación cultural repetidos y simplificados en los cuales los participantes directos de la interacción social, y aquellos que la observan, comparten la creencia mutua en la validez descriptiva y prescriptiva de los contenidos simbólicos de la comunicación y aceptan la autenticidad de las intenciones respectivas. Esta comprensión compartida de intención y contenido, por la validez intrínseca de la interacción, es la que hace que los rituales tengan su efecto y su afecto (Alexander, 2006: 29).

Sin embargo, los elementos de la performance social se de-fusionan al volverse las sociedades más complejas: audiencia-actores-mise-en-scène, scripts, acción con sentido, medios simbólicos de producción, representaciones colectivas de trasfondo y poderes sociales. En las sociedades menos complejas estos elementos están fusionados por el ritual, mientras que en las sociedades modernas se pierde la centralidad del ritual:

Antes que estar organizadas primariamente a través de rituales que afirman las creencias metafísicas y consensuales, las sociedades contemporáneas se han abierto a sí mismas a procesos de negociaciones y de reflexividad acerca de los medios y los fines, con el resultado de que el conflicto, la desilusión y los sentimientos de mala fe resultan por lo menos tan comunes como la integración, la afirmación y la potenciación del espíritu colectivo (Alexander, 2006: 30).

Sin embargo, la dicotomía entre civilizado y bárbaro, tradicional y moderno, simple y complejo que se dice superar no se repite entre fusión y defusión, es decir, sociedades con rituales y sociedades sin rituales. Alexander afirma (provisoriamente) que, por todas partes, tanto a nivel micro como macro, así como en las relaciones entre los individuos y las relaciones entre las comunidades, persisten comportamientos ritual-like (semejantes a los rituales), y que en esta semejanza o analogía reside una dificultad central:

Somos conscientes de que en las sociedades complejas existen procesos simbólicos muy importantes, y que estos, por momentos, son también integrativos a nivel de grupo, inter-grupo e incluso a nivel societal. Pero también sabemos claramente que estos procesos no son rituales en el sentido tradicional […]. Incluso cuando estos afirman la validez y la autenticidad y producen integración, su efervescencia tiene vida corta. Si logran tener simplicidad es improbable que sean repetidos. Si son repetidos es improbable que la comunicación simbólica pueda llegar a ser tan simplificada en la misma manera de nuevo (Alexander, 2006: 31).

La pregunta a contestar en relación con la teoría de la performance apunta esencialmente al problema de las sociedades complejas:

Es posible desarrollar una teoría que pueda explicar ¿cómo la integración de grupos particulares y, por momentos, incluso de colectividades totales puede ser realizada a través de comunicaciones simbólicas, a la vez que da cuenta de la complejidad cultural y la contradicción, de la diferenciación institucional, el poder social en disputa y la segmentación? ¿Puede una teoría dar completo crédito al rol continuo de la creencia a la vez que reconoce que la no-creencia [unbelief] y la crítica son también hitos centrales de nuestro tiempo? (Alexander, 2006: 31).

El argumento central de Alexander al respecto es que:

Cuanto más simple es la organización colectiva, menos segmentadas y diferenciadas están sus partes sociales y culturales, tanto más fusionadas [fused] están las performances sociales. Cuanto más compleja, segmentada y diferenciada es la colectividad, tanto más devienen de-fusionados [defused] estos elementos de la performance social. Para ser efectivas en una sociedad de complejidad creciente las performances sociales deben comprometerse [engage] en un proyecto de re-fusión. En la medida en que se logra la re-fusión, las performances sociales devienen convincentes y efectivas —más semejante al ritual [ritual-like]. En la medida en que las performances sociales permanecen de-fusionadas, parecen artificiales y artificiosas, menos semejantes al ritual y más similares a las performances en el sentido peyorativo (Alexander, 2006: 32).

La experiencia como hecho social

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