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Trelew Dieciséis rosas rojas

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Dieciséis rosas roja

cayeron de madrugada

renacerán cada agosto

de la patria liberada.

El poema estaba en un papel, pegado en la pared del buffet; el colegio estaba convulsionado esa mañana. Pero yo dudaba. Tal vez uno fuese muy boludo, o tal vez tuviese sólo la bendita ingenuidad de quienes piensan que no es posible tanta perversidad en los hombres. Tal vez, porque uno no se había reconocido aún en sus propias perversiones y por eso no concebía que fuesen posibles en otro. Pero yo al principio me lo creí. Había sido un intento de fuga. Eso decían los partes de la Armada Nacional, que consignaban que esa mañana del 22 de agosto 16 guerrilleros habían caído bajo el fuego de la guardia de la base Almirante Zar, al intentar escapar. Afortunadamente, la mayoría de los estudiantes no eran tan ingenuos como yo, ni la mayoría de los obreros, ni la mayoría de las amas de casa, ni la mayoría de la mayoría: dieciséis personas muertas de un lado sin un solo herido del otro, era imposible. Todos se dieron cuenta de que había sido una masacre y el país ardió de rabia. Desde la mañana empezaron las asambleas en el Colegio y en miles de lugares en todo el país. Los fusilados ya no eran los mártires de los sectores que simpatizaban con la lucha armada, los “Héroes de Trelew” se convirtieron, de repente, en el símbolo máximo de la indignación de todo un pueblo, harto ya de la soberbia de esos militares que cobraban doble sueldo por estar en el gobierno, someter a un pueblo y matar a sus hijos.

Sólo algunos eran peronistas, pero el repudio fue unánime. Perón desde Madrid condenó los hechos y tres de los muertos fueron velados en la sede del Partido Justicialista, en Avenida La Plata. Más de tres mil personas asistieron al velorio y cuando el comisario Villar irrumpió con las tanquetas para llevarse los féretros, una batalla campal se desató por las calles de Boedo. Faltaban tres días para que se cumpliera el plazo que Lanusse le había impuesto a Perón para que volviera, de lo contrario, no podía postularse para la elección. Lanusse estaba seguro de que Perón no volvería, sin nombrarlo directamente, lo desafió en un discurso: “Yo creo que a ese señor no le da el cuero para volver”, dijo.

Confieso que mi ingenuidad en ese momento era exasperante y superaba ampliamente los marcos de la boludez. Lo curioso es que otros, que ese día ya hablaban de “masacre” y de “justicia popular”, con el tiempo se hayan ido boludizando. O, para decirlo de otra manera, que hoy en día hagan análisis de la realidad aparentemente tan ingenuos como los que hacía yo en ese momento. Más que ingenuos, debería decir descomprometidos. Porque analizan las cosas como si con el tiempo se hubiesen vuelto neutrales. En realidad, no han dejado de horrorizarse por los crímenes de la represión, de la de antes ni de la de ahora, lo que han perdido es disposición para enfrentarla. Es como si la realidad fuese una película en la que alguna vez participaron como protagonistas, pero como no les pagaron, ahora prefieren mirarla desde la platea. Algunos cantaban en ese entonces cosas tan revolucionarias como “por una patria libre y un pueblo liberado, saldremos a la calle con todo el pueblo armado.” Pero el pueblo no se armó y por eso no salieron a la calle en ese momento, ni salen ahora, ya hicieron demasiado con haber tenido la intención de salir en aquella época.

Por algo habrá sido

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