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Las grandes conmociones interiores *

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Por Jaime Urco

Hay quienes consideran tu poesía como extraña o insular respecto a la de la gente que escribía junto contigo en los años setenta. ¿Piensas que tu escritura no tiene antecedentes en la poética peruana?

Mi primer libro, Un buen día, lo escribí en los años 75 y 76, y en esos años yo no vivía en el Perú, sino en Colombia. Al publicarse en 1978, indudablemente mi libro encarnaba una opción diferente a la poética dominante entonces, en la que lo coloquial y el vitalismo eran fundamentales. Mi libro se presenta como una alternativa, pero no me atrevería a decir que carece de antecedentes. En realidad, tú puedes rastrear esa opción en la poesía concebida como una indagación existencial, como una forma especial de conocimiento; la poesía como diseño de un mundo otro, que no tiene que ser necesariamente el reflejo exacto de la cotidianidad.

Un buen día es escrito en Colombia. Como tal, ¿es deudor de la tradición poética colombiana? ¿O es meramente circunstancial que haya sido escrito por allá?

Creo que es meramente circunstancial. Probablemente habría escrito lo mismo si hubiera vivido en Argentina, Guatemala o España…

¿Y si lo hubieras escrito en Perú?

No lo sé. Y te lo digo porque ese libro parte fundamentalmente de ciertas lecturas ligadas a la poesía del siglo XIX, al simbolismo, a Rimbaud, a ciertas lecturas del surrealismo. Pienso que de alguna manera me he mantenido fiel a este impulso original.

Cuando regresas de Colombia, en el 77, te asocias a La Sagrada Familia, un grupo con actitudes iconoclastas e incluso beligerantes. ¿No había una contradicción entre lo que escribías y los postulados de este grupo?

Mi participación en La Sagrada Familia fue realmente una aventura de amistad. Desde antes de salir del Perú era amigo de Kike Sánchez (fue el primer lector de mis poemas). Cuando volví, conocí e hice amistad también con Edgar O’Hara y así entré a formar parte de La Sagrada Familia.

A pesar de tener una opción política clara, La Sagrada Familia suponía una diferencia con respecto a Hora Zero: mientras Hora Zero daba unas normas muy estrictas para escribir y postulaba una única opción poética, La Sagrada Familia era mucho más tolerante con respecto a las aventuras y a las propuestas individuales. Pero mi paso por La Sagrada Familia fue efímero. Estuve simplemente durante un número (el tres, si mal no recuerdo) y luego seguí viendo a los integrantes, pero ya no participaba del movimiento. Creo que realmente mi paso por allí contribuyó a reforzar lo que de alguna manera intuía y había tratado de hacer en Un buen día. Los poemas de mi segundo libro, Las conversiones, que aparece cinco años después —largo tiempo para escribir apenas quince poemas—, significan una profundización de lo que había descubierto en Un buen día.

Reconozco también que de La Sagrada Familia he recibido mucho. He aprendido, por ejemplo, a no ser absoluto en mis opiniones, a aceptar que existen distintas opciones o distintas posibilidades —todas válidas— en el momento de escribir. Considero que ha sido una experiencia importante en mi formación y que me ha ayudado a seguir por el camino que desde el comienzo había elegido.

Quiere decir que para ti La Sagrada Familia ha sido más bien una ayuda para tu formación individual, pero no ha tenido mayor repercusión en tu manera de escribir.

Exacto.

Hace un momento hablabas de tus lecturas, de las cosas que te habían ayudado a escribir Un buen día… Todos los textos que nombraste son parte de lo que concebimos como la tradición occidental de poesía contemporánea o moderna, como queramos llamarle; no son peruanos. ¿Te sientes de alguna manera ligado a la tradición poética peruana? ¿O eres de los que piensan que ella no existe?

