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La camisa que es bandera

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La relación de Mirta, Sandra, con Iñaki no duró mucho, aunque después igual yo la seguí viendo, de lejos, en los actos y las movilizaciones de la Jotapé. Pero nunca había hablado con ella. La primera vez fue en el 84 u 85, en uno de los tantos actos contra las leyes de punto final y obediencia debida. Ella no me conocía, pero le conté que era amigo de Joaquín. Era otra mujer. El dolor, la guerra y la vida la habían endurecido. Había formado pareja con un compañero legendario para la militancia platense: el Flaco Sala. Antes de mayo del 73 el Flaco ya había caído varias veces en cana y se había transformado en un combatiente mítico, respetado, querido y perseguido, tanto la policía como los fascistas locales lo tenían en la mira. Por eso más temprano que tarde (mucho antes del golpe) tuvo que irse de la ciudad y recaló en el noreste; quien sabe, tal vez porque como hay tantos descendientes de rusos, polacos y alemanes, un flaco alto y medio rubión podía pasar más desapercibido. Y, para no perder la costumbre, el Flaco volvió a caer preso. Eso fue antes o después del golpe, no lo sé. La cuestión es que los militares lo tomaron como rehén, junto a varios compañeros más que estaban en la cárcel de Resistencia, en el Chaco. Un día se enteraron de que los iban a fusilar. En sus últimos momentos, el Flaco no se dedicó a lamentarse ni a llorar por su suerte. Tomó sus pertenencias, las cosas que tenía en el calabozo, y las distribuyó entre sus compañeros de celda. Como era el de mayor nivel, el que más grado tenía de entre todos los presos, impuso su autoridad y los obligó a aceptar lo que les estaba dejando como herencia. Había resuelto combatir hasta el último momento: sus cosas debían servir para que otros pudieran continuar la lucha en mejores condiciones. En la repartija, a uno de sus compañeros le tocó una camisa, eran compañeros del equipo de fulbito en la cárcel; “Esta es para vos, le dijo”. Cuando los vinieron a buscar, los compañeros los despidieron cantando, sabían que iban a la muerte.

Lo que pasó después asoma en estas correcciones que me hace Mirta, Sandra, luego de haber leído mi primera versión. Yo suprimo algunos errores y transcribo su carta, mil veces más explícita que mis páginas; pero para saber bien lo que pasó, como dice ella, hay que leer el libro de Jorge Giles, hermosamente vital y desgarrador. Yo sólo agregaré, que desde aquella madrugada el dulce nombre de Margarita Belén, así se llamaba el paraje donde se consumó la masacre, entró en la historia argentina como el símbolo de la ignominia, pero también de la dignidad. De la dignidad con que afrontaron la muerte los fusilados.

El compañero que recibió la camisa tuvo un poco más de suerte que el flaco, porque al tiempo consiguió salir del país haciendo uso de las opciones que de vez en cuando concedían los militares. Y el compañero fue a varios países hasta anclar finalmente en Nicaragua. Los sandinistas estaban en el poder y la revolución era todavía una bella y cercana ilusión. Cuando cayó la dictadura argentina y muchos emprendieron la vuelta, él prefirió quedarse, pensó que su puesto de lucha estaba allá, entre los volcanes y la selva. Los yankees asediaban cotidianamente a la revolución; a través de los “contras” incursionaban cotidianamente asesinando militantes populares y simples vecinos. Crueldad del destino, el compañero no cayó combatiendo contra los contras pero puede decirse que también cayó en combate. Estaba al servicio del Ministerio del Interior sandinista cuando el camión que conducía se desbarrancó por la ladera de la muerte para dejar su corazón latiendo eternamente en Nicaragua. Su compañera y sus hijos lo enterraron allá, pero conservan todavía esa camisa con la esperanza de encontrar algún día a los hijos del Flaco Sala y entregársela.

Por algo habrá sido

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