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Ojos que miran las tinieblas *

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Por Jorge Eslava

Pocas voces son tan reconocibles, originales y autorreferenciales como la que Carlos López Degregori ha ido urdiendo a lo largo de los años mediante un ejercicio poético consecuente y sostenido. Tras alcanzar su madurez en Cielo forzado (1998) y adquirir carta de residencia en nuestra tradición literaria con Lejos de todas partes (1994), el lenguaje personal de CLD se consolidó a través de Aquí descansa nadie (1998) y el reciente Retratos de un caído resplandor (2002). A propósito de la aparición de este nuevo poemario, Jorge Eslava, editor, escritor y amigo personal de CLD, aceptó jugar el rol de interlocutor inquisitivo del poeta. En estas páginas, el resultado de la aguda conversa.

Empecemos con ese incidente muy ingrato que sufriste hace dos o tres años. La mujer que trabajaba en tu casa echó al tacho una representativa colección de fotos que habías acopiado durante años y que formaban parte del proyecto que dio lugar a este último libro.

Ocurrió a finales de 1998 y, ciertamente, perdí más o menos unas veinte fotos. Sin embargo, en ese momento no tenía todavía claro el libro Retratos de un caído resplandor. Simplemente guardaba fotos así como colecciono un montón de cosas. Tenía una especie de proyecto muy a largo plazo que comprometía el uso de fotos, sabía que quería hacer unas historias con ellas, inventarles vidas, crearles personajes…

La procedencia de estas fotos es muy variada. Incluso sé que has estado haciendo pesquisas por La Cachina y rebuscando álbumes muy viejos.

Así es, ahora tengo unas treinta o cuarenta fotos que podría utilizar para trabajos futuros. Pero, fíjate, no es que haya escrito poemas a partir de las fotos, sino que básicamente se ha dado un diálogo, una confluencia de dos ríos. Las palabras en un momento piden imágenes porque en los poemas, en los retratos que escribo, aparecen instantes que de repente necesitan un cuerpo, una identidad.

Esta confluencia de imágenes y lenguaje responde a un proyecto mayor que ya tiene muchos años en tu trayectoria poética y que en algún momento verbalizabas como la presencia de anillos concéntricos que van creciendo, revelándose, corrigiendo y ampliando tu visión.

Creo que desde Cielo forzado o tal vez un poco antes, cuando terminé Una casa en la sombra, me di cuenta de que los libros que tenía formaban una unidad, porque cada uno de ellos –sin proponérmelo en ese instante– había surgido a partir del precedente, de otras imágenes, de poemas anteriores. Cuando concluí Cielo forzado, tomé conciencia de que mis libros no son simplemente ciclos que se cierran después de la última página, sino que pertenecen a un proceso mayor. En ese momento todavía no tenía título para ese proyecto global, lo adquirí después, Lejos de todas partes, pero ya sentía que mi escritura tenía un destino.

Ahora bien, esa toma de conciencia de la que hablas coincide, además, con el nacimiento de algunas preocupaciones que tienen que ver, precisamente, con lo gráfico. Es justo en Cielo forzado donde aparecen las primeras viñetas que ilustran algunas portadillas.

Viñetas todas de la sección «Danzas de la muerte».

Así es, pero también hay algo que precede a las viñetas: se trata de una fotografía muy oscura en la que se vislumbra un túnel y una caligrafía (otra de tus aficiones es caligrafiar algunas imágenes e incluso otros elementos gráficos que tienen que ver con la tipografía, con los borrones y tachones). En esas primeras viñetas ensombrecidas, además, empieza a asomar esa luz lunar, extraña, que parece ser uno de los símbolos de tu poesía y que adquiere contornos y volúmenes hasta llegar a esos retratos de mujeres desnudas del último libro.

Esos tachones de los que hablas, y que aparecieron en el primer poema —llamado «Arte de la peste»—, tienen que ver con el punto en el cual la palabra ya no puede decir, se acerca a lo inefable. Ahora, cuando termino el proyecto de Lejos de todas partes, y enfrentando a uno de sus poemas finales —un texto en prosa hasta entonces inédito titulado «A quien debemos temer» y que narra la pérdida de una persona querida para el yo poético—, sentí la necesidad de la imagen. Quería una que mostrara ese rostro de la persona perdida, una cabeza que, de pronto, un buen día emerge del mar. Un día, ojeando una revista de fotografías, encontré una imagen casi fantasmal que era precisamente la que el texto reclamaba: una presencia que salía del agua. En ese momento sí pensé que en alguna etapa posterior iba a trabajar imágenes y palabras de manera conjunta al estilo de Retratos de un caído resplandor.

