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El primer beso de mi vida

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El sol gaúcho es fuerte y más todavía un domingo a la tarde. La señora era muy amable y nos entendíamos bastante en mi pobre portugués y su precario español. Creo que debe haberse conmovido imaginando a un hijo suyo en esa situación. La camioneta era una Chevrolet de un modelo que no había en la Argentina, pero no era nada del otro mundo.

Me dejaron en Alegrete, no demasiado lejos de Porto Alegre, y al anochecer ya estaba yo en la inmensa rodoviaria, esperando que en cualquier momento llegara Daniel. Finalmente, cansado de esperar, decidí buscar el “Albergue de estudantes” para pasar la noche. El ambiente del albergue en Porto Alegre era distinto, había estudiantes en serio, pero estudiantes brasileños, que eran diferentes a los argentinos. No tenían pinta de intelectuales, sino de pequeños burgueses tropicales, americanizados, tipo californiano. Me sentía extraño en aquel ambiente, pero no tuve que hacer ningún esfuerzo para integrarme, porque me sacaron cagando, diplomáticamente me dijeron “nao tem logo pra vocé” y tuve que buscarme una pensión para pasar la noche. Una pensión barata, muy barata, y muy brasileña; llena de gente de paso, obreros, empleados, vendedores y buscavidas que comían feijoeada y tomaban guaraná, pero con un cierto aire oriental. Con ese aire denso y húmedo, casi oleaginoso, que uno alcanza a respirar en las fotos y en las películas: ambientadas en Hong Kong, en Bangok o en Saigón, esas que muestran grandes salas oscuras y pequeños patios interiores con un sol enclaustrado en medio de una pajarera humana. Allí instalé mi centro de operaciones para la conquista de todas las mujeres riograndenses, que acudirían en masa a entregárseme, ofreciéndome sus vulvas pulposas y sus tetas descomunales para hacerme conocer todas las posiciones del Kamasutra y una cantidad de fantasías sexuales que harían enrojecer de envidia al más libidinoso de los sultanes. En lugar de eso cuando salí a caminar me encontré con calles desiertas y nauseabundas; rezumantes de un olor a podrido que mezclaba letalmente los efluvios de la fruta pasada con el gasoil mal quemado de los colectivos ruidosos y las aguas servidas de algún edificio de mala muerte. Al caer las sombras, los transeúntes huían desesperadamente hacia los suburbios en millares de autobuses semifundidos, que se alejaban dejando una estela de vapor mortífero. Como cadáveres de una batalla recién concluida, en las veredas yacían los restos del combate cotidiano por la subsistencia: montañas de bananas despanzurradas, abacaxís reventados y tomates agonizantes. En el medio de la calle, aplastada por un colectivo, lentamente se desangraba una naranja... Protegido solamente por mi inconsciencia entré a dar vueltas por una zona donde no sólo no había el menor rastro de algo que se pareciese a una mujer, sino que debo considerarme dichoso de que no me hayan roto el culo a mí, o de que, por lo menos, no me hayan cosido a cuchilladas. El centro de Porto Alegre a esa hora tenía un aspecto muy parecido a los alrededores de Plaza Constitución a la madrugada, al Nuevo Circo de Caracas, a ciertos barrios de Río de Janeiro o a cualquier otro lugar donde la vida suele valer muy poco.

Extravagante turista de la miseria, solitario caminador de la noche, sátiro virgen de la gran orgía, había perdido ya toda esperanza cuando la vi. Mulata íngrima en la noche gaúcha, apareció caminando apurada hacia ningún lado. No era el ideal de mujer que yo había soñado, ni siquiera el tipo de las que más me gustaban, pero era una mujer y a esa altura ya era suficiente. Me acerqué para hablarle, entonces me di cuenta que tenía una boca hermosa y una piel casi perfecta; el óvalo de la cara resaltaba por la tirantez de un rodete que le sujetaba el pelo negrísimo. Era más bien baja, pero tenía las ancas muy altas y unos pechos frondosos que trepidaban debajo de una camisa de jean muy ajustada. Ella no estaba en mis planes y yo no estaba en los de ella. No era normal que un hombre le hablase a una mujer como le estaba hablando yo, a esa hora y en ese lugar. Acostumbrada, como todas las brasileñas apetecibles, a coleccionar piropos al paso y proposiciones deshonestas sin protocolo, mi abordaje la sorprendió. Era bastante mayor que yo, estaba más cerca de los treinta que de los veinte y tenía que llegar pronto a la casa de una tía en un barrio remoto. Yo quería que no se fuera nunca, pero apenas si conseguí demorarla lo suficiente como para que me dijera su nombre, me contara su vida, me dejara rodearle la cintura y me despidiera con los primeros besos de amor que conocí en mi vida. Nunca más volví a verla, ella encontró el colectivo y se fue quién sabe a dónde y yo me volví a la pensión, con la sublime y frustrante sensación de haber estado a las puertas del paraíso y no haber podido entrar.

Por algo habrá sido

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