Читать книгу Los Hijos de Mil Budas - Jorge García Tanus - Страница 17
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ОглавлениеHamilton comenzó a invocar la Ley Mística en el verano de 1991 y en medio del final de la absurda guerra del golfo Pérsico, que para hacerla aún más absurda y ridícula era transmitida por TV en horario central como si se tratara de un partido de fútbol.
Una guerra iniciada por un padre para que –tiempo después su hijo con el mismo nombre– fuera a buscar las armas de destrucción masiva que nunca aparecieron.
El joven estudiante recién ingresado a la carrera de abogacía, a la que no podía asistir debido a la gran cantidad de horas que le deparaba su trabajo en la clínica, comenzaba a leer con asiduidad materiales que le obsequiaba su compañera de trabajo.
Casi todo el material era de autoría de Takeru Yamamoto o del “Departamento de Estudio” de la Sede Central de la Bukkyo Kai en el Japón, que traducidos al inglés y al español, ingresaban con prontitud al ámbito de los miembros de la organización, para que accedan a las guías actualizadas del maestro, a cuyo elenco de lectores se sumaba Hamilton, quien fotocopiaba los Newsletters en la fotocopiadora de la clínica, que estaba bajo su responsabilidad en cuanto al mantenimiento, el que realizaba antes de su horario de trabajo y de puro obsesivo nomás.
Lo que brotó de su ser interno al invocar por primera vez la Gran Ley a las orillas del Río de la Plata fue una fuerte sensación de bienestar y paz interior, a pesar de que su realidad cotidiana actual y su historia de vida familiar –sobre todo desde la muerte de su abuela– no le había permitido gozar de nada de eso.
Al repetir una y otra vez Ley Mística, el fluir de la corriente del río le significaba –como si fuera una representación o el transcurrir de una película– que nada en la vida es estático.
Sintió por primera vez una real conciencia de sus propios signos vitales, principalmente de su respiración que, al igual que el fluir del río, tampoco era estática aunque ambas eran proverbiales.
Tal vez algo así como aquello que los cristianos identifican como un fenómeno plagado de lo que denominan “milagro”.
Sin embargo, fue por primera vez consciente que ese río dejaría algún día de fluir y ese corazón –no después y sí probablemente mucho antes– se detendría.
Dentro de la dificultad de describir esos sucesos adjudicándoles palabras, sentía una enorme gratitud y satisfacción por lo denominado “vida” y pretendía que esta sea algo por lo cual no haya que arrepentirse cuando esa respiración se detenga, ya que esa corriente del río que se mostraba ante él seguiría fluyendo hasta convertirse en océano. Esos principios acerca de la eternidad de la vida y del Universo expresados por el budismo de Nanjo, le daban tal vez esa sensación de bienestar, debido a que cada instante vital representaba un nuevo comienzo.
Por supuesto que su compañera de trabajo le decía que esas experiencias eran maravillosas, pero que lo más importante para nutrir la fe, era proponerse objetivos de vida en el plano concreto o cotidiano.
Ahí fue cuando se sintió atormentado, sencillamente porque no sabía por cual aspecto de su vida comenzar.
Con mucha paciencia, su compañera lo alentó a que no tenía por qué tener una lista de asuntos y que naturalmente elija entre lo que más le preocupaba. Así que optó primero por desarrollar su paciencia.
Una de las cosas que más lo hacía sufrir era tener que mudarse seguido debido a la inestabilidad comercial y los problemas judiciales de su padre, ya que a la vez estaba separado de la madre de Hamilton.
Al poco tiempo de practicar su padre le pidió a su madre regresar, ya que no se sentía bien de salud.
Si bien la salud del padre era una nueva preocupación, ese suceso generó que vivan unos catorce años en un mismo departamento alquilado por el propio Hamilton con apenas veintidós años y comenzó a notar que su padre ya no estaba tan preocupado por la trama judicial que lo perseguía, debido a que debía prestar plena más atención a su salud.
