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Por el patio en calzoncillos

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Decidido a darle combate a la adversidad, no hice caso a los consejos de quienes me recomendaban volver. Con documentos o sin documentos no estaba dispuesto a irme del Brasil sin haberme acostado al menos una vez con una mujer y haber hecho algunas cosas más. Esas cosas más incluían el intentar una aventura futbolística en la tierra de Pelé, Garrincha y Rivelino. Por eso al otro día averigüé dónde quedaba la cancha del Gremio y me fui hasta allí para ver si conseguía que me probaran. En la entrada había como una especie de garita atendida por una chica muy correcta y muy simpática que me tiró de un plumazo todas mis expectativas al piso. En un portugués muy dulce me dijo:

- No podemos probarlo, ya tenemos cubierto el cupo de los dos atletas extranjeros que estamos autorizados a tener

- ¿Quiénes son?, pregunté intrigado

- Anchetta e Oberti.

Aaaaaaahhhhhhhh, me quedé diciendo como un tarado. Era como si ahora un pibe su fuese a probar a un club y le dijesen que el cupo está cubierto por Zidane y Rivaldo. Porque Anchetta y Oberti eran más o menos eso. Anchetta había sido el zaguero central derecho de la selección uruguaya que había terminado cuarta en el mundial de México 70 y en el 71 había salido campeón mundial de clubes con Nacional de Montevideo. El Mono Oberti fue uno de los jugadores más extraordinarios que vi en mi vida, un centrodelantero exquisito y encarador que comparaban con el genial Tostao. Había surgido de las inferiores de Huracán, pero su actuación en el club de Parque Patricios había sido muy inestable. Su mayor nivel lo alcanzó con aquella fabulosa delantera de Newell¨s de fines de los sesenta, con los brasileños Marcos y Becerra como wines y Montes, Zanabria o Martínez de entrealas. También lo padecí como hincha cuando pasó a Los Andes y nos ganaron 3 a 2 acá en La Plata. Con esos dos monstruos, indudablemente no necesitaban un refuerzo. Así que me fui a tratar de ubicar el consulado argentino para que me solucionaran el problema de los documentos.

En el consultado me dijeron que no podían hacer nada, pero conocí a unos amigos, ¡Qué amigos!

No recuerdo el problema que tenían ni por qué decían que estaban en el consulado, pero eran mayores que yo y a la legua se veía que eran unos chantas, unos típicos porteños buscas, de esos que se las saben todas. Pero parecían macanudos, estaban con un brasileño, un morocho que se les había pegado y era como una especie de guía, eso era al menos lo que yo pensaba. Durante esos pocos días allí en Porto Alegre vinieron varias veces conmigo a la pensión y el dueño, cuando se fueron, me dijo que el morocho era “Agato”. Y yo creí que “Agato” era el nombre, y le decía “Agato: Agato de acá, Agato de allá”.

La última vez que me acompañaron hasta la pensión les pedí que me esperaran un cachito que yo quería bañarme. Ellos me insistieron mucho para que me desvistiera en la pieza, porque el baño era muy incómodo, “anda así” me decía muy convencido uno de ellos cuando me puse en calzoncillos. El baño estaba en la otra punta del patio, para llegar hasta allí desde mi habitación tenía que atravesarlo todo, pasando por delante de la cocina, por eso me daba vergüenza ir en calzoncillos, pero pensé que si ellos me lo decían sería porque eso en Brasil era normal. “Que liberados que son acá”, pensé, mientras caminaba por el patio. Pero cuando pasé por la cocina la hija del dueño me estaba mirando, era una piba de algo más de quince años y puso una cara de no gustarle nada mi actitud. Yo me quedé con la duda, no sabía si era porque estaba en calzoncillos o si era otra cosa lo que le molestaba. Me di cuenta recién cuando volví a la habitación y vi que ya no estaban mis dos “amigos” argentinos ni el “Agato”, y que tampoco estaba la bolsita en la que yo llevaba guardada la plata adentro del vaquero. Cuando le conté al dueño de la pensión lo que me había pasado me recordó que él me había dicho que el mulato era “agato”. Entonces comprendí que “agato” no era un nombre, “agato” quería decir “ladrón”.

Por algo habrá sido

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