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La noche de mi definición

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Esa noche creo que me definí. Se dieron dos cosas que me sacudieron y me arrastraron con la marejada que venía empujando la historia al son de la Marchita. Era una fecha importante, no recuerdo exactamente que acontecimiento se conmemoraba, es muy posible que hayan sido los seis meses de la masacre de Trelew, por eso estaban previstos dos actos: uno del peronismo en Plaza Italia y otro de la izquierda en el centro. Fuimos a los dos, y cuando digo fuimos los estoy incluyendo al Lacio y a Ricardo Poce, los tres andábamos en la misma disyuntiva política. Es curioso, pero a pesar de que estaba en su apogeo, el acto del peronismo se hizo en el galpón donde había funcionado la empresa de ómnibus Expreso Buenos Aires, un lugar donde apenas cabían, a todo trapo, quinientas personas. Pero el fervor era millonario, esa era la gran diferencia con la izquierda universitaria: los actos de la izquierda eran actos de protesta, los del peronismo eran actos de esperanza. En el local cerrado atronaban las consignas cantadas con alegría: “El tío presidente/libertá a los combatientes”, “Perón, Evita, la patria socialista”, era difícil no hacerse peronista estando allí adentro. “Es tanta la esperanza que tienen puesta en Perón, que con eso les alcanza; aunque no hagan la revolución con la esperanza sola les alcanza”, me decía el Lacio cuando salimos.

El acto de la izquierda, no sólo fue más frío, sino también caótico. Según el Baby fue en ATE (Asociación Trabajadores del Estado), en el viejo local de calle 57, y la oradora principal fue Perla Diez. Allí todo se desarrolló con normalidad, el desbande vino después. Habíamos caminado un par de kilómetros dando vueltas por las calles del centro, al frente de la columna iba un tipo con una botella oscura en la mano: “¿Ese que hace, está loco, tomando cerveza acá?”, pensé yo; nunca había visto una molotov y recién me di cuenta de lo que era cuando vi que tenía algo así como una mecha. Pero no hubo represión. No hizo falta. Cuando la marcha estaba llegando al final del recorrido se dio una pelea entre militantes de distintas agrupaciones y el acto casi se termina disolviendo. Todos hablaban de tomar el poder, pero ni siquiera podían ponerse de acuerdo para tomar la calle.

Esa noche las desviaciones y los vicios de la izquierda aparecieron potenciados hasta lo grotesco. El FAUDI (Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda), el órgano estudiantil del Partido Comunista Revolucionario, se había negado a hacer un acto en conjunto con los otros sectores. Tenían mucha convocatoria a nivel estudiantil, sobre todo entre las mujeres, ¡y qué mujeres!. Nadie sabía como hacían, pero las militantes que tenían estaban todas buenas, tanto que más de uno decidió su militancia por ellas. Ese fue el caso del flaco Martín, quien con el Lobo, su amigo inseparable, habían llegado a la conclusión de que tenían que definirse y empezar a militar, no podían seguir así, eternamente como independientes. Ahí fue cuando aplicaron el rigor de análisis del materialismo dialéctico:

- ¿Y dónde nos metemos?, se preguntaron.

- Y, vamos a meternos donde haya más minas. Así aparecieron un día adhiriendo a la revolución cultural china y recitando de memoria las citas del Libro Rojo de Mao Tse Tung, convencidos por el irrebatible argumento de un montón de culos y tetas bien formados. Pero no duraron mucho, apenas lo suficiente como para levantarse alguna que otra militante y para darse cuenta de que una cosa es hacer un concurso de belleza y otra cosa hacer la revolución.

Ricardo Poce había ido para chusmear, para ver que pasaba en el acto del FAUDI, y la descripción que me hizo fue desopilante, porque graficaba toda la ambición de poder personal de sus dirigentes estudiantiles, canalizada a través de un aparatismo pomposo y sectario. Los “capangas”, como les decía Ricardo, se paseaban entre su mujererío antimperialista como el gallo por su gallinero.