Por supuesto que me siento ligado a la tradición poética peruana. Reconozco múltiples antecedentes en mi escritura: el primero lo podrías hallar en Eguren. La opción del trabajo con los símbolos, por ejemplo… También Martín Adán, especialmente el último, el de los diarios concebidos como una especie de autobiografía interior. Creo que algunos aspectos de ellos —si no formales, por lo menos como concepción de la poesía— aparecen en mi trabajo.

Lo mismo sucede con varios poetas de la llamada generación del 50 —como Eielson, Blanca Valera, Sologuren—, que de alguna manera comparten una actitud ante la poesía que yo también tengo. Tal vez sí exista una diferencia con respecto a la poesía más cercana. No me siento muy ligado a las opciones poéticas dominantes del sesenta o del setenta.

Me considero, pues, inmerso en una tradición, pero no solo peruana, sino también latinoamericana. Te nombré fundamentalmente poetas que pertenecen a la tradición europea; pero, por ejemplo, en Colombia leí con mucha atención —e incluso creo que aprendí bastante de él— a Octavio Paz. También allí descubrí a Álvaro Mutis y se convirtió en uno de mis autores de cabecera.

O’Hara sostiene que tu residencia temporal en Colombia favoreció también esta suerte de alejamiento muy contemporáneo de las escrituras. Para decirlo de otra forma: de los poetas del 60. ¿Es cierto eso?

Probablemente, porque cuando uno comienza a escribir, por lo general, lo hace identificándose con ciertas voces o con ciertos modelos que en ese momento son dominantes, principalmente porque uno no sabe cómo encauzar lo que tiene dentro. Creo que los primeros amigos o los primeros lectores son muy importantes; son el primer interlocutor que uno tiene. Si me hubiera quedado en el Perú —es simplemente un juego, una hipótesis—, quizá mi poesía habría sido diferente.

Pero quiero aclarar algo. Hace un momento decía que si hubiera vivido en Argentina o España, básicamente, mi opción habría sido la misma. Te lo dije por razones personales. Los primeros años que pasé en Colombia —que son los que recogen los poemas de Un buen día— fueron para mí muy solitarios, porque prácticamente no tenía contacto con otros lectores. Mis amigos no eran personas vinculadas a la literatura. Recién conseguí interlocutores literarios cuando mi libro ya estaba listo o por lo menos bastante encauzado. Yo enviaba y comentaba mis poemas con un peruano: Kike Sánchez, a quien había conocido en San Marcos antes de irme a Colombia.

Creo que esa soledad, ese frecuentar únicamente los libros, ha marcado con fuerza mi nacimiento poético.

Pasemos a cosas más textuales. Alguna vez has dicho que tu poesía es una indagación, un conocimiento del yo. ¿Hablamos de un conocimiento ontológico, existencial?

La poesía para mí es básicamente dos cosas: en primer lugar, una forma de conocimiento, una forma de acercarse a la realidad, de entender el mundo, y también de autoconocerse, de autoexplorarse. En segundo lugar, la poesía es un lugar de purificación que nos ayuda a extirpar ciertos temores, ciertos pánicos, y desde esa perspectiva nos ayuda a vivir mejor.

¿Exorcismos?

Exorcismos, si quieres llamarlos de esa manera. La poesía es como una llave que abre la caja de Pandora. De allí puede salir cualquier cosa. La poesía es también como un espejo. Y aquí quisiera tomar el título de un libro último de Carlos Fuentes que me parece fascinante: El espejo enterrado. Creo que la poesía —y esto funcionaría bastante bien con mi trabajo— es desenterrar un espejo donde podamos mirarnos nosotros y podamos mirar el mundo.

En Una casa en la sombra se encuentra el siguiente verso: «Pero el poeta no debe ser confesional». Sin embargo, no pocos textos tuyos tienen ese tono.

