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O fracaso mais grande do mundo

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Eran muchos los que contaban historias fabulosas de sus andanzas brasileñas, pero las que más me habían llegado habían sido las de Néstor, el hermano de Rubito. Néstor era uno de los grandes del barrio. Y era grande en todo sentido, por edad y por tamaño; nos llevaba varios años y había salido grandote como su madre. En esa época se había metido en el teatro y actuaba en una obra llamada “Lo que le pasó a Reinoso”. Todavía estaba en pie el edificio original del Teatro Argentino, con su fastuosa sala, y la obra tuvo bastante éxito; incitados por Néstor también se iniciaron en las tablas Rubito y Marito; lo de Rubito fue algo fugaz, como casi todas sus incursiones; Marito, en cambio, descubrió su auténtica vocación y terminó convirtiéndose en actor para siempre.

Bajo el farol de la esquina, como en los tangos, un grupito de pibes del barrio escuchamos embobados las anécdotas del viaje de Néstor al Brasil, con la descripción pormenorizada de las lujurias del carnaval carioca. Había ido con un amigo en un Citroen 2 CV y aunque algunos llegaron a ir mucho más lejos todavía, eso era toda una epopeya. Había significado hacer más de seis mil kilómetros(tres de ida y tres de vuelta) en esas cuatro latas que apenas llegaban a levantar noventa kilómetros por hora, en bajada y con viento a favor. En Brasil los miraban con asombro, los hombres y las mujeres, y hasta llegaban a impresionarse con el aspecto de la catramina y le decían “carro bacán”, como si se tratase de un Rolls Royce. Atraídas por el magnetismo del cachivache, las brasileñas se volvían locas y les abrían su corazón y sus piernas; los brasileños los invitaban a comer y tomar gratis y hasta los turistas americanos se prendían en la parranda con ellos. En Río vivieron el frenesí del carnaval, entreverados entre las scolas do zamba, las mulatas de ojos azules y un libertinaje inaudito para la recatada Argentina de aquellos tiempos. Si bien el Brasil también tenía un gobierno militar, la represión era casi exclusivamente política, no total, como en la Argentina. En Brasil se podían ver y oír cosas escandalosas y hasta se podían hacer cosas que aquí eran herejías. Más allá de los regímenes políticos, siempre han sido culturas distintas: la cultura brasileña está dominada por la sensualidad afro-portuguesa; con alguna influencia indígena, pero de indígenas mucho más alegres y despreocupados que nuestros pampas y araucanos, porque los indios americanos de las selvas y los ríos vivieron siempre en armonía con la naturaleza; la cultura argentina, en cambio, tiene la carga de melancolía de los inmigrantes y aún la de los indios andinos y patagónicos, acostumbrados a vivir en un ambiente hostil. Por eso, nuestras dictaduras siempre fueron mucho más drásticas en lo moral, al provenir de un catolicismo muy arcaico y falsamente puritano.

Por todo eso, el viaje a Brasil representaba algo así como una excursión orgiástica; como una aventura exuberante, mucho más si iba de mochilero. Pero tenía que encontrar un compañero dispuesto a encarar semejante aventura. Y lo encontré, por suerte o por desgracia.

Se llamaba Daniel, lo había conocido en alguna prueba de jugadores en Estudiantes y nos habíamos encontrado también en los bailes. En uno de esos encuentros, no sé cómo, surgió le idea de irnos juntos. Aunque era un año más chico que yo, era más canchero y, también, bastante mentiroso. Más ingenuo todavía que ahora, le creí todas las historias que me hizo y en cierta forma me alegré de haber encontrado un compañero con tanta calle. Parecía el secuaz ideal para las correrías imaginadas por tierra brasileña. Así fue que partimos una noche, con las mochilas al hombro, dispuestos a llegar a Río de Janeiro.