Hay, en tu obra, una vacilación interesante entre el ser y el estar. Y ello es sintomático, solo considerando los títulos de tus libros, en los que se halla un modo de articular la lectura. Se puede nombrar Una casa en la sombra, Cielo forzado, Aquí descansa nadie, Retratos de un caído resplandor... Todo suena a estaciones borrosas y fugaces, donde la permanencia no está garantizada.

Bueno, en realidad, siempre me ha costado mucho trabajo titular mis libros. Paradójicamente, en este último caso apareció antes de escribir el poema final. Por lo general, tengo que dar muchísimas vueltas, probar varios títulos tentativos, ver distintas posibilidades. Pero esta vez sentí que mi libro reclamaba una luz, un fulgor sobre ese ambiente nocturno del texto, y de pronto ahí apareció ese brillo, ese resplandor.

¿Tu obra podría considerarse como una especie de elegía a la soledad del yo poético? En toda tu escritura hay un afán por poblar esa soledad con una serie de aparecidos, de figurantes fantasmales.

Pero ser nadie en este caso significa también ser todas las personas.

Pero ¿es realmente ser todas las personas o es desear ser todas las personas?

Es desear.

Y esa profundísima soledad, que significa carencia, implica la búsqueda de otras personas y del propio yo poético. Para mí es emblemático que aparezca Carlos Alberto como una figura a veces articulante, o incluso como el destinatario de algunas dedicatorias de tus poemas, como si se tratara de un personaje más de la ficción. Me parece curioso –y acaso es una infidencia– que a veces Roxanna, tu esposa, te llame CLD. Has logrado instaurar en tu propio espacio real una especie de escisión entre Carlos López Degregori y CLD, un personaje de esta galería de presencias fantasmales que habita tu universo.

Mira, Jorge, yo creo que escribir poesía es un acto contra la soledad, contra ese vacío que, siento, es parte de mi esencia. Yo percibo que la poesía, la palabra, el discurso es ese instrumento que me devuelve a mí mismo y que también me devuelve a la realidad. Creo, y concuerdo contigo, que en mi corazón hay un gran vacío, un gran desamparo, pero también creo que en este último libro eso está cambiando. Retratos… es un libro oscuro, torturado en algunos aspectos, pero por primera vez termina con un triunfo, una confianza en lo que vendrá después. Todos mis trabajos implicaron algo que se había perdido irremediablemente. Este poemario también habla de pérdidas, porque reconstruye una suerte de biografía afectiva de un personaje, Carlos Alberto, que va recuperando, a través de la memoria, ciertas mujeres, ciertas presencias que fueron importantes para él.

Y para ti también.

Se relacionan experiencias mías, ciertamente, pero están transformadas, manipuladas, ficcionalizadas de la misma manera que las fotografías que ahí aparecen. Pero si bien esas experiencias ya no existen, la sensación que queda al final, la comprobación a la que llega el yo poético, Carlos Alberto, es que esas presencias han valido la pena, han justificado su existencia, le han permitido ir desde la ceguera –porque el libro empieza con un niño ciego que tiene 8 años– hasta esos ojos abiertos de las páginas finales, que son la sabiduría y que están mirando hacia adelante, y también están mirando directamente al lector y al que escribe.

¿Y qué cosa es lo que te permite seguir escribiendo?

Probablemente, ese vacío que está enraizado en lo que soy y que exige que lo llene con palabras. En el fondo, creo, esa es la razón de toda escritura. Hay algo que realmente no puedes llenar, que no puedes explicar, que te impulsa, te impele, te lleva.

Para ti, además, escribir es angustiante…

Es una etapa sumamente obsesiva para mí. Generalmente escribo por ciclos que pueden durar uno, dos, tres meses, y en ese lapso borrajeo varios poemas simultáneamente: vienen uno detrás de otro. Es una etapa de ansiedad, desasosiego.

Ahora, ¿ qué ocurre con algunos textos que aparecen y no se mueven dentro de la atmósfera que tú buscas, que no pertenecen al ámbito semántico de tus vocablos? ¿Descartas esos poemas? ¿Los guardas?