Cualquier persona que lea Lejos de todas partes —que incluye todos mis poemas escritos hasta la fecha— puede descubrir que mi poesía reúne en un solo cauce varias vertientes. Una primera que reconozco es la confesional. Mi poesía es una especie de autobiografía, si de alguna manera quieres llamarla. Pero una autobiografía que no se detiene en lo simplemente anecdótico, sino que apunta a las grandes conmociones interiores. Por ejemplo, el descubrimiento del amor, del placer, del dolor; el descubrimiento de ciertos miedos, la soledad, el temor a la destrucción, a la muerte. Sin embargo, sería limitante decir que mi poesía es solo eso, porque otra de las vertientes es también una exploración sobre la realidad, incluso sobre el entorno histórico y social. Tal vez no planteada de una forma directa, como lo hacen otros poetas peruanos recientes, pero si tú lees algunos de mis poemas de Cielo forzado o la sección «Sobre el brillor todavía de», encontrarás una reflexión sobre la historia y sobre el Perú actual.

Al mismo tiempo, y como una tercera vertiente que impregna las anteriores, hay una reflexión sobre el hecho mismo de escribir, sobre las posibilidades de la poesía y del lenguaje.

Tú hablas de autobiografía. Tus textos, sin embargo, son muy difíciles de acceder. Algunos, incluso, los han calificado de herméticos. Yo tengo una hipótesis. T ú dices en Una casa en la sombra que el poeta no debe ser confesional; Otro lado es un texto general construido autobiográficamente. Mi hipótesis es que para que estos dos términos no sean contradictorios recurres precisamente a lo elusivo. El dato autobiográfico está, pero no se puede precisar, está cifrado; si el lector no conoce la cifra, simple y llanamente no puede acceder a ese dato, lo que haría que la poesía no cumpla uno de sus fundamentos básicos: la comunicación. ¿Piensas que eso sería un problema?

En primer lugar, a mí no me gusta calificar a mi poesía de hermética. Tal vez el problema no está en el texto en sí mismo, sino en los códigos que manejan los lectores. Al empezar esta entrevista, veíamos cómo mi opción representaba una alternativa a lo que primaba en los setenta. Creo que lo que sucede es que mi poesía, desde sus inicios, buscó un camino anormal, distinto a lo que en ese momento era dominante.

Lo de los datos escondidos me parece que es válido únicamente para Una casa en la sombra, un libro que básicamente tiene una intención: iluminar el momento de tránsito de la infancia a la adolescencia. El yo poético es un adulto de 33 años –incluso el dato aparece varias veces en los poemas–, que regresa a un lugar en su pasado lleno de deseos, temores y espejismos. En este sentido, formal y temáticamente, el libro solo ofrece claroscuros. Y quiero aclarar algo. En Lejos de todas partes he excluido textos de dos libros: de Un buen día, porque consideraba que eran imperfectos, el libro tuvo muchas buenas intenciones, pero en realidad mis posibilidades expresivas eran insuficientes; y he excluido textos también de Una casa en la sombra, porque eran impenetrables. Ahora que regreso a ellos y que esos textos se iluminan al estar acompañados de los otros, creo que pueden leerse como una exploración del inconsciente, ¿no? ¿El mío? ¿El tuyo? ¿El de todos?

Pero esa incomunicación, ese cierto hermetismo, ¿no sería una forma de que el lenguaje poético que manejas tú tenga novedad, sea algo distinto a lo anterior, sea una propuesta muy personal, diferenciadora y, por lo tanto, válida?

Desde mi segundo libro, por lo menos, tengo plena conciencia de la singularidad de mi poesía… y en ella me he empeñado.

Hay un texto en Cielo forzado«Protocolo de la autopsia»— que puede leerse como un arte poética.

Tengo muchas artes poéticas.

Tú has dicho que solamente en Una casa en la sombra hay un deseo de ocultamiento del sentido, del significado. Pero este texto de Cielo forzado ratifica lo mismo. El primer verso plantea que para el lector las palabras de repente son innecesarias, porque no tienen sentido, ya que el único que maneja ese sentido es el que las está produciendo.