Llegamos a Constitución y nos recomendaron que fuéramos al Spinetto, un mercado del que nunca habíamos oído hablar y que todavía conservaba el ambiente de malandrinaje y bohemia de los mercados porteños que vieron nacer al tango. Entramos a caminar por los puestos de verdura y al final encontramos un camión que nos ofreció llevarnos hasta el límite con Santa Fe.

Poco a poco, como surgidas de un sueño, las imágenes me van viniendo a la memoria y puedo ir reconstruyendo el itinerario de aquella pequeña aventura. En distintos camiones atravesamos tres provincias. En Entre Ríos me impresionaron el verde de los pastos y la ondulación de las cuchillas. Había llovido y los pastos estaban húmedos, a un costado de la ruta un grupo de gauchos cruzaba un alambrado: “¿Por qué usan botas blancas?”, le pregunté al chofer del camión. “No son botas, se vendan las piernas por las víboras”. No pregunté más nada en todo el viaje.

En un par de días llegamos a Paso de los Libres y en un santiamén estuvimos en Uruguayana. Aunque estaban a pocos metros de distancia, la diferencia entre una ciudad y la otra era nítida. Paso de los Libres es una ciudad chica, casi un pueblo, parecida un poco a todas las ciudades del litoral argentino, sobria y poco poblada. Uruguayana, enclavada a la vera de barrancos de tierra roja, respiraba el aire medroso del trópico. Era bien brasileña, en sus aromas y sus colores. Bien portuguesa en la arquitectura de sus calles empedradas y de sus casas de aberturas estrechas, pintadas con una estridencia que no tienen las ciudades de raigambre española, donde el blanco morisco atenúa los contrastes. Ya habíamos llegado a Brasil, pero faltaba mucho todavía para llegar a las playas, para llegar a Río. Y uno no podía decir que había estado en Brasil si no había estado en Río.

Conseguimos alojamiento en un albergue de estudiantes, un lugar donde era posible pasar la noche bajo techo, sobre el piso, porque no había camas ni nada que se le pareciera. Pero fue el primer lugar, en días, en el que pudimos dormir acostados. Además, lo que menos nos preocupaba eran las comodidades. La prioridad era la joda, y como era sábado encontramos un lugar para ir a bailar. Y allá nos fuimos con el cabezón, dispuestos a hacer tabla rasa con todas las brasileñas, quienes seguramente a esa hora ya estarían aflojándose el elástico de la bombacha por nosotros. A las dos horas, yo ya estaba de nuevo en el albergue, durmiendo solo en mi bolsa. Creído que por ser argentino y blanquito las morochas se me iban a tirar a los pies, saqué a una negrita de pelo cortito, bien mota, que en cuanto traté de apretarla un poquito en la música lenta, me dejó con una mueca de desprecio. Bahh, ni de desprecio, de indiferencia absoluta. Tampoco me fue mejor con alguna otra, así que me fui a dormir; mi primera noche de orgía había sido un verdadero fracaso; pero lo peor vendría después, mientras dormía.

Como a Daniel parecía que le estaba yendo bastante bien con una brasileña, no quise molestarlo. Me fui solo y con envidia, puse la mochila como almohada y me dormí profundamente. Tan profundamente que no noté que alguien, en medio de la noche, metió la mano en mi mochila y me sacó la billetera; allí no tenía toda la plata, pero sí todos los documentos. Así que amanecí pobre e indocumentado y, lo que era peor, todavía como a dos mil kilómetros de Río de Janeiro.

Al otro día nos fuimos con Daniel a la ruta, para hacer dedo hasta encontrar alguien que nos llevara a Porto Alegre. Me sorprendió su generosidad cuando paró una camioneta en la que venía una señora con la hija y nos ofreció llevar a uno. Daniel me convenció de que era mejor que fuera yo, que después nos encontraríamos en Porto Alegre. Recién mucho tiempo después, atando cabos, me entró la sospecha de que había sido él quien me había robado. Aunque no sería el último ladrón en cruzarse en mi camino en ese viaje.

Por algo habrá sido

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