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El catador de venenos *
ОглавлениеPor Jorge Eslava
CLD es uno de los poetas cardinales de hoy. La oscuridad y transparencia de su obra ha alcanzado con Una mesa en la espesura del bosque (Peisa, 2010) la clavija perfecta para reforzar la coherencia de una singular propuesta poética. Cada uno de sus libros anteriores significó la conquista de territorios y seres extraños, hasta instaurar, con su flamante libro, un imperio cautivante de horror y belleza. Aquí nos instalamos para conversar con él.
A pesar de que te conozco hace veinticinco años, no sé con quién conversaré esta noche…
Tú no sabes con quién conversarás y yo no sé con quién despertaré mañana. Tal vez esa sea una de las razones por las que escribo poesía, para reconocer y conjurar a todos esos personajes y presencias que me habitan.
Permíteme ponerlo así: eres un estuche que guarda misterios. ¿Qué es lo más precioso de este milagro, que lo llevas tan consciente?
Sin duda, la fatalidad de escribir. Empecé a escribir seriamente hace más de treinta y cinco años y sigo haciéndolo.
Tus lectores conocemos algunas de tus obsesiones. Por ejemplo, el afán por ofrecer un libro distinto que, sin embargo, se incruste en la edificación coherente de tu obra. ¿Qué significa Una mesa en la espesura del bosque como escrutinio y emplazamiento de lo escrito antes?
La construcción de una obra oscila entre la unidad y la divergencia. Uno debe tratar de que cada libro ofrezca una mirada y un tono distintos, pero fiel, al mismo tiempo, a un tronco y un impulso permanente. En mi caso, desde Las conversiones, cada libro ha ido revelando y encubriendo mi proceso vital. Cada uno corresponde a una etapa existencial y en sus páginas hay muchos signos y marcas que testimonian ese proceso.
Consideras que es tu libro más consistente…
Una mesa en la espesura del bosque es el libro que se escribe en un punto de plenitud cronológica que es, simultáneamente, el umbral a otro ciclo en la existencia. Lo escribí entre los 52 y los 57 años. En ese sentido, es detenerse en medio de la espesura del bosque para mirar atrás y reencontrarse con una serie de obsesiones, personajes, visiones, nieblas, sombras y miedos que me han acompañado siempre y han estado en todos mis textos.
Es verdad, pueden reconocerse ecos de Una casa en la sombra, Cielo forzado, Aquí descansa nadie… que reproducen el sentido hórrido de tu ficción. ¿Crees que es una especie de Saturno devorando a sus hijos?
La analogía es exacta. Cada nuevo libro mío devora y resucita motivos, símbolos y atmósferas de libros anteriores. En Una mesa… esta fuerza es más visible.
Ya en El hilo negro había un anticipo de lo que nos depararía el acento de tu prosa poética. Siempre había contado historias o, al menos, incitado visiones… Ahora es más notoria esta alucinada imaginería. ¿Cómo haces para convivir con ella y exorcizarla?
Sí, en mi poesía es cada vez más visible una vocación narrativa. Pero son relatos ambiguos en los que el narrador no está seguro de lo que está ocurriendo. Todo se ve a través de un cristal empañado. Coincido contigo en que tienen la atmósfera desconcertante de las alucinaciones.
Con algo de humor negro manifesté poseer la mano que escribe tus textos y te entregué un muñón (puede verse en YouTube)… ¿Podrías confesar cómo se conduce esa mano?
Esa mano se conduce sola. Tiene vida propia. Un texto en el libro habla de ella: «Unos guantes de cabritilla». Y esa mano tiene la capacidad de señalar lo desconocido.
Precisamente quería preguntarte por dos poemas: «Unos guantes de cabritilla» y «Pequeño animal de alivio». Para mí, alegorías de la creación poética y del objeto poético. Escribes, en el primer caso, «no es un hecho grandioso, es sencillamente un principio de equilibrio o de sustitución» y le otorgas cierto sino inevitable. ¿Sientes que es tu condena vital…?