Ya por 1992, Hamilton deseaba recibir su propio Mandala, pero se había dado otra circunstancia: había perdido contacto con su compañera de trabajo, debido a que ambos habían dejado de trabajar en la clínica.
El obstáculo que su amiga Magdalena había notado para que eso se concrete era que Hamilton no quería participar de ninguna reunión y menos si las mismas eran numerosas, lo que le contradecía cuando contaba que había ido a ver a Argentinos Juniors el pasado domingo. Esos argumentos Hamilton los retrucaba en que “el bicho” no tenía tanto público que digamos y además cuando había mucha gente él se las rebuscaba para ver el partido desde un lugar apartado.
No obstante y ya pasado un tiempo, una noche conoció a una chica muy joven, se quedaron hablando toda la noche, en un bar donde principalmente se bailaba salsa y otra especie de ritmos caribeños, que para Hamilton eran un suplicio, ya que el baile no era su fuerte.
Creía que era una especie de automerecimiento salir un poco luego de una semana de tanto trabajo y donde también comenzaba a cursar con más dedicación la carrera de abogacía.
Fue en esos tiempos que asistió al dictado de una materia muy importante de la carrera y la profesora había practicado el budismo dentro de la Bukkyo, pero había desistido de continuar porque no compartía una supuesta disputa que describía entre los dos grupos, y que a ella le parecía una absurda lucha de egos.
Hamilton consideraba a la profesora como una excelente docente y jurista y le inspiró mucho a continuar con su carrera, pero no llegaba a comprender ni la disputa en sí a la que se refería su profesora, ni por qué eso era motivo para abandonar una práctica tan positiva para la vida de la personas. En definitiva, no tenía mucha idea a qué disputa la profesora se refería.
Por nada del mundo iba a abandonar algo que por primera vez le daba cierto sentido a su vida, que por primera vez le brindaba la seguridad y protección de un sentido de pertenencia y que por primera vez le permitía mantener vínculos con numerosas personas, algo así como una mega familia.
Había mucho en juego en su propia existencia como para detenerse ahora entre una disputa entre dos grupos tan lejanos.
Casi sin darse cuenta, con los años terminó envuelto en medio de tal disputa, y rememoraba una y otra vez aquello que su profesora le había expresado a modo de advertencia aquel diligente alumno llamado Hamilton, que había conocido a la Bukkyo.
Por ese entonces, la obra de Takeru Yamamoto a la que él accedía cubría sus expectativas de vida y así fue como comenzó de modo natural a compartir la filosofía con los demás: amigos, compañeros de la facultad, familiares y allegados ya sabían que Hamilton practicaba el budismo y por eso sentía una especie de autorrealización.
Además, con el tiempo comenzó a notar que su fuerza vital se había incrementado. En su juventud antes de eso era preocupante que llegara tanto del colegio secundario como luego de sus primeros trabajos para recluirse en su habitación, para leer, escuchar música y dormir hasta la cena. Pasó de ser un joven sin expectativas ni incentivos a no parar de sumar proyectos.
De hecho, luego de vacilar entre la carrera a seguir, volvió a cursar materias de la carrera de abogacía, a la que había ingresado luego del curso básico y aprobar unas pocas materias, para concluirla desde 1993 hasta 1998 con un promedio y rendimiento más que aceptable como estudiante y siempre de menor a mayor.
Recibió un par de bochazos por exceso de confianza una vez y por querer dar en un examen libre (sin cursar la materia) para poder “sacársela de encima”, obstinado en un par de ocasiones e intentos.
Pero cursando sus notas eran en un principio aceptables y luego –al avanzar en su profesión y descubrir su pasión– eran más que buenas, llevándose la mejor nota (diez puntos) en cuatro ocasiones, luego de otros tantos nueves y ochos que pudieron ser otros dieces si hubiera tenido algo más de tiempo para leer. Ya que estaba convencido que en una carrera como la de Derecho eso lo más importante, si no lo único.