Casualmente, una de las constantes que puedes encontrar en mi poesía es la presencia simultánea de distintas posibilidades. Una de las vertientes importantes, ya lo dije, es una reflexión sobre las potencialidades mismas de la escritura: hasta qué punto es un instrumento eficaz para que podamos explorarnos; hasta qué punto logra desenterrar lo que tenemos dentro; hasta qué punto el poema no es simplemente un espejismo. El texto al que tú aludes puede recoger tal vez uno de esos rostros que por un instante asume la poesía. Pero si tú comparas esa arte poética con otras, como por ejemplo, «A qué sonará tu voz» o «Y decidí remontarme al ruiseñor», vas a encontrar una visión distinta. Y si tú recorres El amor rudimentario, también vas a hallar algo diferente.

Hace ya un buen tiempo que se asume que uno no escribe un poema independientemente, sino en función de un libro. Tú vas un poco más allá y sostienes que uno no escribe un poema para un libro, sino un libro para toda una obra; pero al mismo tiempo hablas de poéticas que en determinados libros expresan una opción, lo cual no significa que sea la opción definitiva de toda la obra. ¿Eso no echa por tierra tu noción de cada libro como un acápite de esa obra mayor?

Creo –no me lo propuse, sino que lo he descubierto ahora– que en realidad todos mis libros conforman un solo gran libro, una unidad. Más o menos a partir de Una casa en la sombra empecé a darme cuenta de esto. Y en una pequeña poética que incluí al comienzo de Cielo forzado, porque era uno de los requisitos de la colección donde apareció, yo decía que mis libros eran círculos concéntricos. Cada libro se alimenta del que lo precede, o cada libro nuevo contiene al otro de alguna manera, y lo desarrolla. Con el tiempo, he ido trabajando esto con más conciencia. Títulos y temas de poemas son retomados de un libro a otro. En Un buen día, por ejemplo, hay un poema cuyo primer verso es «He regresado al mar», y en El amor rudimentario está nuevamente ese poema planteado desde otra perspectiva, con el título «He regresado al mar». En Las conversiones se encuentra un poema titulado «El oficio, el deseo, el maleficio» que es por supuesto un arte poética, y en Una casa en la sombra –diciendo algo distinto– presento otra arte poética que se llama «El oficio, el deseo, el maleficio». Cielo forzado termina con un poema, «El guardián oscuro de saliva», y el primer poema del libro siguiente, El amor rudimentario, empieza con el mismo «guardián» que se ha transformado en algo diferente. La conversión, la transmutación, es algo que está presente en mi poesía.

Lo mismo sucede con ciertos símbolos. El agua, el sur. El sur aparece en Las conversiones, en Cielo forzado, en El amor rudimentario, en el poema que cierra Lejos de todas partes y que de alguna manera explica o cancela la puerta de la gran casa que es este libro.

Entonces, yo no veo una contradicción. Veo un crecimiento, una expansión, un enriquecimiento de posibilidades. Un poema puede decir una cosa; otro retoma lo que ese texto contenía y lo desarrolla desde una perspectiva diferente. Esto tiene que ver básicamente con mi concepción de la poesía como conocimiento. No todo conocimiento es certero, te puede llevar a fracasos, a equivocaciones, a errores.

Con respecto a la poesía, por ejemplo, hay momentos en que confío plenamente en ella. En otros, siento que no es el instrumento adecuado, y a veces me dejo llevar por la magia que la escritura puede generar. Tal vez eso explique esas palabras que nada quieren decir, pero si tú retomas el poema, son espejos, porque nos están reflejando.

En ese sentido, no vas a encontrar en mis textos un discurso racional, lógico. Porque eso no es la poesía. Creo —y en esto no soy muy original— que la poesía tiene en la actualidad la función que en el pasado cumplían los discursos míticos, que son básicamente una aproximación desde una razón otra a lo que existe.

Varias de las imágenes que usas son –para decirlo muy rápidamente– surrealistas. Unos labios transparentes que botan muros o que botan árboles, por ejemplo. ¿Por qué el uso de este tipo de imágenes?