Escribir no es una condena, es una fatalidad o un sino al que se mira de frente. Y un sino te excede, está en ti, pero está fuera de ti al mismo tiempo. Es lo que narra «Unos guantes de cabritilla». El personaje del poema recibe una mano que viene de otra persona y otro tiempo. Esa mano se ajusta perfectamente a su antebrazo y le permite representar lo desconocido. El poema sugiere que es la mano de Durero. Y Durero representó en una imagen un rinoceronte –también aparece en el poema– que nunca había visto. El poema desarrolla una fusión entre Durero y el que escribe, los dos son una sola persona con dos rostros. Más que una alegoría es una muestra del mecanismo que impulsa los poemas del libro. En ese sentido, sí puede leerse ese texto como un arte poética. «Pequeño animal de alivio» es un texto de cacería, pero el animal no está en el exterior, sino en uno mismo.
El pequeño animal de alivio que simboliza a la poesía debe, para fructificar, cumplir contigo «el tiempo de los remordimientos». ¿Cuánto tarda este decantamiento que funde a la persona civil y al poeta?
Uno de los sentidos que admite ese pequeño animal de alivio es el de ser también la poesía. Y la poesía se escribe desde una dimensión interior; es como una figura de agua congelada que se va formando con el tiempo en una gruta, o como un filtro o un veneno que va macerando. En ese sentido, demora toda una vida prepararse para unos poemas y al fin escribirlos.
Es evidente que parte de esa «preparación» son tus lecturas de temperatura fantástica. Además de Poe, Maupassant, Bierce… ¿quiénes integran tu santoral?
Mi santoral está formado por el Rimbaud de las Iluminaciones y Una temporada en el infierno, Pessoa y el Kafka de los textos breves y los diarios. Otro santoral latinoamericano reuniría a Cortázar y Rulfo. Un tercer santoral de consistencia visual tendría a El Bosco, Magritte, Ernst, Remedios Varo… Y podría seguir añadiendo santorales para honrar cada día de guardar.
Varios de tus poemas «descansan» sobre referencias culturales, como el rinoceronte de Durero y muchas otras... ¿De qué manera quedan registradas en tu subconsciente y son rescatadas luego para su desarrollo en el texto?
Me interesa la poesía que plantea intertextualidades y que vela y revela muchas referencias. Pero esa relación debe ser natural, surgir espontáneamente. Supongo que las cosas interesantes que uno lee y descubre se van almacenando en la memoria y luego surgen con vida propia, transformadas. Recuerdo, por ejemplo, que vi una imagen de ese rinoceronte hace muchos años, en los setenta, cuando estudiaba en la universidad. Treinta años después, ella reapareció para casi dictarme un poema.
¿Y qué tipo de películas buscas?
Veo todo tipo de películas. Pero te doy el nombre de un autor con el que siento cada vez más afinidades: David Lynch. Blue Velvet o Lost Highway son dos historias perfectas.
Considerando que desciendes de una familia convencional, de gustos refinados, dime si esa fascinación por lo oscuro viene de tu infancia…
En mi casa era obligatoria la lectura y desde niño tuve una fascinación especial por algunos cuentos de hadas. Recuerdo un enorme libro de Andersen con hermosas ilustraciones que escuchaba leer a los cuatro o cinco años. Hace unos cuatro años encontré la misma edición en una librería de viejo y ha sido un placer revisitar «Los zapatos rojos», por ejemplo. Es un cuento cruel y perverso. Supongo que en esos años se plantó la semilla.
Consiénteme unas preguntas agresivas. ¿Cuál es el límite de tu malditez? ¿Tienes pesadillas en la vigilia? ¿Consumes sustancias proscritas?
La «malditez» no es una máscara teatral o una impostura. Es un extrañamiento íntimo, el reconocimiento y la aceptación de una sombra que te acompaña. Ella tiene su espacio propio y no usurpa la vigilia o la cotidianidad. Ah, a estas alturas de mi vida, ya solo consumo café o té verde.
Tu designio (como en Eguren) es ir a lo desconocido. ¿Desde tus primeros borradores ya presientes el nuevo camino?
En mi caso, los primeros borradores de un nuevo ciclo de poemas no muestran un sendero con claridad. Sin embargo, poco a poco los poemas se van organizando y el libro va adquiriendo tono y consistencia.
¿Eres consciente de que, además de forjar un trayecto personal, tu paso va golpeando de reprimendas al lector?