Aprendió eso de su buena profesora budista ex miembro de la Bukkyo, que decía en varias de sus clases:
—Para ser un gran abogado lo más importante es tener un gran manejo de las reglas de la lógica que nos brinda el “sentido común”... y si se domina el “sentido común” saber de derecho es mucho mejor, pero la lógica del sentido común es indispensable.
Hamilton se aburría con mucha facilidad, pero gracias a la práctica del budismo y la lectura de las guías del presidente Yamamoto comprendió que el aburrimiento se manifestaba cuando perdía el propósito de lo que estaba haciendo y no hay nada más aburrido que perder el propósito.
Así fue como comprendió que la fuerza del propósito y la pasión estaban absolutamente ligadas.
—No existen personas que tengan un propósito claro en la vida y carezcan de pasión por lo que hacen, precisamente en función de ese propósito. Ya que la pasión alimentaba al propósito y a la vez este nutriría a la pasión al emprenderlo.
Le gustaba repetirse eso a sí mismo y se lo comentaba con frecuencia a sus compañeros. Algunos lo miraban como un ser muy extraño, especialmente en el ámbito de la Facultad de Derecho, en donde muchos jóvenes estudiaban por mandato social o por tradición familiar. Hamilton no tenía nada que ver con esos orígenes.
La abogacía le apasionaba, principalmente porque era muy analítico y eso lo llevaba a estudiar la manera de resolver los conflictos de las personas y su propósito era ser el mejor abogado en ese aspecto.
Por eso también comenzó a gustarle mucho leer acerca de psicología y otras derivaciones como la astrología, cuestión que mantenía oculta, sobre todo en el ámbito de la Bukkyo y mucho más en el ámbito de la Facultad, ya que sería visto como un místico que se olvidó la túnica en la casa.
Algunos de sus compañeros de facultad elogiaban la contracción de Hamilton a resolver algunos planteos de difícil resolución de los profesores y no paraba hasta encontrar la solución.
Una de ellas era una rubia que simbolizaba como nadie las bondades de la década de los noventa de rostros soleados permanentes y ropa cara, sin saber que eso llamado destino la convertiría en su socia unos diez años más tarde.
Hamilton se aburría y perdía totalmente el interés con la misma facilidad con la que podía brillar. Y esa actitud lo retrasaba en sus estudios, después de expresar con un aviso de bostezo contenido si la clase no tenía el mínimo embate de atracción y adrenalina, para luego terminar en el hastío y dejar la materia en ascuas.
Describe esa característica un ejercicio que cierta vez propuso un profesor para destacar las virtudes del trabajo en equipo y que –de modo providencial para no incurrir en una tendencia que lo lleve al abandono de la cerrera– le hizo afrontar las materias desde otra perspectiva… sumado a que su práctica budista del mantra lo llevaría a buen puerto.
El catedrático colocó una serie de letras en el pizarrón y los alumnos debían –utilizando la misma cantidad de letras existentes– formar la mayor cantidad de palabras posibles, sin importar la cantidad de letras utilizadas, pero siempre sin exceder la cantidad y su denominación.
Es decir que si las letras eran la “I” y la “N” entre no muchas tantas posibles una palabra sería “NI”, aunque se excluyan otras letras como la “A”, la “O” u otra “N”. Debían ser en español, por cuanto IN quedaba invalidada como palabra formada.
Las letras eran: E–O–I–A–N–N–G–R–T y el tiempo era de tres minutos contados por reloj.
Al concluir el profesor preguntó quién había formado unas diez palabras y para sorpresa de Hamilton varios levantaron la mano tanto a diez, como a nueve, a ocho y a siete. Unos pocos a cinco, cuatro, tres y dos.
Hamilton estaba ya con la frente transpirada, porque no podía creer que sus compañeros hayan podido formar tantas palabras tan poco tiempo, cuando él apenas pudo formar solamente una.