Tengo en algunos poemas incluso referencias directas al surrealismo. Recuerdo en este instante un poema que está en Una casa en la sombra. Uno de sus versos dice: «Véngate del surrealismo». O en «Tarde de castigos», de Cielo forzado, donde declaro abiertamente: «No quise ser surrealista». Yo reconozco mis deudas con el surrealismo, pero no acepto de ninguna manera la poética surrealizante. No creo en la escritura automática, por ejemplo, pero sí en esa opción del surrealismo por lo maravilloso, la imaginación, la no-razón. Y a pesar de que mi poesía no se caracteriza por simplemente trabajar o buscar una imagen, de todas maneras en algunos casos, ellas me cautivan y las acepto.

Por cierto, muchos poetas latinoamericanos que a mí me interesan tienen su origen en transformaciones que logran a partir del surrealismo. Octavio Paz, por ejemplo, o Álvaro Mutis, que tienen, tal vez matizado, bastante de surrealistas. Gonzalo Rojas. Y en el Perú, para señalar a poetas que me interesan muchísimo, Westphalen, Blanca Varela. En realidad, tienen no una afiliación directa con el movimiento surrealista, pero sí ese espíritu que caracteriza a una buena parte de la poesía del siglo XX.

Una curiosidad: ¿por qué aparecen en los textos tus iniciales, o tus nombres o tus edades?

Ya he dicho que una de las vertientes importantes de mi poesía es lo autobiográfico, lo confesional. Y destaco que Lejos de todas partes significa un proceso de crecimiento, de aprendizaje, de madurez. Aparece mi nombre muchas veces, aparecen mis iniciales, mi edad. El origen está en Las conversiones. En el poema «Y decidí remontarme al ruiseñor», confieso que tengo 26 años. En realidad, esa primera aparición de la edad fue involuntaria, porque ese poema juega con una serie de referencias culturales que… bueno, a mí no me gusta explicarlas abiertamente o poner notas aclaratorias en mis textos, pero ese es un poema sobre el poeta romántico inglés Keats. Uno de sus mejores poemas es casualmente la «Oda a un ruiseñor». De pronto me di cuenta, cuando estaba escribiendo ese poema, de que tenía 26 años, la misma edad que tenía Keats cuando murió de tuberculosis en Roma. A partir de ese momento empecé a trabajar conmigo como personaje poético.

De estas cosas curiosas que yo no entiendo… en Cielo forzado aparecen manchas como si hubieran existido palabras que hubieran sido tachadas.

Censura. En realidad, esas son palabras tachadas que estaban en el poema.

¿Por qué la constancia de esa censura?

Porque una de las posibilidades exploradas en el libro anterior, Una casa en la sombra, es casualmente la poesía como transgresión, llegar a un lugar al que no debe llegarse. En ese sentido, retomo uno de los sustratos de Una casa en la sombra y lo reutilizo en Cielo forzado. En ese caso, suprimí algunas palabras. Primero, pensé simplemente poner el poema corregido; pero después vi que para reforzar esa idea de proceso, de trabajo, de crecimiento, era mejor conservar esta censura. Incluso la sección siguiente del libro se llama «No te levantes hoy censor». La censura se desvanece, digamos, con ese último fragmento del poema «Arte de la peste», y uno ya puede decir abiertamente las cosas y empezar a explorar otro dominio que no aparecía en mi poesía previa, que es el de lo colectivo.

Ya que hablamos de transgresiones, prohibiciones y de que la poesía es uno de los discursos que accede a esas transgresiones y que toca esos lugares prohibidos, ¿qué es lo prohibido para ti?