No me interesa reprender al lector. Sí asombrarlo y desconcertarlo. Ofrecerle trampas, espejos deformantes, figuras inquietantes, enigmas.
Laberintos profundos y laminados en los que se reconozca… Hay algo como del «llamado de la sangre» en tus poemas.
Más que un llamado de la sangre, es un reclamo del «otro» que nos habita o de lo «otro».
No solo son los ambientes claustrofóbicos que despliegas, a pesar de situarnos en un bosque, sino que son las voces imperativas y los ritos, la presencia de santos y aparecidos los que parecen instituir una religión profana. ¿Qué especie de fervor poético es este?
Es tal vez un antifervor. El de alguien que venera y guarda algo que no conoce del todo. A veces lo presiente y los poemas solo señalan que eso otro desconocido está allí.
A pesar de lo receloso que eres con tu creación, he tenido algunas veces el privilegio de conocer el éxtasis que te provoca un verso (o una imagen) y que repites tercamente… ¿Qué hay antes y después de ese descubrimiento?
Creo que hay un movimiento pendular. Primero, el deslumbramiento. Luego, el convencimiento de que esa imagen es la única posible para el texto.
¿ El hilo negro opera como una hebra que une dos senderos del bosque?
Claro, une el freno y la transgresión, la sombra y la claridad, el miedo y el arrojo. Y podríamos seguir con muchos senderos más.
Es reconocible el color y el tono de tus palabras, ¿qué vocablos te parecen detestables o irreconciliables con tu poesía?
Todos los diminutivos.
Los encuentros y las despedidas son mucho más frecuentes que las permanencias, como si tus personajes atravesaran fugaz y desgarradamente la materia. ¿Buscas ese impacto sensorial?
Se escribe sobre lo que no se tiene o ya se perdió, sobre aquello que es fugaz, pero nos desgarró absolutamente.
Los quejidos, la disonancia de alambres, los goznes chirriantes provienen de un oído educado para el temblor. ¿Trabajas con música? ¿Cuáles son tus bandas o cantantes preferidos?
La música siempre está conmigo. Escucho de todo: jazz, música clásica, rock de los setenta principalmente. Escucho insaciablemente a Mozart, Bach o las sonatas de Beethoven. Escucho el rock de Led Zeppelin, Beatles, Stones, Neil Young y mucho progresivo, especialmente King Crimson. También tengo enemigos sonoros. Detesto la grandilocuencia de Wagner o casi todo el rock de los últimos años que he tratado de escuchar, con dos excepciones: Radiohead y Wilco.
Cualquier lectura que se haga de tu obra deja la impresión de que para ti el acto creador es autodestructivo.
Creo que sucede lo contrario. Mi poesía me ayuda a vivir mejor. Es, entre muchas cosas, una posibilidad para neutralizar ese extrañamiento y otredad que poseo.
«El molino», por ejemplo, puede ser un poema emblemático del tormento que significa escribir. ¿Cómo «padeces» tu escritura?
Un molino transforma. Muele los granos para volverlos harina. Lo mismo ocurre con mis textos. Me percaté de ello en mi segundo libro. Por eso lo titulé Las conversiones.
«Todo vicio es algo bueno», dice Brecht y recomienda: «Búsquense dos: ¡uno es demasiado!». ¿Cuáles son tus dos vicios más provechosos?
Soy una persona de naturaleza adictiva. Mi vicio positivo tiene que ver con un afán coleccionista que ahora está circunscrito a los libros. Mis vicios negativos son inconfesables.
De tu inquietante galería interior, ¿ cuál es el ser más entrañable y el que aún se mantiene esquivo?
Hay varios personajes. Uno es alguien nebuloso que se podría llamar el guardián del tiempo. Mi próximo libro, si puedo escribirlo, girará en torno al tiempo. Otro es Barba Azul. Me interesa porque encierra en una habitación un secreto inmenso y terrible.
Ahora vuelves a tu caja de reposo. Supersticioso como eres, ¿en cuánto tiempo estimas que se gestarán nuevas imágenes para el siguiente libro?
En la poesía no caben programaciones. De repente ella decide no regresar. Ahora, si me guío por las señales del pasado, mis libros han ido apareciendo con regularidad. Si hay suerte, en unos cinco años.