En verdad pudo formar dos, pero no le gustaba enunciarlas juntas y se quedó con una de ellas.
Al consultar el profesor quien formó una sola palabra, Hamilton fue el único en levantar la mano y expresó.
—A R G E N T I N O.
En verdad la otra era IGNORANTE, pero no estaba de acuerdo en mencionarlas a las dos juntas y lo expresó a viva voz.
El profesor le recalcó al grupo que la consigna no tenía nada que ver con el ejercicio con respecto a lo que había expresado Hamilton entre la identidad del significado de las palabras, y mucho menos la identidad de ese significado entre sí, sino a la cantidad de palabras que en determinado tiempo todos podrían formar.
Destacó que había personas muy productivas y eficientes que habían formado muchísimas palabras. Había otras muy equilibradas que habían formado menos palabras, pero ya no buscando las fáciles como “NI”, “NO”, “TE” y con algo más de significancia como “ERA”; “ANTE”; “RIO”… y por último los que iban al límite de la consigna buscando combinar la mayor cantidad de letras, aun a riesgo de no llegar con el tiempo e involucrar a todas y cada una de ellas, buscando hasta una palabra con un sentido profundo de la expresión como ser: “ARGENTINO” destacando que en el equipo de trabajo puede ser aquel que encuentre la inspiración dada por la creatividad y las ansias de buscar un sentido a la tarea por desarrollar.
El experimento social quería destacar que trabajando en equipo los alumnos habían descubierto muchísimas palabras más que trabajando individualmente en el mismo lapso temporal.
Y atrás de cada uno de ellos había una característica indispensable para el conjunto.
Además, cada integrante del grupo posee diversas características y puntos a pulir, ya que se puede verificar que los expeditivos que formaron muchas palabras deben buscar algo más de profundidad y no cumplir simplemente con la consigna para solo ganar.
En cambio otros, cuyo extremo representaba Hamilton, podían tener la creatividad y osadía de combinar todas las letras, aun formando una sola palabra, pero tal vez como contrapartida debían acatar mejor la consigna y necesitaban no perder el tiempo en detalles y en buscar cierto grado de eficiencia y competitividad.
A Hamilton no le había interesado para nada la consigna y menos ganar un juego de esas características y la experiencia le sirvió de lección para todo el resto de su carrera e incluso ya en el ejercicio de su profesión. Es que ese profesor le remarcó que, si bien era una virtud la constante búsqueda de la perfección y de la excelencia, arriesgar tantas letras en tan poco tiempo para formar una palabra con consistencia y significado también implicaba un gran riesgo al no atender las palabras que nos hacen más expeditivos y cumplir con la consigna, que era la de formar la mayor cantidad posible y no las de mayor significado.
Es decir que a veces hay que ser más práctico y a veces más creativo y la clave pasaba por no aferrarse a un solo estilo y saber cuándo aplicar una u otra característica.
Mientras volvía en el tren, Hamilton había hecho un descubrimiento al que le faltaba gritar “eureka”. Tan vital era para el autoconocerse y aun sabiendo que la consigna no le había interesado lo más mínimo, se sentía capaz de formar palabras significativas y hacer una carrera significativa, transitando la materias que eran un embole como si fueran “NI”, “TAN” y “RÍO” de caudal y “RIO”... del verbo reír, aunque no había dicho nada el profesor sobre los acentos y lo que no está expresamente prohibido entonces está permitido, una de las primeras máximas que descubre el estudiante de abogacía.
Contemporáneamente y ya como integrante de la División de Jóvenes de la Bukkyo Kai de Argentina, el conflicto entre el clero y la organización a la que pertenecía lo tomó sin brindarle demasiada atención.
Nada de eso lo afectaba en su cotidiano.
Sin embargo, al poco tiempo estaba estudiando el tema con total profundidad y comenzaría a ocupar una parte importante de su vida como miembro de la Bukkyo, estudiante de abogacía y luego como profesional durante varios años.