Son poemas que mueren a medio camino.

Hay algo que me interesa respecto de ese singular universo —casi gótico, de extrañamiento, de ocultamiento— que has procreado. ¿No temes que aún tenga mucho de subterráneo, que ese misterio que lo impregna oculte algunos significados?

Ese es el riesgo de cualquier persona que escribe, cualquier persona que ha llegado al punto de encontrar una voz, un estilo o un universo, una manera de vivir y sentir el lenguaje.

Pero en tu caso se trata casi de un movimiento en espiral. Eres un poeta que se retroalimenta a sí mismo, se autofagocita. El riesgo es mayor que para el creador que picotea aquí y allá buscando temas, lenguajes diversos que lo conduzcan a formar universos varios.

Soy consciente de ello. Sin embargo, mis dos últimos libros, Aquí descansa nadie y Retratos de un caído resplandor, son proyectos que en sí mismos significan un matiz o un camino diferente. Hay un estilo, ciertamente, un lenguaje reconocible, pero creo que son muy diferentes de sus antecesores. Ahora bien, no se puede predecir qué va a ocurrir con la propia escritura. Siento que si encuentro alguna vez que mis palabras se repiten, dan vueltas en vano, consideraría razonable la posibilidad de abandonar la escritura por un tiempo.

Pero no eres un poeta que ha escrito con prisa. Hay una media de tres o cuatro años entre cada uno de tus libros. A mí me interesa una paradoja que tiene que ver con tu gusto por las situaciones límite y las enumeraciones de los objetos –que es una manera para envolver al lector–, y al mismo tiempo con la resistencia que ejerces para que tu obra no se entienda fácilmente. Tu poesía es por momentos arisca, hosca, agresiva. Podemos imaginarnos poemas llenos de púas, clavos y cicatrices. Hay que tocarlos con cierto recelo y cuidado. ¿Qué te interesa como creador? ¿Acaso obstaculizar la lectura del poema, porque este es en sí mismo difícil y revelador?

Mira, antes era más visible ese deseo de empañar el poema, de hacer difícil el camino de significación, de ocultar ciertas claves, pero creo también que en los últimos poemas de Lejos de todas partes y en mis dos últimos libros hay una apuesta por la búsqueda de un diálogo abierto.

También me interesa de qué modo toda esta aspereza o este mundo oscuro y a veces fetichista de tus poemas ha calado en tu propia vida diaria. Pienso en tus colecciones; en tu calavera Victoria, que preside tu biblioteca; en tus pomos llenos de uñas.

Bueno, ya no tengo uñas, las botamos; llegaron a empañarse, a malograrse y era el momento de desecharlas.

Eres, además, un coleccionista de huesos.

Sí, y quizá tenga que ver con ese gusto por la enumeración que tú señalaste. Se trata, al fin y al cabo, de reunir objetos de la misma especie, de las mismas características. Mira, yo casi siento que en mi poesía y en mi vida hay dos niveles, dos espacios que son diferentes. En mi caso, escribir es vivir otra vida: tengo una vida cotidiana, trivial, diurna, común y corriente, y otra vida poética.

¿Y cómo has logrado co nciliar esa esqu izofrenia?

Ella sola ha buscado su lugar, su equilibrio, y aparece intermitentemente. Por ejemplo, en las colecciones. A veces ese yo, oculto, ese otro Carlos Alberto, que está viviendo dentro del profesor que soy normalmente, es quien aparece a través de esos objetos, los trae. Yo he aprendido a convivir con esa persona.

¿Y esa persona es —y lo pregunto con atrevimiento— la que guarda esa postura confrontacional o reflexiva frente a las creencias cristianas que aparecen en tu obra?

Hay, sin duda, una búsqueda de algo trascendente en mi escritura. Yo casi me considero un poco agnóstico y, últimamente, pienso mucho en la figura de Orfeo. Él no es solo el que canta y hechiza a todos los elementos de la realidad, sino que también es él quien desciende al infierno para recuperar a Eurídice, para extraer la luz de las tinieblas. Entonces, yo sí creo que mi escritura es el descender a ese infierno que es uno mismo. Y tratar de salir de él limpio, renovado; acompañado, acaso, de los pocos lectores que hayan querido embarcarse en esta aventura.



La voz oculta

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