Cuando terminaron todos los actos nos volvimos con el Lacio caminando hasta su casa, en una de esas caminatas que no pueden medirse por cuadras sino por años y hasta por siglos. Evisceramos con el bisturí del marxismo y con cuanto instrumento de análisis político pudiera haber los catorce años de revolución cubana, los veinticuatro años de revolución china, los cincuenta y seis años de revolución rusa, los ciento y pico de años del marxismo, los doscientos años de la revolución francesa y los cinco mil años de historia de la humanidad, todo para encontrar una buena razón para decidirnos; para tomar la decisión existencial más importante de nuestras vidas. El Lacio iba en bicicleta, pedaleando medrosamente con sus piernas largas y escuálidas por la calle desierta, los rieles del tranvía, que nunca más volvería a pasar, brillaban bajo el alumbrado público, nuestras voces retumbaban en los adoquines de la medianoche. Entonces fue que lanzó la sentencia más aguda y precisa que jamás le oí, producto de su descomunal capacidad de análisis intelectual y de sus profundos conocimientos de marxismo-leninismo: “Yo no sé si los peronistas van a hacer mucho, pero de lo que sí estoy seguro es de que estos zurdos no van a hacer nunca una mierda” dijo y largó una carcajada. Entonces sentí que esa frase era la conclusión final de más de cuatro años de interminables discusiones políticas y filosóficas. Cuando llegamos a la casa del Lacio lo despedí con la tranquilidad de sentir que por fin el intrincado entramado de la teoría política se había despejado. Si quería hacer algo en serio, ya sabía donde no podría hacerlo. Con su preclara sentencia, el Lacio me había resuelto el problema de la definición por el peronismo, pero todavía me faltaba resolver el de la violencia y la respuesta la tuve esa misma noche, cinco cuadras más adelante.

Apareció como la imagen de una pesadilla, por pura casualidad, porque podría haber elegido volverme por la misma 47, por 48, por 49 o por cualquier otra, pero elegí la cincuenta y al pasar por la esquina de calle dos sentí los gritos. Entonces recordé lo que estaba pasando: la policía de la provincia de Buenos Aires se había insubordinado hacía un par de días. Dirigidos por un misterioso Movimiento Policial (MOPOL), cuyos integrantes nadie conocía, los policías provinciales se habían rebelando ante el agonizante gobierno militar, tomando la jefatura en demanda de mejoras salariales y otras reivindicaciones. Temeroso de que la protesta cundiera y se unificara al resto de los innumerables conflictos sociales del momento, el gobierno decidió movilizar al regimiento mecanizado de Magdalena para reprimir la desobediencia. Esa misma tarde los tanques habían entrado en la ciudad y se habían apostado frente a la jefatura, rodeada por tropas de infantería. Preocupado en los actos políticos, yo me había olvidado de eso, pero las voces de los manifestantes me refrescaron repentinamente la memoria. No eran muchos, pero gritaban incesantemente, desesperadamente, frente a un cordón de conscriptos armados con fusiles que cerraban la calle con cara de enajenados, de posesos. El alumbrado público estaba encendido, las luces de las casas también, pero eso no le quitaba dramatismo a la escena. La imagen era dantesca, tenía el aspecto surrealista de las pesadillas, era un ejército en pie de guerra desplegado en plena ciudad, en medio de una noche cálida de luna clara, con soldados excitados que parecían ansiosos; por entrar en acción, o por huir, nadie más que ellos podía saberlo.

Yo me sumé a los manifestantes que gritaban, me paré arriba del capot de un auto para ver mejor; a esa altura ya hacía horas que los militares, dirigidos por el general Tomás Sánchez de Bustamante, comandante del Primer Cuerpo de Ejército, venían intimando a la rendición. Todo el mundo pensaba que a la larga las cosas se resolverían a través de la negociación, que el despliegue represivo del ejército era sólo una bravuconada, parecía imposible un enfrentamiento con la policía. Pero los policías no cedían, estaban atrincherados en el enorme edificio que ocupa toda la manzana y los militares demostraron que no habían venido a pasear. En plena madrugada un tanque empezó a subir las escalinatas y derribó la enorme puerta de entrada, en medio de un tiroteo infernal. Los manifestantes nos dispersamos sin orden, salimos espantados por la lluvia de balas que estremecía los cimientos del edificio. Nunca se supo, y tal vez nunca se sabrá, la cantidad de muertos y heridos que hubo esa noche. Quedará como una más de las matanzas impunes de la Argentina, pero la sensación de indignación, de odio y de impotencia de esa imagen hizo más que toda la teoría marxista durante años. Entonces comprendí que la violencia no es que fuera necesaria, sino inevitable. Y acepté que si quería hacer algo por la revolución y por mi patria, no tenía más remedio que asumirla.

Por algo habrá sido

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