Bueno, es algo difícil; es lo que he tratado de explorar durante estos dieciocho años de escritura. Tal vez la transgresión consista en conocernos realmente sin encubrimientos ni justificaciones. Hay un texto en prosa que se llama «A quien debemos temer», que es del 91. Ese texto contiene implícita una respuesta: a quien debemos temer es a nosotros mismos. La poesía es, pues, exploración de lo prohibido en cuanto osa transitar por esos nuestros pasadizos secretos y terribles. Hace un rato hablábamos de la escritura como exorcismo y hay distintas formas de exorcizar… Uno puede psicoanalizarse, puede optar por la religión, por la santidad, y otra de las vías es la poesía.

De alguna manera, el poeta es órfico en el sentido de que desciende al infierno. Y mi poesía refuerza bastante esa idea de descenso. Es bajar a sótanos, a cuevas, a recintos que están cerrados, pero deben abrirse… Allí está la transgresión.

Tu poesía tiene un cierto tono escéptico, pesimista; juegas con palabras en forma antitética: la suciedad de la blancura, cosas así. ¿Es tu indagación a través de la poesía como conocimiento lo que hace que tú percibas el mundo de esa forma?

Tal vez pesimista exactamente no sería el calificativo adecuado. Pero yo creo que leer mis poemas deja en el lector una sensación de desamparo, de dolor. Y supongo que eso sucede porque en el momento en que uno está bien, cuando las cosas funcionan apropiadamente, la poesía no es necesaria. Uno escribe por ciclos, y esos ciclos recogen la parte tenebrosa, la parte desencantada de cada uno.

Ahora, si tú lees con atención el último poema de Lejos de todas partes, el que se llama «Siempre es al sur» –y el sur es casualmente la tierra de la desolación, ese otro mundo que todo el libro ha diseñado–, el poema ofrece al final, como la llave que cierra el libro, una esperanza: «Y más adelante, si en un jirón de carne o en un hotel al fin o en una lengua postrera descubres que en el sur no existe secreto alguno» (de repente todo este proceso ha sido simplemente un trabajo inútil), «no te entristezcas. Solo abre la ventana y escribe en la noche estrellada que el sur fue tu empeño y tu orgullo y tu amor y que estar en el sur fue suficiente». A pesar de la desolación, del desamparo que los textos y la existencia y la misma sociedad generan, vale la pena vivir y seguir. Creo que con que estemos aquí ya está justificada de alguna manera nuestra existencia.

En Cielo forzado hay un verso que dice: «Soy indiferente y eso es grave en poesía». ¿A qué indiferencia te refieres?

Ese verso cierra un poema que se llama «Tarde de castigos». En ese caso, «Soy indiferente y eso es grave en poesía» es como una confrontación, un autoinsulto. Y hay que leerlo en el contexto: es una tarde de castigos, es el sujeto poético que está dialogando consigo mismo, que se está tomando cuentas. Entonces, ese verso se convierte en la llamada para no ser indiferente y no quedarse encerrado, sino abrirse a otras posibilidades, lo que tiene que ver con el desarrollo, con la madurez.

Una de tus artes poéticas dice: «No debo ser plural ni vender mi alma a un diablo de espejos». ¿Se está apostando por una literatura unívoca y monosémica?

Mi opinión no está por lo unívoco. Ya te he dicho que mi escritura supone un proceso de afirmaciones precarias, transitorias. El deseo de no pluralidad es válido en ese instante y en ese poema, pero no puede generalizarse. De otro lado, siempre he trabajado con voces y personajes, y ellos al final son dueños de sus vidas y de sus actos. Si en algo he insistido, libro a libro, es casualmente en esa especie de laberinto de espejos y ambigüedades.

En Las conversiones hay varias «canciones» que formalmente, estructuralmente, no corresponden al género. ¿Por qué esa denominación?

Básicamente por esa concepción órfica a la que me refería antes. Y tal vez ese sea el libro que la presenta con mayor claridad. La poesía como música, que tiene la capacidad de encantar, de hechizar las cosas. El título de «canciones», que después no he utilizado mucho, refuerza la concepción sobre la que empecé a levantar toda mi poesía.

Las conversiones, dentro de mi obra, es, pues, la ocupación de un territorio poético, de una opción por el lenguaje. La mayoría de sus poemas son reflexiones sobre lo que es la poesía. Y de allí provienen los instrumentos con los que después he seguido trabajando.

Pasando a lo formal, siempre he buscado, reitero, la diversidad, explorar varias posibilidades. En algunos casos, me interesa el poema breve, lacónico; en otros, trabajo con fragmentos. Poemas como «Tarde de castigos» o «Tratado izquierdo de las pasiones» —que está en El amor rudimentario— o «Campo de estacas» son básicamente fragmentos que se contraponen. En otros casos, opto por un desarrollo casi narrativo; hay poemas que son casi cuentos, casi relatos.

Una de las cosas que predomina en tu poesía son las imágenes que sacuden al lector. ¿Eres consciente de ese efecto?

Creo que uno de los requisitos de cualquier poema, al margen de la opción poética que uno tenga, es casualmente sacudir al lector. La poesía debe ser un discurso encantatorio, debe desarmar al lector y debe golpearlo. A mí me interesa el poema fuerte, el poema intenso. Y eso lo consigues a través de ciertas imágenes o a través de toda la fuerza que el poema va acumulando y que al final estalla y le da un golpe, un puñetazo al lector. También trato de insistir con imágenes similares. Cualquiera que me lea con atención va a encontrar las mismas imágenes, los mismos personajes, los mismos motivos que van reapareciendo, van transformándose, van enriqueciéndose.

Utilizas mucho la prosopopeya, la humanización de los objetos inanimados: muebles que saltan, que sufren, sábanas que vuelan, el brazo del faro que es como un chicote contra el mar… Supongo que esas imágenes surgen en el momento mismo en que estás escribiendo el poema, pero antes, ¿tú planteas el libro que vas a escribir?

No, no pienso el libro previamente, sino que llega un momento en el que el libro se independiza, madura y se convierte en lo que es. Lo que sí reconozco es que en los orígenes de cada unidad, de cada libro, tengo una idea o un ritmo muy general de lo que quiero. Y luego los mismos poemas que van brotando se encargan de ir otorgándole estructura, coherencia. La poesía, básicamente, busca otorgarle sentido al mundo y el poema, el libro, son el testimonio de esa búsqueda de sentido. Entonces, no me atrevería a decir —a pesar de que tal vez en algún momento pedantemente lo he dicho o lo he pensado— que tengo ya perfectamente clarificado qué voy a escribir o qué voy a decir más adelante. Yo escribo por épocas, por periodos.

¿S on per iodos que tú planificas o son periodos vitales?

Son periodos vitales. Aparecen. Eso no significa que después no vaya a trabajar, a corregir el libro; eso ya es otra cosa. Pero por lo menos los borradores de los poemas aparecen. Generalmente, dejo que los poemas reposen antes de regresar a ellos.

¿Los poemas, las notas o los bocetos?

En algunos casos son notas, en otros son bocetos, en otros son casi poemas. Ya después corto, reúno poemas, destruyo algunos. Corrijo bastante.

El amor rudimentario, por ejemplo (treinta y siete poemas), fue escrito en dos etapas. Unos en Lima, y el resto salió de un tirón en unos meses que estuve en España. Incluso varios de los poemas veladamente van corrigiendo las fechas, se presentan casi como un diario. Después trabajé y corregí los poemas y, bueno, ahí está el resultado. Pero no fue un libro que me propuse, sino que sencillamente apareció.

¿Qué sentido tiene para ti Lejos de todas partes, que es la reunión de tu poesía hasta la fecha?

Solo puedo decirte que llega un momento en que uno debe detenerse a recoger sus pasos. Lejos de todas partes es el fin de una etapa. No sé qué vendrá después… si insistiré en lo mismo, si cambiaré mucho o poco. Con los años (tengo 41) uno se vuelve cauto. Tengo guardados unos pocos borradores de textos en prosa… pero dejemos así las cosas. No hagamos vaticinios.


La voz oculta

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